Madras, 17 de junio de 2007
Se levantó a las cinco y cuarto, como todos los días. Un primer aseo, lento, concienzudo, no por necesario, sino para empezar a sacralizar el día. El conductor pone el coche en marcha al ver apagarse las luces del primer piso, y le transporta, en la vaguedad luminosa del orto tropical, hasta el Jardín del gran banano, como todos los días.
Jardín casi rectangular, de proporción aúrea, campus de estudios avanzados sobre religiones y filosofías orientales, lugar mágico en el que sus regidores le permiten caminar a diario. El coche le deja tras el portal de entrada, y empieza el ejercicio.
Los senderos del jardín, efectivamente, se bifurcan, pero la intuición y el aviso del alba le hacen avanzar en la dirección correcta, la que le es propia. A pesar de lo temprano, el calor aprieta y el sudor se hace pronto presente; un primer aviso de que no se trata de un paseo dominical por el parque María Luisa en aroma de azahar.
Hay que avanzar con rapidez, al fin y al cabo, es la única forma de hacer algo de ejercicio físico, aparte la aburrida bicicleta estática de su casa. Una ardilla trepa como un rayo por un tronco desnudo (ya empiezan los milagros), las primeras flores son blancas, con una corola amarilla, como un jaral florecido en miniatura.
El descampado de las palmeras, altas, viejas, altivas, buenas, rodeadas de cocos recién ofrecidos. Una mangosta se cruza en el camino, el sudor brota ya a borbotones (y de eso se trata), las piernas notan el esfuerzo y se dejan llevar por la simple voluntad de llegar allí.
Las flores se tornan rojas, la obra va dando un viraje, la última cuesta arriba, el camino se torna arenoso, el muro, la puertecilla, el otro umbral…..cien metros de arena y tierra, una alfombra de plantas trepadoras, vueltas aquí reptiles; después, la playa, simplemente, como las de allí, como las de todo el mundo.
Los barcos, lejanos, esperando entrar a puerto, la rompiente del noreste, las redes y las chozas de los que las reparan, las barcas de pesca, más a lo lejos, al sur. La brisa ni es suave ni es fresca, ni trae olor a salitre. La playa no está precisamente limpia, pero ellos están ahí, en todas partes, en su loto particular o como buenamente pueden, con sus mudras y sus gestos, inmóviles, respirando, en silencio. Aguardando el día, el nacimiento de la luz sobre el golfo de Bengala.
Porque el Sol que ahora recibo sí es el mismo, mi querida S, que el que tú ayer despediste en tu playa de El Rompido, al dejar que te envolviera la noche que yo acabo de despedir. Y el beso que me trae es el que tú me mandas, sin palabras y cargado de Amor, como el cielo que recibe al Sol, como las estrellas que se despiden en silencio.
Descubrí este jardín a poco de llegar a India, pero necesité varios meses para poder penetrarlo y obtener permiso para visitarlo a diario, de cinco y media a seis y media, de la mañana. Desde unos días antes de recibir tu carta ya venía a diario a caminar. En primer lugar, por el ejercicio físico. En segundo lugar, porque no es lo mismo caminar por mi barrio (y es de los mejores) que por aquí, donde solo hay árboles y edificios callados que son santuarios de estudio y meditación. Y en tercer lugar, porque el tipo de personas que vienen aquí, a caminar, estudiar, o vivir, es precisamente el tipo de gente que me gusta conocer.
La temprana caminata matutina tenía su sentido per se, por la hora, por el esfuerzo; por llevarles, cuando los otros combaten su pereza, un par de horas de delantera, por la orientación este/oeste del jardín y sus caminos…..pero le faltaba algo. Lo notaba desde el primer día, al caminar, que algo se me escapaba, que aquello tenía otra cosecha, más profunda. Y empecé a buscar, en lo simbólico, qué podía ser aquello.
¿Acaso estaba el secreto en el camino de vuelta? El mismo camino que me lleva al Oro, recorrido luego al revés, más cansado –aunque reconfortado-, de vuelta al trabajo profano. Llevar a Poniente el fuego recibido en Levante. Sí, claro, pero no. No era tan sencillo. A mi me faltaba algo, allí. Personalmente a mi. Algo mío. Y no sabía qué.
