jueves, 22 de junio de 2006

SUEÑOS, PUERTAS, TRADICIONES


Para crear sus raíces tradicionales, el ancestral pensamiento humano se desarrolla en un régimen nocturno, en el que el papel primordial está en la energía, la fuerza vital que produce el movimiento o cambio de las cosas. Se basa en el conocimiento simbólico y en la indistinción entre el hombre y el cosmos. La sociedad carece de historia, no tanto por la falta de medios para ello, como por el tradicional enfoque de la vida a partir de los mitos primigenios, que determinan toda la estructura de la existencia individual y colectiva, y en la que su devenir se sustrae a un significado tanto espacial como temporal, ya que los actos importantes se realizan de manera ritual, en la que los símbolos adquieren vida propia y capacidad de interacción con los individuos, que repiten los actos míticos realizados in illo tempore, de manera que su influencia se deja sentir en todos los ámbitos vitales, y constituye la guía de evolución de las personas y de las sociedades. La repetición ritual, unida a la multiplicidad de ciclos naturales, que condicionaban absolutamente la existencia, generó una temporización de los actos vitales basada en el retorno de lo mismo, en forma de su recreación y proyección en las cuestiones vitales.

Pero ya en los albores de la civilización griega surge la polis como centro de la vida de los hombres, y con ello empieza una cierta independencia de los ciclos naturales, al tener lo urbano y aleatorio incidencia crucial y directa sobre la vida humana. El mito griego, su interpretación, que no su relato, va teniendo como referencia cada vez más el psiquismo, hasta llegar a una descripción tan certera como bella de los conflictos anímicos que, siempre los mismos, pugnan por el control del ser humano. Así lo ha entendido la psicología profunda que aún hoy sigue interpretando los contenidos míticos helenos y que los ha dividido acertadamente en tres grupos: el combate contra lo superfluo, el combate contra lo perverso y la creación cósmica.

En estos últimos se encuentra, latente o manifiesto, el principio de la unidad de lo espiritual tanto en el ser como en su manifestación. Y es de este conocimiento, más práctico que teórico, en tanto que desarrollado en el terreno de lo místico, directamente enraizado con lo simbólico, a partir del cual, a nuestro juicio, se origina la filosofía griega, que es tanto como decir la filosofía occidental toda.

Según nuestra interpretación la filosofía no es una reacción contra la tradición, consumada como tal mediante la represión y desligación total del mito. Filosofía y tradición no son dos sistemas antitéticos de totalización del saber, irreductibles entre sí, procediendo el primero de la deformación y desfiguración del segundo. Y ello es así pues, después de los primeros escarceos filosóficos de la escuela de Mileto, y dejando aparte a los pitagóricos, claramente vinculados a lo simbólico y con tan penetrante y larga influencia pragmática en los siglos siguientes, es con Parménides con el que la filosofía griega deviene una metafísica y una ontología, y ello debido a los enunciados de este filósofo sobre el concepto del ente, cuya principal característica es su inmovilidad, con lo que la física, ciencia del movimiento, queda excluida como disciplina filosófica; hasta el punto de que todo el desarrollo filosófico hasta Platón y su teoría de las ideas, es un continuo intento de reconciliar la unidad del ente, del ser, con el movimiento, con el cambio. Pero todo ello siempre dando por válida la inmovilidad del ente, la unidad del ser, y ello solo puede tener su origen en una experiencia pragmática que por aquel entonces aún sería inseparable del filosofar.

Y son precisamente los intentos de expresar esta unidad los que llevaron a diferenciar el origen del problema filosófico (el ser), de la herramienta usada para ello (la especulación filosófica), recayendo mayor énfasis, con el paso de los siglos, sobre lo segundo que sobre lo primero, acabando en una separación total entre filosofía y mística, con muchas excepciones, pero siempre separadas de lo que, hasta hace poco, era la corriente oficial única del pensar filosófico.

El antecedente más claro de esta corriente es Aristóteles, en el que el pensamiento es ya claramente diurno: el lenguaje es desvinculado de sus orígenes y se reduce a logos puro, mientras que el pensamiento simbólico, tachado de impuro, es reemplazado por el pensamiento directo y por la lógica binaria basada en el principio de no contradicción. Este olvido de lo simbólico, y de su función de imbricación de los opuestos, va a acarrear a Aristóteles y con él a toda la filosofía occidental, un dualismo mecánico, al eliminar al demiurgo, elemento mediador en la filosofía platónica entre el mundo de las ideas y el mundo material. La filosofía deja así de ser una vía simbólica en busca del ser y del sentido de la vida para convertirse en una abstracción científica del qué de las cosas, en la que el ser se reduce a una forma pura o motor inmóvil teóricos y nada claros desde el punto de vista práctico.

