El aldabonazo lo irritó.
Siguió leyendo a la luz de la lumbre hasta que sonó el segundo, y éste lo
inquietó. Llevó los ojos al manuscrito, a sabiendas de que no podría
concentrarse y, como temía, hubo un tercer golpe. Entonces escuchó con mucha
atención pero con menos esperanza que la de Pandora al hacer el equipaje. No
hubo más.
Se levantó despacio y
marchó hacia la puerta. Al otro lado un hombre con gorro frigio le tendió la
mano. Él la estrechó y reconoció los signos. Le franqueó el paso sin mediar
palabra y el otro entró. Sólo tras cerrar la puerta y ofrecer asiento al
visitante se presentaron. El café y un poco de conversación trivial les
llevaron al motivo de la visita. Va a haber una iniciación, dijo el hombre con
el gorro frigio entre las manos. Queremos que sea en tu casa. Asintió en
silencio y condujo al hombre a los aposentos que desde hacía años tenía
asignados para esta ocasión. Después volvió a la biblioteca, desechó el volumen
en el que había trabajado y escogió La Ilíada. El gato lo miró y le hizo un
guiño.
Al día siguiente,
mientras trabajaba en el jardín, llegó el segundo hombre. Soy el Orador, dijo
como presentación, y fiscal soberano del cuarto grado del Magisterio. Le
condujo a los aposentos de la planta alta y después les mostró el templo a los
dos visitantes. Así se ocuparían ellos de los preparativos y le dejarían en
paz. Otros trabajos le reclamaban.
La noche era de luna
nueva en Aries, la luna de nisán, y en ella llegó el tercer hombre. Soy el Cubridor,
anunció, aunque a estas alturas él ya lo sabía. Ahora pasaba casi todo el
tiempo en la cocina. Entregado al más noble de los oficios de la construcción,
dar sin recibir. Los otros recogían el muérdago y destilaban el licopodio, las
vías que les habían sido trazadas.
A mediodía en punto del
otro día apareció el cuarto hombre, el Hermano Terrible. Lo llevó a la mejor de
las habitaciones y le facilitó el manuscrito con los viejos rituales. El
Experto se instaló en la biblioteca para estudiarlos desgranándolos hasta la
médula.
El quinto día llegó el
Hermano Hospitalario con el tronco de la Viuda. Se saludaron con afecto. Habían
pasado muchos años pero parecía que hubiera sido una semana antes que se
hubieran despedido. El Hospitalario le hizo compañía en la cocina, y no
corrigió ni uno solo de los pésimos cortes que daba a pepinos y zanahorias para
adornar las ensaladas.
El sábado llegó el sexto
hombre. Los otros cinco visitantes le saludaron con veneración y él sonrío al
ver a su viejo amigo velándose en la sombra. Maestro, dijo, con una ligera
inclinación de cabeza sin dejar de mirar sus ojos. Que la Luz sea contigo,
respondió el otro, y se dirigió al templo sin atender la escalera de subida a
los aposentos reservados.
El séptimo día
descansaron y después llegó la mujer. El Hermano Terrible la recibió y la condujo a la Cámara secreta. La
ceremonia duró tres horas y al terminar la nueva Hermana invocó al espíritu
ante su cadáver mientras los Hermanos Vigilantes le pedían que se levantara.
Pero se mantuvo firme y no cedió a la tentación.
Desde la primera capa de
nubes miró abajo y vio a la mujer rubia recogiendo la pirámide. Ella también
sonreía. Se habían emplazado doscientos mil años más tarde ante las
estalactitas del Monasterio de Piedra y ambos sabían que él estaría allí,
esperándola.
Ahora era su turno de
construir el camino.