Claro que era su matrimonio lo que no debería haber empezado. Al menos no con esa mujer. Al menos no la segunda vez. O la tercera. Ya nada estaba muy claro, ni siquiera si realmente la había querido, ni siquiera si acaso no podía ser cierto que no la hubiera dejado de amar en el lapso entre ambas bodas. O casi bodas. La primera con celebración religiosa en la iglesia, con él mismo, ateo radical, anticlerical convencido y practicante. Ella hubiera debido saber lo del ateísmo, pero no se fijaba por debajo de la superficie, nunca miraba debajo de la alfombra, si lo hubiera hecho habría visto la podredumbre en que había quedado convertida su vida y le habría abandonado a su suerte sin dudarlo. Pero lo dudó, y mucho. O más bien no lo aceptó, nunca lo aceptó, que pudiera haber una separación, una ruptura, que él pudiera irse o que ella tuviera que vivir sola.
La tercera vez, es decir la segunda con ella, desde luego había sido una huída hacia delante, empujado por la desesperación del fracaso de su relación con SK, See und Knoblauch, mar y ajo, la mujer rubia encontrada en un puerto del mar del Norte una tarde en la que el sol insistía en dejarse ver entre las nubes grises del otoño. En la época más baldía de su vida, animada sólo por el tercer hijo todavía demasiado chico para darse cuenta del desastre de padre que le había tocado, con los otros dos suficientemente mayores como para haberse olvidado de él. No había sido afortunado, desde luego, ni siquiera había sido acertado. Sólo un fuerte deseo insatisfecho por una relación fugaz en la que dejó pasar la ocasión, la ilusión, lo mejor de sí mismo que entonces todavía era capaz de sacar de sus entrañas casi cuando quisiera pero en esa ocasión abortado, muerto, perdido, el mayor de los ridículos, el hombre más aburrido del mundo. Ninguna mujer perdona ni olvida eso, y menos las que dicen que no lloran ni toleran el llanto. Pero el cabello y los labios plegándose como si dijeran un secreto (cuando hablaba de sus encantos y virtudes, la muy cabrona), la intuición de unos muslos perfectos, de unos senos pequeños, algo así como la amante del cantar de los cantares, como la llamó, desafortunadamente, en otra ocasión.
Se enamoró de ella como un adolescente cuando la vio encajarse la bata blanca tras el mostrador de radiología del trasatlántico en el que ambos trabajaban. Se quedó boquiabierto como el pasajero que orina en cubierta a barlovento, temblando y pensando en el bugre de cuatro kilos que había visto con CR en El Musel y cómo pararon, se miraron y sin decir una palabra dieron la vuelta, entraron en el chigre y lo pidieron de almuerzo. CR, carroñera, siempre alimentándose de lo que él iba dejando atrás, capaz de sacarle lo peor de sí mismo pero la mujer que más había amado en el mundo y la madre de sus tres hijos.
Y ahora no tenía mujer, ni destino, ni barco, y esperaba. La vida le había enseñado a no sentirse incómodo ni siquiera en situaciones, como la suya de ahora, que a otros habrían desesperado o al menos asustado. No tener barco era no tener trabajo y estar a la espera era jugar a cara y cruz. Pero esperaba. Era extraordinario cómo su contrato con la Bifas se iba aplazando, disolviendo. Las navieras noruegas eran sutiles en estos casos: como la antorcha de plasma, que debía transportar a Palos, no iba a estar terminada hasta dentro de un año, o le encontraban otro barco o le mantenían disponible hasta entonces. Sea lo que fuere, de momento no se haría cargo del transporte de la antorcha, y eso es lo que verdaderamente le fastidiaba. Había puesto grandes ilusiones en ese porte, único en el mundo, confirmación de un éxito profesional de cuya legitimidad realmente dudaba. Cierto que esto le traía al pairo, pero mandar un barco como el que habría de transportar la antorcha y conseguir que llegara a tiempo y sin daños era tarea suficientemente absorbente como para permitirle vivir unos años más. Como una prórroga, un regalo, un dar marcha atrás, de momento.
Él sabía bien que estaba en el límite. Que había sido siempre hombre de fronteras y que ya no había marcha atrás: o vivía en el límite o no había vida. El cerebro, la compleja red neuronal que había ocupado tantas horas de reflexión en alta mar, tantas notas, tantas vueltas en su mente, hasta convertirse en una pregunta perpetua. Esa mente iba a reventar en cuanto se quedara quieto, y ahora lo estaba. No aguantaría un año, no aguantaría la inactividad, o le asignaban un barco o se lo tendría que buscar él, pero en este caso no conseguiría un mando tan tentador como el de la antorcha y entonces también reventaría porque su motor estaba ahora tarado para ir a toda máquina y si ralentizaba se iría al garete, bielas y manivelas y hélices serían centrifugadas hasta el último confín del universo, si tal cosa podía aun existir para él.
