martes, 7 de diciembre de 2010

LISBOA

Lisboa es un misterio vivo, pues que todos sus barrios son un verdadero laberinto. Nadie sabe dónde empiezan o terminan, si de abajo a arriba o de arriba a abajo, el Chiado o la Alfama. El rectangular Rossío acaba siendo recorrido en espirales o en curvas semejantes, y siempre tenemos la impresión de estar buscando un centro. No son laberintos a la manera del cretense, con su monstruo y su tesoro. Son laberintos de catedral gótica, de los que han sobrevivido pocos, Chartres, por ejemplo, fotografiado, creo, en otra entrada de ésto. Laberintos hechos para recorrerlos íntegros alrededor del centro geométrico, pero sin llegar nunca a él. Nunca del todo.

En el hermetismo el laberinto es la serpiente. Entrelazada en el caduceo, o en el árbol de la vida, o mordiendo su propia cola. Todo ello tiene su sentido teórico y práctico, no solo aplicable a los seres individuales, sino también a los colectivos, como una ciudad o un país, como Lisboa o Portugal. ¿Acaso su historia no está jalonada de arrojos que irradian en espiral a todo el mundo?

He venido a Lisboa más veces que a París, Londres y Roma juntas, o sea, muchas. Ni que decir tiene que siempre hay algo aquí que me conmueve, me sorprende, me afecta en lo personal, me llena de felicidad, en fin, si no fuera así no volvería siempre que puedo. En una de estas visitas, sobre el 90 o 91 (recuerdo que vivía entonces en Asturias y que mi padre no faltaba), me planté en la iglesia de los Jerónimos, haciendo un esfuerzo metaespiritual, convencido por un colega lisboeta. El lugar, un tanto jocosamente, me gustó, y desde entonces no he dejado de darme una vuelta por Belém cada vez que vengo.

En esta ocasión también lo hice y, mientras deambulaba en torno al coro, me hallé inesperadamente ante el laberinto hecho piedra, serpiente tallada en una de las dos grandes columnas. Corrí (literalmente) hacia la otra y allí estaba otra vez la serpiente. Dos serpientes, arriba, discretamente protegiendo a Camoes y a Vasco de Gama, en el lugar del que partían, hace seiscientos años, las expediciones a Oriente, a Goa, a Kerala, a lo que luego fue mi Madras, a las Indias todas. Y también el lugar al que retornaban dichas expediciones, con sus riquezas materiales, y con sus riquezas espirituales, que precisamente el hermetismo se cuidó de proteger y perdurar.

El laberinto me había entregado, suavemente, su enigma. Sin necesidad de monstruo, ni espada, ni tesoro resplandeciente. Recordé mi equipaje, y que allí estaba, siguiendo el consejo que me fue otorgado justo antes de partir, el ovillado hilo de Ariadna. Podía volver a casa, ahora entendía el sentido de esta vuelta.

SANTIAGO A SINTRA

Viaje largo, pero con buen tiempo y autopista. Con los habituales errores de la señalización local llegamos sin más novedad hacia la siete de la tarde hora local.

La ciudad es tal como la habíamos imaginado, y lo avanzado del día y el cansancio acumulado nos aconsejan economizar fuerzas y eludir las interminables cuestas que rodean el centro. Como tampoco hay ganas de coger el coche optamos por el aperitivo y la cena, que, pasado el desmadre gallego, fue de nuevo frugal: sopa rica de pescado y bacalao macerado en vino de Oporto, con la garrafa de blanco de la casa y crepés de azúcar y canela. Café, sin.

Sin embargo la proximidad del Sur me hace recordar vivamente muchas cosas y, sobre todo, muchas personas que quedaron difusas cuando subí Despeñaperros. Mientras siga allá, en el profundo Sur, forman parte importantísima de mi vida, pues la conforman, y con tanto poder como las cosas nuevas que he encontrado y, algunas, comprendido. Ello hace aflorar una vieja inquietud, la del contraste de lo viejo con lo nuevo, la de aferramiento a lo que siempre estuvo ahí pues la única forma de zafarse es destruirlo, y eso no lo queremos, a veces.

Pero quedan dos días, que quizá me hagan menos ignorante, y algo de luz me sea dado vislumbrar.