jueves, 27 de septiembre de 2012

LA CARRERA DE LOS COMPAÑEROS




Llegaremos. Todos le creyeron. Lo había dicho el jefe, el hombre astuto de luenga cabellera. Se armaron y marcharon tras él. Adonde fuera.

Embarcaron. Se hicieron a la mar. Soplaron vientos propicios y soplaron malos vientos. Naufragaron una vez y otra. No les importó. Siguieron adelante con el remo por bandera.

Llegaremos. Resonaban las palabras en sus mentes y rondaba sus mentes la esperanza. No había El Dorado y no importaba. El tesoro lo llevaban dentro.

Encallaron. Crujió la madera como el mismo infierno. Chirriaron en sus goznes los palos y el velamen vino abajo. Pero aguantaron. Rescataron las armas y saltaron a tierra.

Caminaron. Había lluvia y había barro, pero avanzaron. Cada paso les acercaba un poco a la ciudad de Dios que los hombres habían construído en la tierra.

Acamparon frente a las murallas. Invitaron a los dioses a rendirse. Y se negaron a darles cuartel cuando rehúsaron. Tocaron a degüello. Y atacaron.  

Asediaron la ciudad. Derribaron las murallas. Sintieron la fiebre del saqueo y la lujuria del fuego. Tiraron abajo el puente e invocaron a los dioses que iban a morir.

Penetraron. Los dioses fueron presa del pánico. Los hombres eran libres. No había rayos para ellos. Sólo Hefesto sonrió haciendo un guiño al hombre astuto.

Hallaron el túnel que arrancaba de la cripta. No había luz al otro lado. Pero lo recorrieron hasta la puerta que accedía a la escalera de treinta y tres escalones.

Subieron y arriba el arcoíris  alumbrando el faro fin del mundo.

LA CARRERA DE ULISES








Al sentir el primer obús Ulises corrió como alma que persigue el diablo. Alejándose del resplandor, del humo y del estruendo. Al otro lado.

Le zumbaban los oídos y lagrimaban sus ojos. Tendido tras el parapeto trató de acomodarse a la situación: ellos tiraban, y tiraban a dar. Y estaban dando en el puente.

El puente que él estaba cruzando un minuto antes. El puente del arcoíris tendido hacia la libertad. El puente viejo como el mundo. Lo estaban volando.

Había que cruzarlo antes. Tenía que salir, correr, eludir las bombas, saltar los escombros, y llegar al otro lado. Entre humos y explosiones, sin ver ni oír nada. A ciegas.

Había habido tres morterazos entretanto. Uno al agua y dos más al puente, de lleno. Seguía en pie, pero no aguantaría mucho. Tenía que darse prisa. Le iba la vida en ello.

Calculó la secuencia: bomba, pausa, pausa, bomba….¡ahora! Ulises saltó y echó a correr protegiéndose los ojos con el antebrazo, sorteando obstáculos, cadáveres casi todos.

Uno, dos, tres….ocho, nueve, ¡al suelo!, bum, bum, ¡arriba!; uno, dos, tres….bum, bum, ¡arriba!, estaba ya a medio camino y el viejo puente aguantaba, ¡arriba, un poco más!

Ya corría con los ojos cerrados, ya el humo era fuego en su garganta, pero Ulises seguía adelante. Vio en sueños a Telémaco llorando ante su tumba y a Penélope desposando a su enemigo. ¡No!, no podía acabar así.

Dio el último salto y se sintió caer en tierra firme a la par que oía el derrumbe del puente. Lo había logrado. El llanto de su sueño le limpió ojos y garganta y se incorporó para mirar atrás.

Se había equivocado de orilla.




lunes, 3 de septiembre de 2012

AL ALBA, VIDA MÍA




Cu-cú, cu-cú
Quien fuera cuquillo
En la mañana
Y recibiera
De tus labios
Aliento
Para todo el día

Cu-cú, miau-miau
Quien fuera gatillo
En la mañana
Y recibiera
De tus manos
Tersura
Para todo el día

Miau-miau, pam-pam
Quien fuera ventana
En la mañana
Y recibiera
De tus dedos
Un toque
Para todo el día

Pam-pam, pam-pam
Fuera yo el cuco
En la mañana
Recibiendo
De tu quietud
El fuego
Para mis días sin luna

Pam-pam, cu-cú
Fueras tú el fuego
En la mañana
Recibiendo
El agua toda
De mis noches
Sin luna

Cu-cú, miau-miau
Fuera yo risas
En la mañana
Y recibiera
La noche toda
De tus ojos
De luna

Miau-miau, miau-miau
Fuera yo luna
En la mañana
Y recibiera
La risa toda
De tus labios
De fuego

Cu-cú, miau-miau
Pam-pam, pam-pam
Ya es de mañana
Y yo te diera
Noche, fuego y risas
Para tu cuello
De luna

sábado, 1 de septiembre de 2012

LANCELOT DU LAC




                                                                                                       Para la Amatxu, i.m.

