jueves, 8 de octubre de 2020

SUAVEMENTE EL OTOÑO...

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...Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría extraordinariamente, cual una aureola de mi juventud; los que se olvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio; los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas, para que ambulara, vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos sin dejar más que ruido y desolacíon. (Fragmento de la carta de Arturo Cova que da entrada a la novela La vorágine, de José Eustasio Rivera)


Apenas copié este texto se hizo de noche. Noche de otoño, noche cerrada, noche húmeda en Berlín. Pero otros fenómenos golpearon aún más duro, aquí y hoy:

Los empresarios emprendedores siguen engañando a los que trabajan para ellos y a los que explotan con ellos: y se muere un niño.

Los abogados pelean aparentemente en el tribunal, como gladiadores en el circo. Luego se sonríen y comparten un café (o whisky) en la barra americana: y se muere otro niño.

Los concejales se insultan en el pleno acaloradamente, escaparate ante la galería del pueblo otra vez engañado. Luego se juntan en el consejo de la SL y se reparten las dietas de asistencia. Y se mueren una docena de niños.

La gente oye que los humos de la fábrica son tóxicos y miran al otro lado: es que nos dan trabajo, dicen. Así el empresario emprendedor se ríe y sigue vendiendo su veneno de relojería al doble de lo que le cuesta. Y se mueren cien, mil, cien mil niños.

Lloramos por el virus, pedimos más dinero a Bruselas, cien, mil, cien mil millones, para que nos sigan explotando, para que el rico pueda seguir siendo rico. Porque el virus ya ha matado a más de un millón de personas en el mundo...

...pero este año van a morir más de tres millones de niños, sólo de hambre, en el mundo, igual que el pasado, que el otro y que el otro, y que el otro.

Las hojas secas se amontonan en el rastrillo,
como lo hacen los recuerdos y lamentos,
y el viento del norte los acarrea
al olvido de la noche fría. (Jacques Prévert: «Les feuilles mortes») 

 

sábado, 15 de febrero de 2020





                                   LA LUNA IMPOSIBLE



Me desperté a las cuatro completamente desvelado. Faltaban unas horas para el amanecer y estaba cansado del día anterior, no tanto porque los viajes cada vez me cuestan más, como por la añoranza del hogar, de su luz y su calor, la sonrisa que lo habita. En esta circunstancia, un desvelo nocturno en el oriente alemán era una promesa, no una amenaza.

Me levanté y decidí recurrir a la receta clásica para estos casos: un pitillo y un libro, cuanto más difícil mejor. Lo lié y elegí la Historia de la eternidad de Borges como postre. Salí a la terraza del hotel a ver cómo dormía el mundo.

No lo hacía. Lo primero que noté es que la luna no estaba donde debía. Esa mañana yo había estimado la orientación del hotel, la terraza daba al sur (bien, pensé, dará el sol cuando salga a fumar) y si estaba en lo cierto la luna que estaba viendo flotaba en el norte geográfico. Imposible.

Debe ser efecto de estar adormilado, sentí, pero quise dejarlo estar, no pensar, no romper esa magia que recién estaba naciendo. Así que sólo miré. Miré al sur, a lo que yo creía era el sur.

Había bruma, mucha bruma, pero no tanta como para impedir ver los montes en dos cadenas paralelas, e intuir sus bosques, sus caminos, sus casas de labranza. Con todo ello a oscuras, sólo la certidumbre del bosque estaba asegurada por la bruma, que traía humedad fresca y verde, y por sus contornos a la luz de la luna. 

Y estaban las estrellas, estaban el cisne y la serpiente, estaba Casiopea. Mañana lo comprobaré en un atlas del cielo, me dije, y miraré también donde debía estar la luna a estas horas en esta latitud. Y seguí aspirando bruma del bosque alemán.

Otros hombres del sur anduvieron por aquí hace más de dos mil años, y vieron este bosque, y respiraron esta bruma, y sintieron que los bárbaros estaban allí, observándoles, calculando riesgos, planeando la forma de aplastarles o de echarles de su tierra. Debieron quedar aterrados.

En cambio yo me sentía feliz. Una luna imposible me daba sombra, un bosque húmedo me envolvía, unas estrellas amigas me guiñaban. Yo sentía el vacío del infinito pero no me asustaba, también era amiga esa sensación, quietud, nostalgia. 

Entonces sentí tu voz tan dentro, al decirme: ¿nos vamos a la cama? Y fui.

domingo, 19 de enero de 2020




A mi tumba llevaré

no tu sonrisa dulce y luchadora,
las venas en tus manos y la curva de tu espalda,
que de nuevo siento como aquella vez primera.

Ni cuando, tu mano en la mía,
señalamos los mismos pinos y caminos,
que de nuevo recorro como aquella vez primera.

Ni aún cuando esas manos tuyas
dibujaban los planos de nuestra biblioteca
en la que de nuevo sueño, como aquella vez primera.

Ni siquiera cuando unimos nuestras almas
para denunciar y romper el poder y la injusticia,
lucha en que aún seguimos, como aquella vez primera.

No será eso, no. Será
el brillo de tus ojos cada noche
cuando les bajas a los gatos su comida.

lunes, 22 de abril de 2019


OTRA VEZ, SÍ.




