lunes, 4 de mayo de 2009

EL BLUES DE LA ESTACIÓN


Amanece, justo amanece cuando el tren va entrando en los larguísimos túneles-caverna de la estación de Sevilla. A medio camino desde mi cercano apeadero, sentado y mirando a mediodía, había localizado al avión de la mañana que sobrevoló la vía justo cuando pasábamos por su vertical. Con el buen humor, que ese juntarnos en tres de las cuatro dimensiones me había brindado, saltaba al andén camino de la oficina, esa otra caverna en la que estaría encerrado hasta la tarde, propiciando que otros siguieran siendo ricos, procurando que no fuera a costa de la sed de los que no lloran.
Los rótulos indicadores de los trenes, llegadas y salidas, lucían con furia su orgullo matutino; al compás de una megafonía loca como el mundo que procuraba guiarnos como hormigas a nuestro triste destino. El vestíbulo, inmenso, altísimo, de la estación terminaba con todo resto de resistencia, haciéndonos sentir pequeños, miserables. Algún dios despertaba de su sueño, éramos su duermevela pugnando por traspasar la realidad.
De golpe estaba en Madras Central, en las interminables colas que a diez metros de las taquillas se convertían en una papilla de indios, buscando yo un billete para Gangotri, donde Siva me llamaba desde las últimas lluvias. Todo lo que en Sevilla santa Justa era orden aquí era como el universo al segundo del big bang; lo que allí era luz e información, aquí era ruido y trenes cancelados; lo que allí columnas de hormigas rumbo a explotaciones de lujo, aquí eran montones humanos de pie, montones humanos sentados, montones humanos tumbados, unos enteros, otros sin piernas, otros sin brazos, y el olor, el olor por todas partes…..
Cuando todo fue inaguantable salí casi corriendo y mandé al coche a la estación de autobuses. Más colas, más papillas, más ruido, más montones y montones y montones, y el olor, siempre, siempre. Pero conseguí un billete para el bus de medianoche.
Subí rogando en voz alta que el equipo de video no funcionara, al menos el sonido, y un dios escuchó mi ruego y lo averió a las tres o cuatro horas de viaje (a las nueve de la mañana hicimos una parada de hora y media para que repararan el equipo, con el entusiasmo de todo el pasaje, que contribuyó económicamente).
Amanecía cuando el conductor anunció la siguiente parada: ¡Kurukshetra! El punto desde el que Brahma creó el universo, el lugar del mito de Siva y Sati; pero, sobre todo, sobre todo, es el campo de los Kurus, donde Arjuna no entendió la vida e hizo a Krisna, su chófer, la pregunta cuyas respuestas están en la Bagwad Gita, el gran (entre muchísimos) regalo de India a Occidente.
Los pasajeros estaban alteradísimos y el autobús paró allí, en pleno campo, en mitad de ninguna parte pues el sol se elevaba tras la ciudad que así se mantenía al margen. Los indios rezaban pero yo estaba saliendo de Sevilla santa Justa al aire fresco de la mañana y me detuve para recordar aquel campo en India en el que no había papillas, ni montones, ni ruidos, ni olores; el campo en el que Arjuna contempló dos ejércitos enormes preparados para una batalla que nunca tuvo lugar porque se dio cuenta a tiempo de que el auténtico enemigo estaba en su propio interior.
Nosotros también, y por ello seguiremos aquí, en este lugar geométrico, a disposición de los Hermanos, y no nos rendiremos nunca, deje lo que deje esta primavera.