Lanzarote del Lago se irguió sobre su caballo y enfrentó con la mirada al caballero que custodiaba el puente. El otro no se movió ni azuzó su montura. Lanzarote se mantuvo firme. No tenía ganas de luchar más. Si era sólo hasta aquí hasta donde debía llegar, que así fuera. No pelearía por cruzar más puentes.

Pero la regla lo exigía. Arribado al extremo del camino y topado un caballero guardando puente, la regla exigía vencerlo y cruzarlo en toda su luz, o morir en el intento. Lanzarote estaba saturado de sangre, pero no parecía haber una salida. El otro no se inmutaba.

Abrió la boca para decir algo pero se contuvo. Recordó las palabras de su preceptor la primera vez que cabalgaron juntos: “Si tus palabras iluminan nuestra búsqueda de aventuras tal como la ilumina el día, si tu lenguaje es altivo como el venado, noble como el pavo real, humilde y sin timidez como esos conejos, entonces habla.” (1) Optó por callar. Pero el otro también callaba.

Tenía que hacer algo. No quería matar a ese hombre, no quería siquiera desarmarlo y enviarlo a rendir pleitesía a su dama la Reina, seguramente ya cansada de dádivas y presentes caballerescos, sedienta de amor real, aliento de pasión humana.

Así era. Pasión humana. Huir de esa pasión era lo que lo había traído hasta aquí, y enfrentarla era lo que debía llevarlo de nuevo al nido que la Reina había construído para ellos, para ambos, para los dos. Tenía que volver. Lo sabía desde que tomaron Jerusalén, desde que tomó los hábitos sufís del guerrero que mató en combate singular ante el santo sepulcro, que lo miró desafiante desde su agonía y le señaló con la mirada la entrada de la cueva. Entra, si te atreves, le dijo desde el azul de sus ojos moribundos. Y él entró.

El sepulcro estaba vacío. Había un perro a su entrada, pero no lo guardaba. Había una fuente a su lado, pero con tres caños. Y había una escalera tras una puerta baja de madera, sin cerrojo, una escalera que bajaba al corazón de las tinieblas. Se sentía como el Sol cuando deja la constelación del Canis Minor para refugiarse en Aries y convertirse en el vengador del asesino del Maestro. Cuando la eclíptica corta a los equinoccios y Aldebarán brilla como al comienzo de los tiempos, y el Sagitario se hunde tras el Sol como Orfeo bajando al Hades a encarar su destino, buscando.

Entró en el túnel sin dudarlo. Si la Vida lo había puesto en ese lugar geométrico no era para especular. Allí estaba su primer mar, el Cantábrico, con sus ocasos en los que siempre al caer la Luz alumbra nuevas tierras, hasta Finisterre donde todo acaba y quedan las aguas solas, y estaba la plaza de Central Station en Madras, con sus muchedumbres apiladas como diez mil millones de hormigas y los niños devorando el vómito del hermano, y la araña que danzaba su tela en el amanecer del despacho asturiano diciéndole: no hay paraíso ni para mi ni para ti, estaba el laberinto de Chartres con el coro gregoriano escondido tras la columna que contiene todo el universo, estaban los espejos que no había mirado y los que le habían mirado, estaba el viaje de Telémaco al oriente en busca de su padre, estaba el hombre que escribió la primera frase en castellano, y la vela que le iluminaba el rostro, y la sombra de la pluma que arrojaba esa vela, y la cera derretida, estaban las promesas incumplidas, estaban los muertos clamando venganza, estaban los puñales dormidos aguardando el final del invierno, estaban los tréboles quemados y las velas de cáñamo infladas por el Euro llevándole siempre a occidente, un poco, un poquito más.

Pero no estaba su Reina, y él la quiso, y su deseo fue pasión. Había anochecido y el caballero seguía en el mismo lugar, guardando el mismo puente. No había sido un sueño. Lanzarote miró arriba y pronunció la palabra. Al instante una estrella encendió el cielo y brilló fugazmente, como la chispa del pedernal, para que el alma de ese hombre constelara en el espejo de sí misma.

Lanzarote hizo dar vuelta a la montura, y picó espuelas.


(1): John Steinbeck: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros