En mi sueño, al principio, no había formas ni figuras, sólo sensaciones, flujos de sentimientos que brotaban de algo que estaba envuelto en la niebla, y que allí quedaban, girando, como polillas en la luz de la noche.
Fui a Nepal para estar cerca, por primera vez, de las grandes montañas del norte. Tenía sólo unos pocos días, y me habían advertido que la época no era la correcta porque hacía frío y la niebla ocultaba las montañas día y noche.
Pero fui. ¿Acaso la vista es el único sentido? ¿Acaso la tierra no puede ser oída y saboreado su aroma? Convencido de que si ellas estaban allí, yo las sentiría, emprendí decidido el viaje, largo en el espacio, corto en el tiempo. Pero había llegado el momento de hacer sentir mi presencia, siquiera fugaz. Lo sabía.
Katmandú fue, desde el primer momento, un certero disparo con dos flechas, a corazón y razón a la vez. El país, ya lo sabía y ahora lo comprobaba, era aún más pobre que India. Y la gente, esto no lo sabía, aún más alegre que la de India. Una alegría quieta, silenciosa, que se regocijaba en cada instante. Una alegría poderosa, una alegría feliz.
Me sentía extranjero por primera vez desde que llegué al subcontinente. Sentía que no era parte de este mundo. No iba disfrazado de turista, desde luego, ni llevaba cámaras, ni caminaba despistado. Era ya un veterano de India, y sabía cómo funcionaban las cosas, y me había adaptado a ellas, y no tenía problemas ni con los sitios ni con las personas.
Pero aquí estaba desbordado. La corriente, calma, pero poderosa, me arrastraba lentamente, sin aparente riesgo de ahogo; pero con total desconocimiento de adónde me llevaba. Algo se estaba quebrando dentro de mí, y si me quedaba se terminaría de quebrar.
Me quedé. La ciudad tenía cien mil habitantes, diez mil turistas, y yo. Deambulé por las afueras, tomé té y compartí tabaco con ancianos y jóvenes nepalíes, que me hablaban – sí, me hablaban – como si me conocieran de toda la vida. Al cabo, yo también les hablaba y les terminé conociendo.
Por la noche, mientras los turistas cenaban y se entretenían en la discoteca del hotel, yo recorría el centro, estudiaba los edificios y las calles, compartía más té con ellos, y me correspondían llevándome al interior de sus casas y de sus templos. ¡Qué sensación, qué gozo! Sentir la piedra húmeda, en silencio, sin guías contándome historias fabricadas de dioses y creaciones. Y la presencia de esas gentes, sonriendo y callando, callando y sonriendo, compartiendo el té. Dejándome a mi aire, sin importunarles nunca mi presencia, dando todo a cambio de nada.
Supieron que me gustaba caminar por el monte y me llevaron a ello. Qué pena de niebla, pensé, obcecadamente. Se me escapó que también me gustaba nadar y me llevaron al lago, qué fría me pareció el agua, mas al rato, qué fresca, qué transparente, cómo acariciaba mi cuerpo, ese cuerpo que no soy.
Sin embargo, ahí estaba siempre la niebla, mas acompañado de estos hombres maravillosos, ciertamente que sentía las montañas, y las oía, y mi olfato estaba siempre impregnado de sus aromas. Estaba en el corazón de la tierra, y en el corazón de la pura Humanidad, y en la razón de Dios, al modo de Juan Ramón en su “Animal de fondo”. No sabía si soñaba en esta o en otra dimensión.
Me llevaron al aeropuerto. Nos despedimos con alegría. Habíamos pasado tres días juntos y nos lo habíamos contado todo, sin hablar ni una palabra en inglés, sólo español y nepalí. Sólo una mancha: esta maldita niebla.
No más lo pensé empezaron a reír sonoramente, a carcajearse como si me estuvieran tomando el pelo. Me sentí extraño otra vez, como a la llegada, tres días atrás. Pasé el control de pasaportes y billetes y de ahí rápidamente al avión. Este es un país pobre, no hay rampas de acceso, ni siquiera autobús, en el aeropuerto. Al avión íbamos todos a pie, los turistas cansados y adormilados, yo confuso y algo decepcionado por el final que se acababa de rodar. El sol naciente me deslumbró y giré la cabeza a la izquierda, al norte.
