viernes, 27 de mayo de 2011

MOSTAR A SRBENIKA, 1995



Nada más llegar la empecé a echar de menos.

La ciudad era, vivía y temblaba bajo las ruedas del viejo VW en que viajaba, sin matrícula, sin identificación alguna, como queriendo pasar desapercibido en el oscuro callejón que nos llevaba al oeste.

Sin tan oír siquiera el susurro del viento, ni sentir en la carne la llamada de las piedras porque allí no había más que ruinas y el viento no había sido invitado ese día a la fiesta.

Pensando, rodeado de gente que sabía de esto mucho más que yo, entendí que no había nada que pensar.

Y ahora que he visto caer la lluvia en Mostar entiendo que tampoco hay nada que sentir. Porque aquí todo sentimiento es vacío, excepto, tal vez, el todopoderoso Amor.

Pero aún de este se me antoja todo esto sin contenido. Creo, y lo veo aún desde fuera, pues soy aquí un recién llegado, que tiene que haber algo más profundo en que basar la vida a la vista de este caos para el cual no existen palabras.

Te acostumbras a ello, me dicen, sí, pero eso no es más que asimilar la realidad de la maldad. No te rebelas porque sabes que el trabajo constante ofrece resultados concretos que alivian los males de esta porción del mundo. Sí, cierto, pero y luego ¿qué?

Mostar seguirá siendo Mostar por los siglos de los siglos porque siempre habrá una ciudad desgarrada por el odio de los hombres que nos hará recordar que somos nosotros los que lo hemos hecho así.

Y por esto es que la echo de menos, ya, ahora, mucho antes de tenerme que ir. Tal vez sea la querencia del novato, me da igual, si es posible amar a una ciudad como se ama a una mujer yo lo he sentido en Mostar y esta vivencia no me la va a quitar ningún psiquiatra.

Pero la ciudad existe, tiene una permanencia que nos trascenderá a todos nosotros pues cuando seamos polvo en el polvo ella seguirá allí, aún cuando no sea más que ruinas. Entonces ¿qué somos? ¿qué hacemos aquí? ¿No será que necesitamos de ella tanto o más que ella de nosotros? ¿No será que en todas partes brota de alguna forma la realidad del Amor a la vida? ¿No será que buscamos fuera de nuestro ser aquello que no nos atrevemos a buscar dentro de él?

¿Dónde está la ciudad? ¿Dentro o fuera de nuestro corazón? ¿Y dónde está nuestro corazón? ¿Dentro o fuera de la ciudad?

Al entrar por primera vez en la ciudad sentí que todo esto podía tener cabida en un corazón humano. Y me enamoré perdidamente, con un deseo más allá de mi propia humanidad.

Por eso nada más llegar la empecé a echar de menos.

(Mostar, 27 de abril de 1995, miércoles de feria en Sevilla)


Hace mucho tiempo que escribí esto. Ha sido la noticia, casi desapercibida, del arresto de Ratko Mladic lo que me traído, no el recuerdo, sino toda la vivencia que allí me asaltó, me dominó, me dejó marcado, para bien, espero, y para siempre.

La imagen de cabecera es de Srbenika. Es una foto del 14 de julio de 1995, portada de un periódico extremeño, que me guardó R., que sabía que a mi vuelta iría a descansar a su tierra.

La historia es simple: Srbenika, ciudad de la Bosnia libre, es “protegida” por un batallón de soldados holandeses bajo bandera de la ONU. Llegan los chetniks (serbobosnios) y dicen: paso libre o nos lo abrimos a tiros. Los de la ONU consultan y reciben orden de desalojo. Y se van.

Los chetniks toman la ciudad y expulsan a las mujeres, los niños (menores de 14) y los ancianos. Se quedan los varones en edad de luchar. Sin armas claro, ¿para qué las necesitaban si los defendía la ONU? Casi todos lisiados o demasiado jóvenes, pues si no habrían estado en el frente. Llegados de toda Bosnia i Herzegovina en busca de refugio. Y convencidos de tenerlo, bajo una bandera azul con la bola del mundo blanca.

Unos ocho mil hombres. A todos los mataron. Un tiro y fosa común. Y Ratko Mladic era el comandante en jefe de los chetniks. Yo estuve allí. En el campamento holandés, en su cantina, muchas veces, compartiendo cerveza y salchichas (sin sauerkraut, afortunadamente) con ellos. A cambio les llevaba tabaco negro y whisky que en la cantina del batallón español de Mostar salía por tres reales.

Esa noche también estuve con ellos, a un kilómetro de la Srebenika abandonada. Había ido, liante que yo era por entonces, con una pareja de periodistas españoles con la que hice amistad en la sede de Médicos del Mundo en Mostar y a los que también solía acompañar cuando se colaban en el Sarajevo sitiado.

Los chicos holandeses estaban tranquilos, como si aquello no fuera con ellos. Sólo los oficiales, con los que intercambié unas palabras al serles presentado, me parecieron tristes y avergonzados. Pero cumplían órdenes. Y yo creo que la decisión de abandonar Srbenika fue correcta. No me imagino a los chicos holandeses, con las mejillas rojitas por la bier y una fotillo de rubia vikinga en la cartera, frente a los chetniks de Mladic. Yugoeslavos, eslavos del sur, tipos de 1,90 y cada mano más grande que las dos mías. Que habían matado a mucha gente, en combate y por la espalda, que habían violado por principio (de limpieza étnica), que habían sembrado el país de minas antipersonal, de las que supongo todavía queda alguna esperando su olvidada presa (estas cosas no salen en la tele). Los holandeses, pese a sus oficiales y a su armamento, estaban más vendidos que un toro en plaza de pueblo.

La culpa, creo, fue de los de siempre, de los que mandan a otros, de los que se creen que ser representantes del pueblo es para pintarlo todo de bonito, de los que tienen dinero y quieren y saben multiplicarlo, del poder….hicieron creer a media Bosnia que allí estarían protegidos, y les creyeron.

Duró toda la noche. Pam, pam, pam, cada cinco o diez segundos. A veces había pausas largas, a veces la cadencia era más rápida. Ninguno pudimos soportarlo, y menos los chicos de rojas mejillas y novia vikinga. Y cuando, antes del amanecer, cambió el viento y llegó el olor a azufre a mí se me rompió algo por dentro, y dolió. Los chicos lloraban como los niños que eran y mis amigos periodistas (gallegos él y ella) me ofrecieron su petaca de orujo, pero ninguno bebimos.

Han pasado más de quince años y todavía no sé qué es lo que ese día se me rompió. Y tal vez no lo sepa nunca, porque se quedó allí. En Srbenika.