No aguantaría mucho tiempo tantas horas diarias de oficina, por más que no dejaba de levantarse, de ir a por café, al lavabo, simplemente a dar una vuelta por el laberinto de pasillos y despachos para estirar las piernas y sobre todo para que ella, la mente fronteriza, no se volviera loca. Pero no duraría mucho. La situación que hubiera debido ser transitoria se alargaba más y más, dejándole sin barco y sin noticias, sin idea de lo que le esperaba, pero sin cejar en el empeño de oponerse al desánimo.
Consiguió útiles de escritura y acceso a la biblioteca, con lo que recargó baterías de buena manera. Aprovechó para anotar sus reflexiones sobre el tiempo, el espacio, el mundo, los hombres y los dioses, y en ordenarlas, pensando siempre en el libro que nunca terminaba de empezar o en cualquiera que pudiera leerlo en el futuro. Sabía de lo irrelevante de todo ello, pues no era presuntuoso, pero tenía una clara necesidad de hacerlo así y de todas formas le ayudaba a clarificar las ideas.
Y para completar esto también escribía sobre sí mismo, hizo una detallada recapitulación de su vida y la puso por escrito, empezando en lo que le estaba ocurriendo y remontándose hacia atrás, hasta los sucesos de la adolescencia y los que recordaba de la infancia, entre ellos el de aquella vez que dejó caer su boina desde el puente sobre el río y su asombro al ver que flotaba y se la llevaba la corriente sin desaparecer bajo el agua, como ocurría con las piedras. Probablemente fue ese el día en el que decidió ser marino.
La decisión más importante de su vida, tomada torpemente cuando era un niño, mantenida a ultranza en los años posteriores, y desembocada luego en una larga y fructífera carrera, hasta llegar al mando del buque insignia de la compañía; pero una carrera cuajada de tragedias personales que la convertían en la esencia de una vida rota, culminando el día en el que le llamaron de improviso a un despacho de la planta superior, la de los altos ejecutivos, donde le harían algunas preguntas para asignarle su próximo destino, le anunció la eficiente y pulcra secretaria de dirección que le atendió tras el aviso telefónico, a la par que le extendía una hoja de papel y le pedía que, mientras esperaba, rellenara el cuestionario. Lo que empezó a hacer para comprobar que no eran breves datos personales lo que en él se pedía, como había esperado, sino una exhaustiva descripción de su vida que más se parecía a un examen de conciencia que a otra cosa pues le requerían sobre todo anécdotas íntimas, pasadas y presentes, y pensó que precisamente su reciente experiencia con la recapitulación escrita le serviría y demasiado que le sirvió porque le llevó a dar excesivos detalles, muchos más de los requeridos, sobre su alma, seguramente, pensaba, más de lo que hubiera sido prudente decir.
Y se corroboró en este juicio cuando le retiraron el cuestionario y le citaron para dos días después, el día intermedio para que repusiera fuerzas, le dijo la secretaria del traje beige, y entonces se dio cuenta de que había pasado seis horas escribiendo, pero aún así le parecía fuera de lugar que la empresa se pudiera preocupar de que descansara, a menos que lo que le aguardase fuera una prueba especial que le fuera a demandar más energía que la alta mar.
Y en ello pensaba cuando pasado el plazo fue recibido por el alto ejecutivo en traje gris marengo que le hizo sentar en un cómodo sillón para inmediatamente bombardearle con preguntas basadas en su examen de conciencia que sin duda había leído y conocía bien, incluso parecía conocer detalles que no había puesto por escrito, ni en el examen ni en su recapitulación, incluso, constató sorprendido, parecía conocer aspectos de su vida que él mismo no había contado a nadie, algunos, incluso que él mismo desconocía.
Le preguntaba con astucia sobre los sucesos misteriosos de la infancia o sobre las desventuras de su última madurez, saltando de unos temas a otros, de una época a otra, con una sutileza sólo comparable a la que esgrimía para intuir, y hacérselo ver con claridad, qué bien conocía sus sentimientos personales involucrados, sus motivos, sus dudas, sus temores, sus esperanzas y todas sus miserias.
Y así se fue dando cuenta aunque él no lo sabía bien porque ya estaba su conciencia disociada, ya no era él o no sabía quien era y quien no, si el ego era o no era, si él era persona o sólo el que le miraba desde su propio interior, desde su propia mente disparada, en el límite, hasta que ese ángel del infierno, ya estaba seguro de que eso es lo que era, se levantó y abrió la puerta para permitir la entrada de CR, CR muerta años antes, y él no pudo menos que dejarse caer hacia atrás, aturdido pero deseando la caída, esperando el golpe en la espalda, en la nuca, el fin de la pesadilla, y sintiendo su ser planear en el vacío, hacia abajo, hasta el agua de un río grande como el Ganges, hasta una enorme flor de loto que con forma de boina le recogía y le transportaba aguas abajo, hacia el ruido de la gran catarata, y antes de cerrar los ojos alcanzó a ver, en la amura de babor, a la mujer rubia que sostenía una antorcha de plasma y que le miraba como quien mira un milagro que se desvanece a sotavento.