Madras, 22 de noviembre de 2008
Poco antes del orto, hace un rato apenas, me sacó del sueño sabático la tormenta, tropical, que esta vez decidió pasar justo encima de mi casa, y así obsequiarme con todo su repertorio de truenos y de relámpagos.
Todos los fantasmas de las lluvias de mi vida se me iban echando encima, mientras yo me resistía a levantarme y acercarme a mi terraza para ver el espectáculo. Disfrutaba, me sentía atraído por esa dualidad que estaba siendo inventada con la hipótesis de la lluvia, esa dualidad entre el yo que se levantaba y el que no lo hacía, entre el yo fascinado por la naturaleza derrochando energía y el yo fascinado por la lucha interior, entre el yo que quería y necesitaba verlo para sentirlo, y el yo que sabía que la lluvia estaba dentro y que no había que levantarse para ver nada.
Creo que inconscientemente contaba los segundos entre luz y trueno, para calcular la distancia de la tormenta, y que, cuando comprobé que estaba justo encima, Goldmund venció a Narciso y me fui a la terraza. Allí, temeroso de dejarme empapar por tanta agua que con tanta energía caía de lo Alto, pensé (ingenuamente): menos mal que esto no me ha tocado en mitad del campo; mientras me asaltaban infantiles recuerdos de personajes sorprendidos por tormentas en mitad del campo y finalmente fulminados por un rayo. Me imaginaba habiendo de despojarme de todo objeto metálico y de tenderme tal cual sobre la hierba a esperar a que la lluvia pasase. Y mientras tanto, rayos y centellas justo encima de mi, como ahora lo estaban, aunque nos separaba el porche protector, y entonces comprendí que la diferencia entra ambas situaciones, la real y la imaginada, era que en aquélla no me había despojado de los metales, como sí que había tenido que hacer en ésta.
Y esta dualidad, real e íntima como mi vida que era, nada tenía que ver con la otra, tan artificial, que se había creado a sí misma instantes antes de levantarme de la cama. Eso era lo que estaba arrastrando esta tormenta y por un segundo volví a sentir esa magia, treinta y cinco años después, que me transmitió mi más querido fantasma de la lluvia, en la vieja biblioteca municipal de Sevilla, Maximiliano, hermano de Zenón, protagonista de aquel hermoso libro de la Yourcenar, mientras miraba caer la lluvia en Innsbruck y presagiaba la batalla dialéctica entre ambos, culminando prácticamente el discurso de las armas y de las letras del Quijote. La palabra, siempre la palabra, agua bendita.
Ni dos semanas hace que retorné de mi último viaje, tan casual aparentemente, como todo lo que aquí me sucede, tal vez porque empiezo a hacerlo. Un jefe de Madrid tenía que dar una conferencia en Delhi y no podía venir, así que me endosaron el asunto, que incluía tres dias completos en la ciudad, más la cercanía de un largo fin de semana, lo que permitía fabricarse un “puente” y conocer algo verdaderamente nuevo.
Pero yo no sabía dónde ir. No es que no hubiera lugares a priori interesantes, es que no quería dejarme llevar por la marea turística y acabar arrepintiéndome; por otro lado, en India, preparar un viaje “por tu cuenta” requiere una antelación de la que no disponía. La única alternativa parecía ser el “triángulo Delhi-Agra-Jaipur”, aunque fuera “por mi cuenta”, o sea con mi coche y mis reservas hoteleras personales. No me gustaba.
Esa noche el Maestro, con el que consulté mis dudas, me dijo: ¿recuerdas el primer libro que leíste cuando llegaste? El que habla de las fuentes del Ganges, sí. Vas a estar muy cerca, ¿por qué no aprovechas? Me dio instrucciones sobre donde ir en Gangotri, y, terminando, me entregó un cuenco de corcho: pregunta por mi hermano, me dijo, todo el mundo le conoce allí como “el hombre que habla con el agua”. Llévale mi cuenco, él sabrá qué hacer con él.
