viernes, 20 de octubre de 2006

LOS DOS SOLES




La mañana del día de la apostasía transcurría de manera rutinaria. Era a mitad de una semana hasta el momento llena de sobresaltos, sobre todo en el trabajo, lo que le había hecho temer que este sería un día de tensión, que tendría que ir deprisa a la ciudad, cumplir el trámite, y volver a la carrera para no contrariar a los que tanto molestaba que se ausentara del despacho y no estuviera siempre disponible.

Pero los compañeros estaban muy ocupados para reparar en su marcha, hacía un buen día de sol, sin calor, y el trayecto a la ciudad fue rápido y sin incidentes. Encontró plaza de aparcamiento en un sitio cercano al palacio arzobispal, así que desconectó el teléfono y se encaminó con tranquilidad, gozando de la mañana como pocas veces lo podía hacer.

En la ciudad vieja recorrió calles llenas de recuerdos de juventud, dobló esquinas tras las que había perseguido no pocos sueños, escuchó a los mismos pájaros de entonces y definitivamente el sol que lucía en el cielo era el que le había acariciado el rostro tantas veces, imaginando él que sus rayos fueran las manos de esa amante anónima que no había nunca dejado de buscar, y lo seguía haciendo, consciente de que no existía, de que no había existido nunca, o de que ya no existía, tras la mezcla de recuerdos reflejo de un vago, pero único, conocimiento.

Estaba ya muy cerca del palacio y era aun muy temprano para la cita, cuando reparó en la catedral. Era la misma, también, pero algo había cambiado. Siempre que pasaba cerca no dejaba de entrar en ella, lo había hecho desde niño, fascinado por la magnitud de las distancias y la armonía de las proporciones y el sonido de la luz en la piedra y en las vidrieras. Allí había escuchado conciertos memorables, de los que dejan una huella en el vientre; había recorrido sus rincones comunes y no comunes en pos de rastros que le significaran las claves del trabajo interior, del conocimiento de sí mismo, y las había encontrado y hecho uso de ellas, y transmitido a sus ayudantes en los arcanos.

Y lo seguiría haciendo mientras los edificios estuvieran allí, pero hacía treinta y tres años había perdido la fe, y todas sus vivencias en la catedral estaban, en cierto modo, como todo en su vida, marcadas por la contradicción entre no ser creyente pero sí ser oficialmente miembro de la iglesia. Hoy esto iba a cambiar, así pues tenía la ocasión de hacer una visita a la catedral que sería la última en su condición de miembro de la iglesia.

Pensaba esto mientras trasponía el umbral de oriente, pues no se había ni planteado la posibilidad de no entrar en el templo. No había casi nadie, ni locales ni turistas, lo que agradeció con creciente emoción y se detuvo a contemplar las bóvedas de la nave de septentrión. Y entonces lo escuchó.

Era un rumor grave y clamoroso, pero de un nivel sonoro bajo, por lo que no le prestó atención, asociándolo inconscientemente a alguna celebración religiosa, de las que debía haber varias a lo largo de la mañana. Pero esta vez algo era distinto y al rodear un pilar en la parte occidental de la nave se dio cuenta de qué era lo nuevo: estaban cantando en latín. Inmediatamente pensó que debía tratarse de una misa, y aunque el canto cesó no le fue difícil encontrar el lugar en el que, efectivamente, se celebraba el evento: en el mismo altar mayor de la catedral de la tierra de María santísima, ocho ancianos sacerdotes concelebraban una misa en latín. Era cierto, y los fieles la seguían, y había sitio libre en los bancos.

No lo dudó y tomó asiento. Esto era una novedad, y de las grandes. ¡Menuda manera de despedirse de la religión oficialmente! Calculó que tendría el tiempo justo hasta la comunión para cruzar luego al palacio arzobispal, apenas a unos pasos. Pero quedarse hasta la comunión era importante. Había comulgado muchas veces desde su apostasía natural, por obligaciones diversas, como en la primera comunión de su propio hijo, donde no se tragó la ostia que conservaba como un fetiche personal.

Llegado el momento se adelantó para estar de los primeros en la fila. Sólo uno de los celebrantes repartía la comunión, pero le flanqueaban otros dos, uno con la bandeja y otro vigilante adicional. Cuando le llegó el turno colocó las manos para que el sacerdote depositara la ostia en ellas, temiendo que el anciano le quisiera obligar a recibir la forma directamente de sus manos en los labios. No fue así, pero ante la severísima mirada del tercer sacerdote no tuvo más elección que metérsela él mismo en la boca, tras lo que abandonó la celebración y tan pronto dobló la esquina se la sacó y la mantuvo en la mano para que secara antes de guardarla en el bolsillo. Al salir de la catedral le recibió el sol en su camino hacia el meridiano, y lo agradeció también.

Llegó cinco minutos antes, pero en el arzobispado le esperaban. Rápidamente le condujeron a una sala sobria donde el documento estaba preparado. El notario de la Curia lo leyó y ambos firmaron ambas copias. Había dejado de ser creyente.

Al salir a la calle pensó en celebrarlo pero a esa hora sólo podía ser con un café y un cruasán, y así lo hizo en la cafetería de la avenida. Llegaba el tiempo de la frugalidad, después de tanto exceso, la asignatura pendiente estaba aprobada, aunque con cinco pelado, y podía irse tranquilamente al Liceo a aprender francés para leer a Stendhal. Podía ser feliz.