Y no había niebla. La Himalaya se me ofrecía pura, blanca, azul y anaranjada por la luz del nuevo día. Me paré y quedé extático, anonadado, boquiabierto, catarata de viva lágrima. Los turistas me sobrepasaron, el personal de tierra me empujó gentilmente los metros que me separaban de la escalerilla. Subí, todavía sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. La azafata sonreía a la entrada del avión, como si supiera. Me volví y encaré la terminal del aeropuerto, buscando sus rostros. No los vi, como no había visto las montañas hasta hoy, pero sabía que ellos sí me veían a mi, y volverían a carcajearse al verme agitar la mano y saber que, al final, había comprendido. Maestros.
Desperté bañado en lágrimas por el sol que se levantaba sobre el golfo de Bengala. Era el sol del solsticio de invierno, el mismo sol que un rato después iba a iluminar tu playa de Punta Umbría en día tan señalado. Estábamos más cerca que nunca.
Y ahora, mi querida S, no escribiré, como hacías tú: “….Como desde el principio habrás adivinado se trata de un sueño... “
No, en absoluto adiviné ni pensé que se tratara de un sueño lo que me relatas al comienzo de tu carta. Y no es que confunda, es que me senté a leer tranquilo, receptivo, abierto. Tus impresiones, tan precisa y bellamente expresadas fluyeron a mí, y se hicieron mías. No había posibilidad ni de sueño ni de vigilia, como no la hay ni de espacio ni de tiempo, si es verdad que lo que hay es un espacio-tiempo de cuatro dimensiones.
Porque desde la primera frase me sentía en eso que estaba leyendo. Era mío, lo había sido siempre. Esa seguridad que tú veías en mí, contrastaba tanto con mis miedos y vacilaciones, pero era lo que tal vez yo hubiera querido ser. Y el vuelo, la ascensión, los sacos y su vaciado, todo era como si lo hubiera vivido y lo estuviera recordando, como si yo lo hubiera soñado y estuviera, en el duermevela del amanecer, reconstruyendo, aunque hacia delante, el sueño que aún moraba en mi. Había detalles que nadie - ¿nadie? – podía conocer, el relato era yo mismo, no podía ser de otra forma.
Hay un poema de Paul Celan en el que nos compara con una red echada al mar para capturar peces. La red necesita su lastre para funcionar como red, sin él no sería más que una cuerda enmarañada a merced de las olas.
Así me había estado sintiendo yo, lo que me parece legítimo, pero equivocado si me impide ver más allá. Tu relato me hizo girar la cabeza para acometer otra perspectiva, dejar de ser buscador por esta vez, ser globo, soltar lastre ( con cuidado, desde luego ) y ver, contemplar, sin tratar de pescar nada. Por eso fui a Nepal el fin de semana de mi cumpleaños.
Y allí escribí mi poema que continúa el tuyo. Tú asumías el rol de observada ( del mío anterior ), que se observa a sí misma e iba surgiendo la Catedral. Ahora yo asumo el papel del espacio, del vacío que cierra la Catedral, el túnel entre ella y el ladrillo único que hubo que romper para empezar la deconstrucción…..ya tan lejano todo ello.
NAVE QUE HA DE TORNAR
Ser:un sentimiento congelado,
y el fuego,
y explota.
Se transmuta en la piedra,
catedral inmensa.
Contrafuertes y arbotantes,
despliega todo el velamen,
el velamen todo despliega,
sopla el canto de campanas.
El cielo es bosque,
bosque es el cielo,
en el que nace el viento
que navega, melancólico,
vigilado por mares y los astros.
El árbol ,primordial,
antiguo, Hermana,
la savia que circula
tal aliento de eso
que se sostiene ante Dios.
Tu beso transparenta
este alma que amalgama el universo
en espejo de la luz,
que nos retorna.