domingo, 20 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 3







Madras, 20 de mayo de 2007


Una vez más releo tu última carta y dejo que el aroma del jazmín chino, que evocas en su principio, llegue hasta mi para recordarme que ya hace más de tres meses que estoy en este lugar. ¡Qué atrás parecen quedar esos primeros días en que me asomaba a la ventana abierta que es la ciudad, con infinito cuidado, como con miedo de lastimarla con mi falta de capacidad para entender cuanto veía, percibía, sentía!

Al poco de llegar, abrumado por el recuerdo de los fantasmas que ese día (creía yo) me dejarían en paz, descontento por no encontrar la clave que separaba mi (inconsciente) ideal indio de lo que se representaba ante mi, (o ante lo que yo creía ser “mi”); opté un sábado por volver desde el despacho al hotel a pie, lo que todo el mundo me había recomendado no hiciera jamás.

Desde luego no era un paseo agradable. De noche desde las seis de la tarde, con aceras de 40 centímetros para paliar las inundaciones del monzón, con un calor que ya empezaba a ser insoportable, con el riesgo del siempre peligroso tráfico rodado, y con su ruido; tras pasar uno de los muchísimos transformadores eléctricos que pueblan las calles, en un recodo oscuro un denso aroma de jazmín me abrazó inesperadamente mientras caminaba despacio.

Saboreé el milagro, tratando de no pensar, dejándome llevar por esa mano que había juntado tantos y dispares elementos en ese instante y en ese lugar, creando una ocasión única. Pasados esos primeros, fugaces, y eternos segundos, busqué con la mirada el origen del aroma y hallé, sentada en el suelo, envuelta en la oscuridad, a la señora que confeccionaba los collarines de flores de jazmín con que las mujeres indias adornan su cabello cada mañana.

Fascinado, sabiendo que Dios prolongaba el milagro para “algo” (algo que ya tendría su tiempo, no ese momento), me agaché a la vera de la señora para mirar lo que hacía.

Allá abajo todo era fragancia, y además unos dedos viejos y expertos que entrelazaban las flores unas con otras, creando otro milagro que no vería la luz hasta la mañana siguiente. Sabiendo lo que iba a pasar a continuación, me regocijé hasta que ella detuvo su labor y me miró sonriendo. Ví el mismo rostro de las otras veces, el de la señora en el puesto de fresas del mercado de Huelva, el de la de la cola del pan en el Mostar de la guerra, el de Dios hecho Mujer ofreciendo la dosis justa de Amor, indiscriminadamente.

Algo dije entonces, brotando las lágrimas a mis ojos, porque la señora también dijo algo, bajito pero con voz firme, y tocó mi frente, haciéndome comprender que podía y debía irme, otros milagros aguardaban en otros lugares o a otros hombres.

Ahora, hoy, recordando todo esto siento que tal vez ese jazmín, ya tan familiar, sea para mi como el loto para el canasto vacío de Tagore.

Pero creo que es con flores nuevas con que hay que llenarlo. En tu carta comentas sobre tu lectura de mi blog, lo que leo no sin cierto pudor; ya te dije que lo que allí encontrarías era muy íntimo, era como mi alambique, pero es algo más: es el alambique preparado para la destilación de lo viejo, del Amor viejo destinado a convertirse en flor nueva con que llenar el canasto.

Por eso es algo dinámico, no se trata de fantasmas del pasado puestos por escrito, sino de una realidad presente en mi vida de cada día. Y por eso es la verdadera materia prima, es la esencia más íntima de lo que es mi fuego, el que me ha tocado avivar.

Me hablas de los “lazos de dependencia inherentes al deseo (de llenar el canasto)”, a “dejar que este Amor sustituya al impulso deliberado de dirigir la propia búsqueda” (entre uno y otro entrecomillado está, desde luego, lo esencial de tu mensaje). Así lo he creído yo también y por ello mi actitud no ha sido (aquí) de búsqueda insaciable (hay tantas ocasiones, tantos caminos, tantas escuelas, tantos maestros…), sino de estar a disposición, de mantener las manos abiertas, sin codicia, de dejar que las cosas ocurran cuando deben, como el aroma del jazmín de aquel sábado de febrero.

Pero no es bastante. Existe el riesgo de quedarse ahí, contemplando, encerrado como crisálida sin alimento almacenado. Creo que a veces hay que tomar las riendas y espolear un poco a ese caballo que somos, tirando de nuestro propio carro. Así que estoy planeando dos viajes, uno a cabo Comorin, en el sur, donde se juntan los tres océanos; otro a una estación de montaña en Kerala, el jardín de Dios en el sur. Mi plan, mi proyecto.

Y cierro mi carta como la empecé, releyendo esta vez el final de la tuya, el poema “SABOR”. Querría hacer muchos comentarios, pero no lo van a enriquecer; y a mi…..¡me ha hecho tan feliz!. Lo dejo estar, pero sí que te digo: gracias, mi querida S, por este regalo. Lo saboreo con deleite, con ilusión, con esmero….todo está aquí.

Marcharé ahora al jardín del Amatista, quizá por última vez en varios domingos, si sale bien lo de los viajes. Allí seguirán las ardillas en los árboles, la lluvia de florecillas blancas, el graznido de los cuervos, la sopa de tomate y el agua de la Himalaya. Un ambiente que hace que en lo más profundo de mi corazón resuenen los versos de Juan Ramón: “…y en el rincón aquél de mi huerto blanco y encalado, mi espíritu errará, nostáljico…”