Desconcertado como tantas otras veces, arrepentido de haberle consultado mis dudas, en el coche, de vuelta a casa, me daba cuenta de que me había metido en un lío. Tenía tres días en Delhi para dar una conferencia de media hora, o sea, tenía tiempo de sobra para planear un viaje hasta Gangotri, ida y vuelta. Desde luego no iría hasta el glaciar en el que, se supone, nace el Ganga, primero porque está a veintitantos kilómetros por la montaña, segundo, que en el norte era invierno, con frío y nieve. Al glaciar se peregrina en junio, recordaba yo, con las primeras lluvias. Y los peregrinos llevan un cuenco que llenan con agua nueva para llevar a su lugar de origen, y en el camino de vuelta el agua no toca la tierra, ni siquiera de noche. Cómo hacen esto es uno de los temas del libro, pero ni yo era un sadhu indio, ni estábamos en verano. Y si no iba al glaciar, ¿a qué iba a Gangotri? En el momento en que me hice la pregunta (la angustiosa pregunta) comprendí que, a pesar de todo, iba a ir allí.
Y en efecto, pasé el tiempo en Delhi planeando el viaje, en autobús, hasta Gangotri, lo que no me habría hecho mucha gracia si no hubiera estado tan decidido. A las incomodidades propias de las malas carreteras y las curvas, se unía el inevitable video non-stop de los autobuses indios de largo recorrido, con su incesante proyección de películas locales más malas que “Karate a muerte en Torremolinos”. Me pondría el mp3 a todo volumen, a ver quien ganaba.
Al cerrar el vuelo de vuelta Delhi-Chennai la empleada me explicó amablemente que había una oferta y que me costaría la mitad si volvía pasando por Benarés, quedándome allí un día y una noche, nada más. Como tenía tiempo no lo pensé dos veces y le dije que sí. El baile de Shiva había empezado, aunque yo todavía no lo sabía.
En Gangotri los monjes de la orden del Maestro me recibieron muy bien, más cuando les dije que iba en busca del hombre que hablaba con la lluvia. Me ofrecieron una habitación mucho más cómoda de lo que había esperado. Estaba limpia, limpísima (al día siguiente comprobé que esta limpieza era responsabilidad del habitante), no hacía frío, tenía agua para lavarse y un excusado discreto y sereno. Me alegré de quedarme tres días.
Al día siguiente, repleto de “fervor místico” y con mi cuenco en la mano, me encaminé a la búsqueda del hombre que hablaba con el agua. Los monjes, amabilísimos de nuevo, me habían indicado por donde solía encontrarse, así como donde hallar un guía para no perderme por los montes. Ya había estado en Nepal, muy lejos de allí, pero con una Naturaleza hermana de aquella, así que opté por contratar al guía. Me aseguraron en la agencia que hablaba buen inglés, y como él mismo estaba delante y no dijo esta boca es mía me di cuenta de que no debía tener ni idea, pero no importaba, de lo que se trataba era de que nos sacara del monte en caso de peligro.
Llevé al guía al ashram para que le explicaran donde quería yo ir. Todo eran risas y sonrisas, todo empezaba a recordarme cada vez más al Nepal, donde la broma cósmica había terminado cebándose conmigo. Bueno, no importaba, en el peor de los casos pasaría tres días felices comiendo sólo arroz.
Tras tres agotadoras horas de camino por el monte encontramos al hermano del Maestro. Tenía su vivienda mitad choza, mitad cueva, como corresponde a un sadhu dispuesto a pasar allí el invierno. No sé si hablaba inglés, pues no dijo una palabra. Cuando vio mi cuenco me hizo sentar y llenó de agua otro que él tenía, muy parecido al mío. Me dijo que bebiera, y el agua me supo como la vida misma. Lo llenó otra vez y lo colocó en el suelo, entre ambos, que estábamos sentados sobre unas esteras vegetales hiladas por él mismo. Me dijo que mirara, y él también miró.
Largo rato estuvimos mirando, no sé qué vio él, si algo vio, pero a mí el agua sagrada me daba la impresión de estar disolviendo mis metales, y recalco lo de “mis” porque lo que sentía era que, un poquito, dejaba de ser “yo” al perder esa metalidad. Y también sentía que, un poquito, seguía siendo yo, pues no había perdido nada, la metalidad sólo había cambiado de estado al disolverse, y estaba presta a recomponerse como yo quisiera y supiera.
