Schliemann
se quitó la gafas y se enjugó el sudor de la frente: no podía creer lo que
estaba viendo y leyendo, y estaba firmado por el mismísimo Ulises. Decía así el
manuscrito:
Yo, Ulises de
Ítaca, hijo de Laertes y de Antíclea, él nunca dejó de creer en mi regreso,
ella murió de pena por no verlo realizado; yo, Ulises, esposo de la divina
Penélope, que siempre aguardó vigilante el horizonte; siendo ya todos ellos
huéspedes del que aguarda en la ribera del Leteo, y habiendo yo mismo guardado
demasiado tiempo la moneda de Caronte, decido dar testimonio de lo que ocurrió
en aquel tiempo lejano en que nos tocó la suerte de cambiar el destino del
mundo.
No fue como lo
relató Homero. Nada es como lo relatan los poetas, mentirosos como Pessoa.
Helena fue mía antes de serlo de Paris. Fue mía en mi lecho y en el suyo, y fue
para olvidarme y lavar su pureza infamada por mi nombre que huyó a Troya. Fue
por mí que Eris labró la manzana de oro, pues antes que a Helena amé a la diosa
de la discordia, que a cambio me dio el don de la astucia.
Así no pude
negarme a acompañar a Agamenón al sitio de Troya. Más que una cuestión de
solidaridad helénica era para mí la ocasión de saldar una vieja cuenta, de
reparar un agravio de mujer, de volver a ver a la más hermosa de todas ellas.
Lo demás es todo
historia, excepto que tampoco se cuenta que, cuando hallé a Helena en la ciudad
ardida, antes de que llegara Menelao al túmulo de Paris, nos amamos una vez
más, por última vez, yo lo sabía, ella no. Si después fue de Menelao, lo hubo
sido antes de mis besos y mis brazos.
Hoy me remuerde la
conciencia. A mí, el hombre astuto, el que jamás dudó ni ante el peligro ni
ante la fortuna. No por la vileza del
caballo de madera, ni por los centinelas asesinados en su sueño, ni por las llamas
y las ruinas, ni por el saco de la ciudad vencida a traición, ni por las
mujeres y los niños secuestrados para siempre.
No, me remuerde la
conciencia por consentir el retorno de Helena al lecho de Menelao, ruin, basto,
rudo, espartano. Helena habría sido feliz a mi lado. Pero yo habría de haber
sacrificado mi vida de héroe y de rey
para permanecer fiel al suyo. Y cercano el solsticio de aquel año retorné a
Penélope, azules sus ojos.
He consultado el
oráculo, y parto de nuevo hacia Troya, a las ruinas de Troya, para dinamitarlas
de parte a parte y que no quede ni rastro de su existencia, ni de la mía, ni de
la de Helena, ni de nuestro amor imposible pero realizado tantas veces a la luz
de la luna.
El oráculo me ha
dicho que, hecho esto, Troya permanecerá oculta 3.000 años y más. Non nobis.
Schliemann,
tres mil años después, arrugó el manuscrito de Ulises y lo echó al fuego.
Después, emergió de la sima para anunciar al mundo su hallazgo.