Sin embargo platonismo y aristotelismo conviven y se complementan mutuamente durante muchos siglos, culminando en el XII (e.v.), de singulares aportaciones muchas de ellas nacidas en la civilización tricultural entonces existente en la península ibérica. Pero en el siglo XIII el aristotelismo es adoptado como doctrina oficial de la escolástica, con lo que se consuma la escisión entre lo sagrado y lo profano, al sustituir la fe a lo simbólico y desligarse a su vez aquélla de la razón. Se rompe, y de manera definitiva, el cordón umbilical por el que la tradición nutría a la filosofía. La otra filosofía, la que continua apegada a la tradición, es expulsada de las instancias oficiales y se convierte por ello en filosofía oculta, continuando un curso subterráneo, al margen de la cultura oficial, y por ello, las más de las veces, ajena e indiferente a lo que ocurre en la superficie, el devenir humano.

La física de Aristóteles se impone como modelo oficial para el conocimiento de la naturaleza, y es precisamente aquí donde el impulso dado a la razón en el Renacimiento encuentra un campo apropiado para practicar su fascinación por el método geométrico, logrando la ciencia natural tales descubrimientos en el hasta ahora casi inexplorado mundo material que no duda en desprenderse de la escolástica en tanto que supone un freno para el avance científico. Aparece Descartes y su gigantesco esfuerzo de renovar la filosofía de acuerdo con las exigencias de la ciencia, dando origen a la filosofía occidental en sentido estricto (y simbólico, añadiremos nosotros). El resto de la historia de la filosofía, por reciente, es más conocida, pero, mientras que los físicos van a seguir encontrando partículas elementales cada vez más pequeñas, agujeros negros cada vez más lejanos, y velocidades de eventos cada vez más altas, porque existen en el cosmos y son observables; los metafísicos también seguirán encontrando cada vez más problemas ontológicos sobre los que publicar, porque existen en la mente y son especulables. De esta manera la distancia entre filosofía y ciencia de lo material se hace cada vez mayor, y con ello las posibilidades de la primera de influir en la vida humana, de marcar camino, como antaño fue.

Pero recientemente aparece la hermenéutica como disciplina filosófica que viene a rellenar este vacío mediante la recuperación de lo simbólico y de su papel mediador en la vida humana. Ya las propias disciplinas científicas, enfrentadas a principios de este siglo que se acaba con sucesivas crisis que derribaron su estructura clásica hasta los propios cimientos, con la dificultad consiguiente de levantar el nuevo edificio de una ciencia que crecía con rapidez sobre una cimentación endeble; han derivado, como respuesta a esta crisis, en una serie de tendencias vanguardistas que convergen en la recuperación del tradicional principio de similitud. Aliándose con estas vanguardias la hermenéutica abriga un ambicioso proyecto: elaborar una interpretación totalizadora e integradora de la realidad acorde con la imagen tradicional o hermética del hombre y del cosmos, en la que queden implicados los conocimientos más recientes alcanzados por la ciencia. Este pensamiento hermético se caracteriza por su visión imbricadora de los opuestos, mediante la que desaparece la separación dual entre hombre y cosmos, entre cuerpo y espíritu, entre lo sagrado y lo profano, conceptos todos ellos que son penetrados y vehiculados hacia la realidad por una similitud interna que los cohesiona y que no es otra que el ente de Parménides, o sea la unidad esencial del ser. Pero ahora esta unidad no es un a priori, sino la meta de un proceso constructivo, que se realiza por mediación de un principio energético o volitivo, así en el cosmos como en el hombre.

Esta vía iniciática que propone la hermenéutica tiene por lo anterior un carácter universal, pero también, y sobre todo, un carácter individual, pues cada uno debe vivirla por sí mismo de una forma única e irrepetible. Se trata de un modo escalonado de comprender la realidad, según se avanza en su investigación, que no es otra cosa que la interpretación del recuerdo platónico de las cosas, quedando esta comprensión, otorgada por la interpretación, íntimamente vinculada al modo de ser de cada uno, puesto que el sentido oculto, místico, es una realidad viva que afecta en cada momento al que la reencuentra. Comprender la realidad quiere así decir implicarla en nuestro modo de ser, mediante un proceso de apertura que, guiado por la exigencia superior de la plenitud del sentido, lo reconduce a su significado arquetípico, a su verdad espiritual, a su sentido místico o esotérico. A partir del momento privilegiado en que el hermeneuta comprende una cosa, el conocimiento que le queda de la misma no es ya una explicación externa del fenómeno investigado, sino algo que surge en su propia alma en el tiempo de la interpretación, con lo que él mismo es reconducido a su verdadero ser. De esta manera la tradición, que consiste precisamente en la transmisión del sentido, cumple su función en la medida en que es recreada por el hermeneuta, que comprendiéndola la cumplimenta en su propia alma. La tradición implica una perpetua recreación y un nuevo nacimiento, siendo en cada nueva interpretación donde la tradición se recrea a sí misma mediante la libre inspiración creadora del intérprete. Y la regeneración del sentido esotérico es, a su vez, la propia regeneración espiritual del hermeneuta, un nuevo nacimiento de su alma. El plomo negro, tumba de Osiris, se asocia al huevo, que es en to pan (uno el todo); en las esferas del fuego se fija a éste y atrae a sí un alma nueva. Y en esto, dicen los textos, consiste el gran misterio.