En el aeropuerto tocaba despedirse, no había opción. Estábamos fuera, fumando y tomando café alemán. Le dije que le echaría de menos, no sólo por la cosa sentimental, sino porque era la única persona del mundo con la que podía hablar de ciertas cosas. De temas importantes. Del tema importante.
Estuvimos un rato charlando sobre esto, y le abracé con fuerza antes de volver a entrar al vestíbulo del Frankfurt International (1). Mejor ahora que luego, ante los artilugios de seguridad, pensé.
Pero luego, justo ante los artilugios de seguridad, fue él que me abrazó a mí y me dijo cosas hermosas. Me saltó una lágrima, creo que a él también. Después se marchó, un poco empujado por mí.
Emprendí feliz el camino de retorno, retorno a la estación de trenes regionales, para coger la misma línea con la que habíamos llegado al aeropuerto, y continuar en ella hasta el centro de Frankfurt.
Unos días antes le había comentado algunas cosas que se me habían ocurrido para hacer en la ciudad, y él me dijo que sin duda me sentarían bien.
Me había dado gran pereza mirar la ruta en tren y metro, preparar las cámaras, coger los planos, con lo simple que era hacer lo de todos los fines de semana, sin salir de casa. Pero mi respeto por su sabiduría me hizo preparar el viaje y decidirme a emprenderlo.
Una de estas cosas era visitar asiduamente el museo Städel (2). Tenía un recuerdo difuso de un cuadro de un pintor holandés, una vista de la ciudad de Delft con su puerto, no sé por qué me sonaba que estaba en el Städel, y yo quería verlo. No había encontrado en casa el libro en el que leí sobre este cuadro, y tantos libros no hay en la casa de Rüsselsheim (3). Igual no fue en un libro.
También me sonaba un cuadro de Vermeer (4), el geógrafo, o el topógrafo, y la sensación de que el otro de esos dos títulos estaba en otro museo. Todo era muy vago, pero, aun así, quería verlos.
En la estación de Hauptwache (Guardia principal) (5) dejé el tren para coger un metro, que en dos paradas me dejó en Plaza suiza (6), desde donde, con ayuda de mi plano, me dirigí hacia la orilla del río Meno.
Por supuesto, como no llevaba brújula, al llegar al río me equivoqué, y en vez de tirar a la izquierda lo hice a la derecha. Tras 10 minutos caminando, al ver que el paisaje urbano cambiaba, me di cuenta de mi error y rectifiqué. Empezaba a hacer calor. Como si estuviera en las Españas.
Un buen rato después llegué al museo, que aun no había abierto, pues eran las fiestas de la ciudad y esa semana lo hacía más tarde. Eran 20 minutos de espera, y como la terraza del museo, muy adornada de mesas, carpas y pizarras con nombres de vinos, estaba montándose, me acerqué a la orilla para curiosear en las casetas erigidas con ocasión de las fiestas. Como estaban casi todas aun cerradas, me acerqué a la orilla a mirar el puente atirantado peatonal y el río con sus dos orillas. Volví al museo tras un pitillo.
Estaban abriendo, entré con un grupo de personas mayores con cita para una visita guiada, no me pidieron mis flamantes credenciales de socio del museo, y me puse a recorrerlo tras hacerme con un plano de las salas.
Tenía planta baja y sótano, y primera y segunda plantas. A pesar de lo imponente del edificio, el museo, por dentro, no era muy grande, nada que ver con el Prado (7), por ejemplo. Cómodo de recorrer, y a ello me puse.
Mi idea era explorar la planta segunda, la de los viejos maestros, pero me confundí y me metí en la otra planta, la de los contemporáneos. Nada más entrar en la primera sala me di casi de bruces con un Manet, un Monet y un Renoir (8), bien juntos los tres, haciéndome sendos guiños que empezaron a excitarme. Me fui corriendo y subí a la planta segunda, quería tranquilidad.
No fue así. Como poniéndose de acuerdo aparecieron Tischbein (9), Friedrich (10) y el mismísimo Velázquez (14). Yo estaba al borde del éxtasis, y eso que no me había parado ante ningún cuadro para sentirlo profundamente. En eso llegué a la sala de los holandeses, y allí topé con Peter Breughel el viejo (11) y, ni más ni menos, con El geográfo de Vermeer.
Eché a correr otra vez y no paré hasta estar fuera y bien lejos. Ya estaba deseando que llegara el próximo sábado, para venir a ver uno y sólo uno de esos cuadros, pero bien a fondo. A vivirlo del todo. Uno cada sábado. Sí que me iba a sentar bien.
Volví caminando a la plaza suiza y tomé el metro de vuelta a la estación de Guardia principal. Allí me orienté enseguida y me dirigí al mercado de alimentos, en busca de pescado fresco.
Justo antes del portalón de entrada al mercado había una librería, con solo libros de arte en el escaparate, así que resolví entrar a preguntar por el catálogo del Städel. Nada más cruzar el umbral me dí cuenta de que yo ya había estado en la librería, e identifiqué el rincón en el que había buscado libros de cine o fotografía, hace años, no muchos, pero no pocos.
Encontraron el catálogo, así que entré al mercado con peso adicional. Allí no encontré pez espada, pero sí exquisito atún, vino de Lugana (12) y, no pude resistirme, tiramisú para el postre.
Acabé casi hablando italiano con la chica del tiramisú, y lo hice abiertamente conmigo en el trayecto de vuelta a Rüsselsheim.
Tras degustar en casa una gran comida con una gran película, que no recuerdo, y para no dormirme, me puse a cortar las hojas de tabaco que nos habían llegado la víspera.
Un día perfecto, que diría Hirayama (13).