Madras, siete de septiembre de 2008.
Tengo en las manos tu carta, el regalo del verano. Volqué tantas inquietudes en la mía anterior, que añadieron incómoda zozobra a la nave en la que viajo, mas tu carta pasó revista a todas ellas y las fue poniendo en su sitio, poco a poco, semana a semana, en la cosecha del verano. Me había ido muy lejos en el viaje, como Ícaro, me acerqué demasiado al sol. Pero tu carta llegó a tiempo.
Ahora, cuando se acerca de nuevo el equinoccio, que aquí es anecdótico, pero también con el calor en declive, es cuando empiezo a sentir asimilados los acontecimientos del verano y cuando me puedo sentar a hablarte de ellos, ahora que ya siento su caricia, tan dentro.
Todo empezó con un rumor, como un ruido de fondo, tras una sesión con el maestro en la que habíamos trabajado sobre el observador y el observado, y el que observa al observador, te resulta familiar, ¿verdad? Llovía.
Llovía, y se “oía”. Esa música me transportó instantáneamente a muchos puntos geométricos de mi vida, desde la lluvia de Tagore en su casa de Bengala a la de Gijón en otoño, cuando entre chaparrón y chaparrón el cielo te regala un vistazo a la Polar, al Dragón o a Orión. Pero lo más interesante, por nuevo, fue que sentí, a la vez pero separados, los poemas que en la lluvia había leído: Yeats, Borges, el mismo Tagore. La lluvia que era agua y la lluvia que era palabra se confundían, y mi alma se asomaba, a su través, al infinito. El maestro se dio cuenta de que Ello me rondaba y me dejó en paz.
Al cabo del tiempo reanudamos el trabajo donde lo habíamos dejado, pero mi vivencia me tentaba a introducir nuevas variables en el trabajo, no ya sólo observador y observado; sino formas de observación, sensual, simbólica. En fin, un enfoque un tanto occidental, pretendiendo abarcarlo todo para estar seguro de que nada importante quedara fuera.
No es eso, no es eso, me repetía el maestro. Observar, ser observado, eso es lo importante, nada más. Concentre su trabajo en ello. Tenía razón, desde luego, y le hice caso. Pero al final, tras despedirnos, me preguntó: ¿Qué fue? Lluvia, le dije, y me marché y no pude evitar pensar que esta vez sería él el que se quedaría pensando.
Al día siguiente, tras el té, me contó la historia del monzón indio. Cómo había dos monzones, el de verano y el de otoño, siendo el segundo la retirada del primero, que afecta a otras zonas geográficas. Cómo el monzón tiene dos brazos, afectando uno a la costa del mar Arábigo y la otra al norte del golfo de Bengala. Y cómo el monzón va entrando en India, desde el sur, lentamente, pero sin irregularidades, llevando la lluvia y la vida nueva desde el sur hasta el lejano norte, a donde tarda tres o cuatro semanas más en llegar.
No se trata simplemente de un cambio de clima, me dijo. El mundo entero cambia. Pasamos de la estación seca a la húmeda. Maia cambia el sentido de su danza y el universo empieza a girar de otra forma. Los hombres cambian. Ve y vívelo.
Busqué unos días libres y me puse en camino. Al sur. A Kanya Kumari, cabo Comorin. El punto meridional de India, el lugar donde el subcontinente encuentra, a la vez, al océano Índico y las aguas del golfo de Bengala, al este, y del mar Arábigo, al oeste. Es como una península metida entre tres mares, como un Gibraltar sin horizonte africano (o europeo). Un abismo.
Hasta llegar allí, una carretera de tortura, como todas aquí, y alguna anécdota. La isla en la que meditó Vivekananda antes de partir a América. El lugar en el que se fueron al mar las cenizas de Gandhiji. El templo de Kanya Kumari, Parvati, consorte del inefable Siva, creada tras alguna ayuda pedida por los devas al dios supremo, punto obligado antes de toda (auténtica) peregrinación a Benarés.
La meteorología moderna permite saber con precisión cuando estará el monzón en cada punto de India, en particular aquel en el que yo me encontraba, pero no hacía falta parte meteorológico alguno para darse cuenta de lo inminente del asunto.