“ y en cuanto pase la glorieta, la tercera a la derecha, y ahí es”, escuchó Ulises, y negó para sus adentros: No es ahí. Ya he pasado dos veces por allí, me llevó el GPS, no es ahí. “¡Gracias!” le dijo al peatón, y enfiló alejándose de la glorieta.
Paró en un descampado y sacó el mapa topográfico a escala 1:25.000 e impreso en papel de 90 gramos a cuatro tintas. Tomó también la brújula. Con ellos llegaría a cualquier parte.
Trazó con cuidado la geodésica sobre el mapa a partir de las coordenadas de su destino: el eje del mundo, llamado axis mundi en la cartografía renacentista. Calculó el rumbo con la brújula y la distancia a partir de la escala del mapa. No podía haber error ahora. Se puso en marcha, rumbo al sureste. Y llegó.
Aquí estaba. No era como lo había imaginado, no había eje, sólo un pozo sin fondo. “Otra vez no, por favor”, pensó Ulises, pero se contuvo antes de quejarse en voz alta. Otra vez. Otra vez, sí .
No importaba. Lo haría de nuevo. Sacó del maletero los guantes, las gafas, las botas, el arnés y las cuerdas. Afianzó los ganchos y aseguró el nudo corredizo. Se calzó y se puso los guantes y las gafas. No tenía casco, pero tendría más cuidado. Bajaría despacio.
Se empezó a descolgar pozo abajo, hacia el interior de la tierra. Sintió la humedad, y antes de perder de vista el cielo azul aspiró una honda bocanada de aire fresco. Aire de marzo.
Y bajó, otra vez, en su busca.

viernes, 14 de diciembre de 2018

así



tal cuchillo hendiendo la garganta.

así dolían las palabras
y duelen los recuerdos,
repetido, repetido
escabechina de navajas
en el vientre.

y dolió el olvido así,
en el alma,
el lamento por no ser:
capaz, las palabras evocaban;
vivieras

por fuera una falacia
urdida al sueño de mi hada,
si duele,

por dentro como el alma
perdida, en el espejo,
sin reflejo de alegría,
bien servida que
no es falta

rematar la vida
colmada
de tristeza y desamparo
en el regazo,
vacío, como la herida
más y más, escalpelada,
por el aroma de tu gozo,
y tu alegría

de eso otro,
que cantaba la mirada
callada y más allá,
mi futuro en tu pasado
sí duele hoy,
y sólo hoy,
pero lo que más,
tu semblante terrenal
de hembra satisfecha indiferente

martes, 5 de abril de 2016

LISBOA




En primavera en abril siempre me acuerdo de la primera vez que vi Lisboa. Había embarcado con el aita en el Covadonga, mercante de altura que hacía la ruta Bilbao-Santander-Vigo-Lisboa-Cádiz-Nueva York, ahí es nada.
En Bilbao acababa de conocer a la familia del aita, a mis primos, al tío Leopoldo, ingeniero industrial de Euskalduna y profesor de la academia militar del Ejército de Euskadi en el 37, a mi tía Pilarín, al padre Ubieta, primo de mi padre, desterrado con monseñor Añoveros años más tarde.
Nada más embarcar en el viejo puerto de Bilbao (el de María matrícula de, aun no estaba construido el superpuerto) dio la cara una pulmonía (neumonía sí, no un simple catarro) incubada en Castelldefels, donde había yo pasado el verano en el Deutsches Kinderheim. El médico de a bordo era tan bueno en lo suyo como el capitán del navío en los rumbos y derivas, y consiguió que no me muriera esta vez, ni hubiera que llamar a los guardacostas para la emergencia.
Pero me perdí el desembarco en Santander, ni me bajé de la cama, el aita sí, y me trajo dos bólidos de regalo (alguno queda, en la cesta de mimbre). Y me perdí el de Vigo, allí ya me podía levantar sin salir del camarote y tuve atisbos del puerto desde el ojo de buey, el puerto en el que repostaban de contrabando los U-Boot en los primeros 40. De su paseo por Vigo el aita me trajo los mejores bombones de mi vida.
Pero en Lisboa ya fue otra cosa: ¡pude saltar a cubierta!  Bueno, lo de saltar es un decir porque aun no podía con mi cuerpo, pero desde la amura de babor vi el puerto, y las luces, y el puente, el castillo, intuí el bullicio de las calles, la saudade, el fado, sentí  nostalgia por primera vez, y supe que allí siempre me sentiría en casa.
Así ha sido, cada vez que he ido a Lisboa, y han sido muchas. El aita trajo dos navajas de su paseo, una pequeñita para mi y otra más grande para él. La pequeña me acompañó al menos 40 años, hasta que se diluyó en la sombra, pero aun conservo la esperanza de que esté en una de mis cajas en la planta baja de la casa de Sarrión. He recortado más Montecristos con esa navajita que vocales escribió Dumas.
La navaja del aita era una multiuso, de puro acero portugués, nada que ver con las suizas o las de Solingen. Una navaja recia, sobria, de esas que nunca te traicionan. Una navaja para toda la vida, que, por azares del destino, ahora disfruto yo, y con ella corto los bocadillos que me almuerzo en la Ford de Almusafes, gracias al nuevo bombón de mi vida.
En Cádiz ya sí pude desembarcar para despedirme del Covadonga y de su tripulación. En el muelle estaba la amatxu, para mi sorpresa, y tras un breve paseo por La Caleta volvimos a embarcar, esta vez los tres, en el talgo que nos llevó a Sevilla.
Fantástica singladura la mía, con tormentas incluidas, y aun sin apenas bajarme de la litera con los pulmones derengados, tengo en el corazón las historias marineras que me contaba el aita para ayudarme a dormir, sobre todo la de la batalla del cabo Machichaco, contra el invencible Canarias.
En el talgo a Sevilla ama y aita hablaban de sus cosas y un niño de ocho o nueve años miraba pasar el mundo por la ventanilla del tren, paisaje mínimo comparado con el de la mar que acababa de vivir. Yo era, todavía, Juantxu, no sabía qué me esperaba a la vuelta de la esquina, pero ya no tosía y ¡había navegado con mi padre!