El sadhu tomó el cuenco y se bebió el agua, levantándose después a llenarlo para mi. También me levanté, y me pareció que era el momento de marcharme. Le regalé un librillo de papel de fumar, que me agradeció como si fuera de oro, y, tras despedirnos, guía y yo atacamos el camino de vuelta. A mitad del mismo paramos, el guía sacó su arroz, y cuando iba a hacer lo propio con el mío me di cuenta de que llevaba el cuenco del Maestro en la mano. Así de estupefacto había hecho todo el camino, y así seguí hasta llegar al ashram.
Nada más llegar los monjes me preguntaron cómo me había ido. No sé si eran los mismos que me habían despedido por la mañana, pero, cuando les conté lo que había ocurrido, discutieron entre ellos y estuvieron de acuerdo: ese no es el hombre que habla con el agua, me dijeron, ese es el hombre que mira el agua. Mañana te enseñaremos el camino al hombre que habla con el agua. Estaba rendido y aun me quedaba la limpieza de la habitación, así que me disculpé y me retiré. Cai dormido en el acto y la limpieza quedó para la mañana siguiente. Al fin y al cabo la habitación repetía habitante.
El día siguiente resultó ser una variación sobre el tema del anterior. Monjes, guía (otro, tan bilingüe como el anterior), dura caminata por el monte, esta vez hacia el otro lado del pueblo (no conseguía orientarme en aquel lugar, por la altura de los montes y de los vapores permanentes monte arriba, debido a las humedades). El sadhu que me recibió podía ser un calco del anterior, como si estuviera avisado (pero me consta que no era así).
Me dio agua y me ofreció fumar. Después me llevó a una garganta abierta en la montaña, por la que discurría un arroyuelo, y donde el viento embestía con fuerza. Me dijo que escuchara y así lo hice, durante largo rato. El viento silbaba en cada recodo de la garganta, y su música, feroz, se superponía al sonido del agua que caía por gravedad. El conjunto era armónico, sin duda, pero grave, lleno de energía, a punto de desbordarse, pero siempre sólo a punto. No reventaba, no dejaba de ser música. ¡Pero qué música!
Al cabo nos despedimos, y a mitad del camino de vuelta paramos de nuevo para comer el arroz. Esta vez ni había sacado el cuenco del zurrón, ni me preocupaba. Escuchaba al viento sobre nosotros, acariciando a los árboles. Me sentía feliz.
Como era de esperar los monjes coincidieron, tras mi relato, que con quien yo había pasado el día no era el hombre que hablaba con el agua, era, naturalmente, el hombre que hablaba con el viento. Mas no debía preocuparme, mañana sería otro día y me indicarían el camino para encontrar a quien yo buscaba. Esta vez, más divertido yo también, compartí su arroz de la noche, tras lo que me retiré para volver a caer fulminado en el sueño sin sueño (que yo sepa).
Te prevengo, mi querida S, que estas formas y actitudes, todo este juego de preguntas y respuestas ambiguas, de dar rodeos, de regocijarse en la apariencia, es lo habitual en India. En la ciudad, y en el trabajo profano los temas son unos, y en ese pueblo, y en el ámbito sagrado, los temas eran otros. Pero las actitudes eran las mismas, y por ello no estaba yo en absoluto sorprendido y me dejaba, dócilmente, llevar. Shiva estaba despertando, y tenía que danzar, ahora me iba dando cuenta.
La tercera mañana los monjes ya no reían tanto, como si ya no hubiera que ensayar los papeles, como si supieran que yo ya tenía asumido mi rol, y que no iba a salirme de él. Todo se repitió y enfilamos una tercera vía, más frondosa que las anteriores, al término de la cual había un claro por el que pasaba, majestuoso y torrencial, el propio Ganga como recién brotado de la cabellera de Shiva.
El sadhu que me recibió era diferente de los otros, más arreglado, afeitado, limpio, transparente. Me llevó a la orilla y allí nos sentamos en silencio. El río sonaba, desde luego, pero aquí el agua tenía un movimiento palpable, rápido, que se podía seguir con la mirada, con la visión, con el sentir todo de un alma ya entregada. Recordé a Siddharta y a su río al final de la novela de HH. Este río me parecía el mismo, aunque más joven, más rápido, más fugaz, sin barcas para pasar al otro lado. Tal vez el sadhu no fuera tal sino monje budista, pensé, se lo preguntaré más tarde.
