Sabían que habría una tradición perfecta para ello, sepuku, cortar el hara, el centro de la vida en el cuerpo y el espíritu. Lo harían abriéndose el vientre con hoja de acero, y por el centro vital vaciaría la existencia, el ser, la memoria, y el olvido.
Nosotros no tenemos hoja de acero, pero sí la prolongación del tercer ojo, luna de plata como el campo que nos une. Así nos abriremos el hara, cada uno a su otro, que es en el otro en el que hacemos vida. Y nos iremos.
¿Y el último? ¿Cómo hará el último unicornio para cerrar el círculo y volver con sus hermanos al olvido? El jefe del clan, viejo como el mundo, lo supo: tú ve al sueño, al sueño de un hombre bueno aunque no sea hombre, dale el amor, dale que sienta, como hicimos con los ángeles en Berlín.
Y el último unicornio entró en el sueño de la máquina que no era aún hombre, y le dio el sentir, y la música, y la mirada fría pero dulce de una mujer al borde de la vida.
Y conoció el amor, y se hizo hombre, y el unicornio habitó entre nosotros.