Me acuerdo de la angustia bajo la lluvia al no encontrar transporte para casa el día que partíamos a Tánger. No aparecía ningún taxi y el autobús no llegaba, y cuando por fin lo hizo iba tan lleno que ni abrió la puerta de subida.
Todo eran novedades ese día, y no precisamente de las buenas. Había salido del colegio una hora antes, por primera vez en mi historia, para poder llegar a casa a tiempo del traslado al aeropuerto, al avión, y a Tánger. En cuanto salí del colegio todo se complicó. La lluvia era torrencial, cosa habitual en primavera, pero interminable. Por primera vez me habían provisto de paraguas en casa, esa mañana, al salir y ver mi madre los nubarrones, y presentir que su amenaza se descargaría en el peor de los momentos. Y el paraguas era un castigo. A su pesar tenía el anorak empapado, no digamos pantalones y cartera – mi hermosa y nueva cartera de cuero -. Además me ocupaba una mano, y como la otra sostenía la cartera no me quedaba ninguna libre para agitarla cuando presentía que un vehículo era un taxi libre – la lluvia no dejaba ver el piloto verde encendido -, o tal vez la luz verde había decidido ese día desaparecer de la tierra para dejar morir la esperanza. Porque el anorak tenía capucha pero aun así yo estaba con el pelo empapado y la cara como una catarata, y entre el agua y el viento no había forma de distinguir los vehículos en la calle, y aunque pasara un taxi estaba condenado a no verlo. Y desde luego que junto al borde de la acera se había formado ya un gran charco, donde salpicaban los coches sin parar y que convertía el acercarse a la calzada en una aventura suicida. Naturalmente que Antonio, el viejo con pata de palo que vendía cupones y atendía el teléfono de la parada de los taxis, que se acordaba de cuando la calle de mi casa era un huerto, ya se había marchado y...¡el teléfono! ¡El teléfono! Me abalancé sobre él y me sobrevino la certeza de que no funcionaría, de que no era posible que funcionara porque a pesar de mis nueve años ese día estaba aprendiendo perfectamente que cuando las cosas deciden salir mal no hay quien las pare.
Y en ese momento sonó el teléfono. Quedé paralizado oyéndolo sonar, partiéndome de risa por que hubiera alguien que en esas condiciones llamara a la parada esperando que hubiera un taxi libre, dejando caer la cartera al suelo para secarme un instante la cara, más que nada para sentir la caricia del viento con agua rozando mi piel y golpeando el plástico de la capucha del anorak, produciendo un sonido rítmico que contrastaba perfectamente con el del timbre del teléfono.
Tres días después, aun más asustado que entonces, al levantarse el dromedario (conmigo encima) en Cabo Espartel, sentí ese mismo viento en esa misma capucha, pero era un viento más seco y más virgen, y la capucha cubría una cabeza más vieja y más sabia.
Todo eran novedades ese día, y no precisamente de las buenas. Había salido del colegio una hora antes, por primera vez en mi historia, para poder llegar a casa a tiempo del traslado al aeropuerto, al avión, y a Tánger. En cuanto salí del colegio todo se complicó. La lluvia era torrencial, cosa habitual en primavera, pero interminable. Por primera vez me habían provisto de paraguas en casa, esa mañana, al salir y ver mi madre los nubarrones, y presentir que su amenaza se descargaría en el peor de los momentos. Y el paraguas era un castigo. A su pesar tenía el anorak empapado, no digamos pantalones y cartera – mi hermosa y nueva cartera de cuero -. Además me ocupaba una mano, y como la otra sostenía la cartera no me quedaba ninguna libre para agitarla cuando presentía que un vehículo era un taxi libre – la lluvia no dejaba ver el piloto verde encendido -, o tal vez la luz verde había decidido ese día desaparecer de la tierra para dejar morir la esperanza. Porque el anorak tenía capucha pero aun así yo estaba con el pelo empapado y la cara como una catarata, y entre el agua y el viento no había forma de distinguir los vehículos en la calle, y aunque pasara un taxi estaba condenado a no verlo. Y desde luego que junto al borde de la acera se había formado ya un gran charco, donde salpicaban los coches sin parar y que convertía el acercarse a la calzada en una aventura suicida. Naturalmente que Antonio, el viejo con pata de palo que vendía cupones y atendía el teléfono de la parada de los taxis, que se acordaba de cuando la calle de mi casa era un huerto, ya se había marchado y...¡el teléfono! ¡El teléfono! Me abalancé sobre él y me sobrevino la certeza de que no funcionaría, de que no era posible que funcionara porque a pesar de mis nueve años ese día estaba aprendiendo perfectamente que cuando las cosas deciden salir mal no hay quien las pare.
Y en ese momento sonó el teléfono. Quedé paralizado oyéndolo sonar, partiéndome de risa por que hubiera alguien que en esas condiciones llamara a la parada esperando que hubiera un taxi libre, dejando caer la cartera al suelo para secarme un instante la cara, más que nada para sentir la caricia del viento con agua rozando mi piel y golpeando el plástico de la capucha del anorak, produciendo un sonido rítmico que contrastaba perfectamente con el del timbre del teléfono.
Tres días después, aun más asustado que entonces, al levantarse el dromedario (conmigo encima) en Cabo Espartel, sentí ese mismo viento en esa misma capucha, pero era un viento más seco y más virgen, y la capucha cubría una cabeza más vieja y más sabia.