El día era gris, casi como la noche, pero era un gris muy cambiante. Las nubes se sucedían por el cielo en veloz procesión, como si la naturaleza quisiera exhibir todas y cada una de sus formas antes de la apoteosis final. Nimbos, cúmulos, cirros, que sé yo qué nombres tendrían todas esas formaciones de nubes que se sucedían viniendo siempre desde el suroeste, con el viento fuerte y tórrido.
La playa estaba llena de gente de todo tipo. La mayoría no eran del lugar sino que, como yo, habían venido en busca de algo. Ellas, en su mayoría, con su mejor sari, ellos, muchos, incluso con corbata (nunca vista en India). Murmullos, conversaciones en voz baja, el inevitable interrogatorio al extranjero (yo) sobre su procedencia, lo que le trae por aquí, su religión, número de hijos, salario. Lo supero con la habilidad que da año y medio de estancia en el país y me busco un hueco adecuado. Mi chófer no quería venir a la playa pero le he convencido, para que se lo pueda contar a su hija. Él se sienta y yo me quedo de pie.
El murmullo se acrecienta y se hace como una sinfonía de grillos en la noche, y de pronto se hace el silencio. Una nube gris oscuro, infinita, se acerca baja y veloz. Los rayos caen al mar, uno tras otro, los truenos se suceden y toman el tiempo del silencio que nos abrazó durante unos segundos.
Es como si trescientas veces Zeus cabalgara sobre la nube, tal es la cantidad de rayos que arroja al mar. Cuando parece que está a punto de llegar a tierra (y que la lluvia de rayos va a abrasarnos a todos) me doy cuenta de lo que está pasando: Dios mío, me digo, es un edificio, una catedral, la nube es la cubierta y los rayos son los pilares que la sostienen sobre el mar, sobre el agua. Columnas de fuego para una fundación de agua. (Fuego y agua, otra vez, me doy cuenta al releerlo hoy).
Cuando estoy a punto de entrar en la catedral (y todos vamos a quemarnos, soy consciente de eso) me encuentro con un umbral de agua de verdad. Muy fina al principio, pero en unos segundos parece que estoy atravesando una cascada, al cabo de un minuto sé que es una catarata. Ya no hay catedral ni nube ni columnas de fuego, sólo la lluvia con su sonido pesado, metálico, tropical, al golpear la arena. Quedarse allí más tiempo es imposible y no tiene sentido. El milagro se ha vuelto a producir, el monzón ha entrado en India, Siva está contento, la catedral fue mi interpretación del acontecimiento, nada más que una construcción mental (pero sé que la luz de los pilares era cierta). Cada cual hace lo que tiene que hacer y todos nos vamos yendo. Mi chófer se une a los que corren, está tan empapado como yo, como todos, y sé que le tendré que doblar la propina para que se lo cuente a su hija de manera positiva. Sonrío al pensarlo.
A la vuelta, en el coche, pienso en el observador y el observado, y mis neuronas los mezclan con el Juan Ignacio que en Chennai está terminando una construcción profana, y el que hace poco, al sur de Madras, acaba de participar, con la Naturaleza y los Dioses, en la construcción de la más sagrada de las Catedrales. Sé que soy ambos, y antes de formularme la pregunta siento un crujido dentro de mi (sí, un crujido) y siento que dos cosas se acaban de hacer una. “Lo” había encontrado.
Catedral
Las nubes que siguen siendo
imágenes de viajes y parajes
misteriosos.
Como siempre espero en el claro
ver al Zeus justo al lanzarme
el rayo.
Se vuelven grises, firmes
y descargan su lluvia
como la muerte
descarga sus caprichos.
Esta lluvia es ahora mía,
esta lluvia sin aroma,
sin viento,
rítmica,
incesante,
que rima la vida chocando con la tierra.
Que apaga el rumor de los cuervos.
Que me trae la esperanza,
porque un hombre la tocó
y tañó los primeros versos de la Gita,
como otro hombre tañó los de La Odisea
bajo la lluvia de Occidente.
Esta lluvia tensada como un arco,
que me devuelve al origen de todo.
Al Mare Nostrum.