Y en esto recibí tu carta, en el correo de media mañana. Desde luego que el deseo me envolvió, todo pasó a segundo plano en ese instante. Pero tu recuerdo y la promesa de su contenido me ayudaron a seguir con lo que era mi deber, en ese lugar y momento; y a guardar celosamente tu carta para saborearla en su lugar y su momento adecuados.
Y así, cumplidas todas las obligaciones del día, para con todos, envuelto ya por el dulce silencio estrellado que me anticipabas, te leí. Como en anteriores ocasiones disfruté, me regocijé, pensé, intuí, sentí, lloré. Pero esta vez había algo más.
Ahora sentía que estaba en un camino de vuelta. Leyendo me daba cuenta de que lo mismo que yo “tengo” cuando recibo tus cartas, lo “tienes” tú cuando recibes las mías. Y eso me producía un éxtasis indefinible, la conciencia de haber sido capaz de transmitir un fuego de levante a poniente, la conciencia de haber sido capaz de recibir un fuego de poniente a levante, la conciencia de que levante y poniente son términos relativos, la conciencia de que el fuego, recibido y transmitid0, es el mismo fuego. El fuego del amor. El Amor.
Con esta conciencia dejé que me llegara el sueño, y no sé dónde me llevó esa noche. Pero la caminata del día siguiente ya no fue la misma. Ahora había comprendido, y mucho más, había encontrado lo que me faltaba por las mañanas. Sabía que el fuego no era suficiente, pero sabía que el Amor era suficiente. Y había aprendido (tarea del adepto) a recibirlo y a transmitirlo, a ser su vehículo, flexible, amoldable. Cuatro meses y pico en Madras para esto. Perfecto. Ahora a por la segunda etapa. Empiezo a saber (sólo a “saber”) para qué estoy aquí.
Ya no me asusta como lo hacía al principio de nuestro epistolario, ¿te acuerdas? Las raíces van prendiendo en lo desconocido, la materia se va redestilando, la perspectiva cambia, el corazón se olvida de sí mismo, lo importante pierde su importancia, y, sin importancia, ¿qué es el ego? Como exclamaba Nietzsche, mi viejo amigo: ¿era esto la vida? Bien, ¡otra vez!
Me dices que no hemos hablado de los contrastes de India. Cierto, ni de las paradojas que se alojan en ellos. País puro contraste, ni siquiera es un país, es un proyecto de país. Desde los fríos de la Himalaya hasta el calor tropical de Madras, un país marcado por una religión común al 82% de sus mil millones de habitantes. La primera religión que habló del amor como algo esencial en la vida y para la vida. Pero la religión que condena a la quinta parte de sus miembros a la miseria más absoluta, sin más esperanza que la de renacer en una casta superior.
No puedo identificarme con ello, desde luego. No sólo por natural aversión a la pobreza tolerada, sino por la premisa de igualdad que rige mi forma de vida. Pero también esta religión tan antigua, autora de los textos más viejos de la humanidad, tiene sus humanas miserias, en la forma de clases sacerdotales que con tal de ser perennes son capaces de todo, hasta de institucionalizar la pobreza. O de mantenerla institucionalizada, pues el origen de ello debe estar miles de años atrás, cuando brahmines y kaisrayas se reparten el poder, y se atienen a las leyendas védicas para inventar a los intocables. (Esto es mi teoría).
Con los años los brahmines han perdido poder social (pero siguen siendo iniciados, como los kaisrayas), se han visto relegados, en la moderna India, a astrólogos (de increíble influencia en todos los estratos de la sociedad) y cuidadores de templos. Pero el sistema sigue vivo, los templos llenos (mejor es decir: los corazones llenos de templo), y el amor incondicional presente en la vida diaria de ese 82% de la población, ovejas negras aparte.
Al lado de mi casa, en lujoso barrio del sur, están construyendo otra, y el solar cobija, como todas las obras en India, a los obreros y a sus familias que viven ahí mientras dura la construcción. Cada vez que salgo del supermercado (pan integral, fresas, queso, soda para el escocés) me encuentro al mismo intocable que extiende sus manos pidiendo las monedas del cambio. Las recibe en silencio, y se lleva las manos al corazón, murmurando algo. Tiene la piel enferma, es mayor (no viejo, aquí no hay viejos, y menos entre los pobres), usa barba y.....huele bien. Esto es un puro, profundo, perpetuo contraste. Todos los días me asombro una docena de veces.
