...Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría extraordinariamente, cual una aureola de mi juventud; los que se olvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio; los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas, para que ambulara, vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos sin dejar más que ruido y desolacíon. (Fragmento de la carta de Arturo Cova que da entrada a la novela La vorágine, de José Eustasio Rivera)
Apenas copié este texto se hizo de noche. Noche de otoño, noche cerrada, noche húmeda en Berlín. Pero otros fenómenos golpearon aún más duro, aquí y hoy:
Los empresarios emprendedores siguen engañando a los que trabajan para ellos y a los que explotan con ellos: y se muere un niño.
Los abogados pelean aparentemente en el tribunal, como gladiadores en el circo. Luego se sonríen y comparten un café (o whisky) en la barra americana: y se muere otro niño.
Los concejales se insultan en el pleno acaloradamente, escaparate ante la galería del pueblo otra vez engañado. Luego se juntan en el consejo de la SL y se reparten las dietas de asistencia. Y se mueren una docena de niños.
La gente oye que los humos de la fábrica son tóxicos y miran al otro lado: es que nos dan trabajo, dicen. Así el empresario emprendedor se ríe y sigue vendiendo su veneno de relojería al doble de lo que le cuesta. Y se mueren cien, mil, cien mil niños.
Lloramos por el virus, pedimos más dinero a Bruselas, cien, mil, cien mil millones, para que nos sigan explotando, para que el rico pueda seguir siendo rico. Porque el virus ya ha matado a más de un millón de personas en el mundo...
...pero este año van a morir más de tres millones de niños, sólo de hambre, en el mundo, igual que el pasado, que el otro y que el otro, y que el otro.
Las hojas secas se amontonan en el rastrillo,
como lo hacen los recuerdos y lamentos,
y el viento del norte los acarrea
al olvido de la noche fría. (Jacques Prévert: «Les feuilles mortes»)