Al despedirnos creí que sería mejor no regalarle el librillo de fumar, me daba la impresión de que este monje no le daba a la ganga (marihuana suave) como sin duda sí lo hacían los otros dos (y casi todos los sadhi). Saqué del bolsillo una moneda de un euro y, para que no se ofendiera, hice ademán de metérmela en la boca. Para Caronte, le dije, y me miró como si me entendiera. Olvidé preguntarle si era sadhu o monje budista.
En el ashram, esta vez me sorprendieron al decirme que, efectivamente, se trataba de un monje budista pero que tampoco era el hombre que hablaba con el agua, sino el hombre que escuchaba hablar al agua. Sutil diferencia. ¿Qué me habrían dicho si no les hubiera contado nada? Mañana sería otro día. ¿Que me marchaba mañana? Bueno, tal vez el año que viene, entonces. Me sentí alegre y compartí su risa, el arroz, y la plegaria nocturna, tras la que tocaron las trompetas, creo que para mí.
Al día siguiente hice la vuelta a Delhi y a continuación marché a Benarés, Kashi, la ciudad más sagrada de entre los siete lugares más sagrados de India. Era muy temprano, y a estas alturas del viaje tenía claro que ahora era yo el que tenía que dar los pasos. Los pasos en las huellas, pensé, como la novela de Carpentier (creo). Me fui al templo más cercano (como referencia) y de ahí a un ghat de los más pequeños y menos “visitados” de la ciudad. El olor de una incineración al aire libre no es precisamente agradable, pero allí me quedé mientras el cuerpo aguantó, compartiéndolo con los aghori que celebraban sus rituales de muerte y encarnación y que me miraban como sin entender por qué estaba yo ahí en vez de en el río, con los turistas, fotografiando sin cesar las abluciones y las cremaciones en los ghats. Cuando por fin me acerqué al Ganga sentía una necesidad física, además de espiritual, de hacerlo. Me quitó, desde luego, el olor a muerte, que se fue río abajo, hacia el golfo de Bengala, hacia el mar.
Por la tarde fui a Sarnath, donde el Buda dio su primera conferencia hace 2.500 años. La paz y la tranquilidad terminaron de apoderarse de mi. Había hecho todo lo que podía y podía dejarme llevar, otra vez. Era muy agradable, y sabía que la vida no es sólo eso. Todo estaba bien.
A la vuelta en Madras pensé que al Maestro no le harían falta comentarios, como otras veces, pero me equivocaba. Tal vez yo hubiera comprendido de verdad algo, lo cierto es que no “vio” en mis ojos y tuvo que preguntármelo: ¿viste a mi hemano? Sí, le dije, pero no pude hablar con él, todo el tiempo estuvimos hablando con el agua. Nos despedimos, y me quedé con un deje amargo pues pensé que esta vez yo había podido con él, gracias a mi juego de palabras.
Al entrar en el coche reparé en su cuenco, que había olvidado devolver. Su cuenco vacío. Vacío me lo dio y vacío estaba, y claro estaba quien lo tenía que llenar y por qué me lo había dado. Una vez más, él había ganado la partida.
Y todo era verdad, ahora. Tres veces había hablado con el agua, junto a su propia fuente, antes de que se evaporara toda por la acción del fuego, sagrado, en Benarés. Había sido el agua, todo el tiempo, y desde el primer día en Chennai estuvo ante mis ojos. Y sólo ahora, al final del largo viaje a oriente había sido, creo, capaz de verlo.
Canción del Agua
Encendí el Fuego con toda mi razón,
Di espíritu al motor, para la vía,
En el Agua es donde está mi corazón.
Sentí a Occidente como una maldición
Mas levantarme pude, todavía,
Encendí el Fuego con toda mi razón.
A Oriente fui en busca de un nuevo sabor,
La fragancia que pudiera hacer mía,
En el Agua es donde está mi corazón.
A casa volver quise, nueva labor
Pues nada hallaba, Ello se escondía,
Encendí el Fuego con toda mi razón.
Con la cara al viento el aire me dio voz,
Dulce canción de nuevo al mediodía,
En el Agua es donde está mi corazón.
De nuevo al pozo, ese Hades del Amor,
Agua es vapor y el Aire melodía,
Encendí el Fuego con toda mi razón,
En el Agua es donde está mi corazón.