Pero lo que más me ha interesado de tu carta ha sido el discurso tan rico que haces de la película de la vida. Dando vueltas a la metáfora, diría que es en nuestra memoria, hecha de eventos pensamiento/lenguaje, donde está nuestra particular filmoteca y donde, en la vida diaria de la mayoría, regida por el inconsciente, se recogen fragmentos de películas que son proyectados bajo las consignas de los impulsos externos, y que repiten, una y otra vez, el mismo guión.
Por eso somos tan buenos actores de nosotros mismos. Todo está ahí, en ese grandioso y preparadísimo estudio cinematográfico que es nuestro cerebro. Tenemos todo lo necesario para, cada día, realizar un episodio nuevo de la aparentemente tan interesante serie “La importante vida de mí mismo”. Pero si analizamos con una mirada profunda, vemos que la serie es más bien pobre, el argumento superficial, los personajes mediocres, el guión repite situaciones pues no es capaz de crear nada nuevo.
Y a lo más a lo que llegamos, atanor y alambique listos, es a reinventar el personaje y a depurar los guiones. Pero no nos engañemos, si nos quedamos ahí, todo sigue siendo una película. Es preciso, como tú apuntas, señalar al director, poner en evidencia que todo es un fraude, que la verdadera vida está en otro nivel, que quizá sea el del director, o quizá sea otro, aún desconocido, aún sin intuir.
Ahí es nada, se trata de darse cuenta. Y no sólo de eso. Después hay que atreverse, lo que no es poco difícil, pero es otra historia. Lo que aquí quiero resaltar es que para lo primero, para darse cuenta, para eso esta tierra es única, precisamente por sus paradojas. Es como ver una película de Bresson o de Buñuel, de pronto las piezas no encajan y hay que buscar la respuesta en otra parte, fuera del celuloide, pero no hay referencias fuera y sólo podemos mirar dentro de nosotros mismos (precisamente donde se proyecta la película, donde está todo el laboratorio de cine). Y vemos, por un instante, el celuloide, el proyector, la luz.
Los que hemos trabajado en el teatro lo podemos entender así: después de la representación o del ensayo, nos quitamos su ropa y nos olvidamos del personaje hasta el día siguiente. Pero con el ego no lo hacemos igual: seguimos ensayando a todas horas, hasta el hastío. Maya, la terrible (pero inofensiva) Maya, vigila el teatro y mantiene cerrada la puerta del vestuario, en el que deberíamos dejar, por un rato, las ropas del personaje. Así seguimos siempre con la máscara.
Y para darse cuenta no basta con avivar el fuego. No hay fuego (plenitud) sin vacío ni vacío sin plenitud, pero el fuego en el vacío no calienta nada más que a sí mismo, como sabe todo el que ha buceado con antorchas. En el abismo submarino, cuando no se ve nada y la luz no ilumina nada…..hay que iluminarse a uno mismo, en silencio, respirando. Solo del silencio puede brotar el darse cuenta.
Y ese darse cuenta es el que me brindan a diario las magníficas paradojas de India. Así como en el Zen el satori es disparado por un hecho eventual, trivial, mundano; así, a mi mucho más modesto nivel, los contrastes que me ofrece continuamente el país me provocan un caer en la cuenta de que hay algo más allá de la película (de conocer esto, no meramente de “saberlo”).
Y es duro porque, con cada darse cuenta hay una vieja estructura que se rompe y cae a tierra, muerta para siempre, a menos que me ponga otra vez la ropa del personaje y lo resucite, de sus propias cenizas. Encontrar la vía del medio en esta paradoja es el gran desafío que ahora me plantea India.
Y así tiene que ser. Lejos, que parezca que el Sol de la mañana es otro sol, aunque sabemos que es el mismo, en otro ciclo. Por eso ahora, en lo más íntimo, mi hilo de Ariadna en este laberinto (como todo templo hindú) es el lazo profundo, puro Amor, con mi amiga, única, tú misma, mi querida S, que desde su playa despide al Sol que yo recibo en la mañana del golfo de Bengala.