Llegaremos. Todos le creyeron. Lo había dicho
el jefe, el hombre astuto de luenga cabellera. Se armaron y marcharon tras él.
Adonde fuera.
Embarcaron. Se hicieron a la mar. Soplaron
vientos propicios y soplaron malos vientos. Naufragaron una vez y otra. No les
importó. Siguieron adelante con el remo por bandera.
Llegaremos. Resonaban las palabras en sus
mentes y rondaba sus mentes la esperanza. No había El Dorado y no importaba.
El tesoro lo llevaban dentro.
Encallaron. Crujió la madera como el mismo
infierno. Chirriaron en sus goznes los palos y el velamen vino abajo. Pero aguantaron.
Rescataron las armas y saltaron a tierra.
Caminaron. Había lluvia y había barro, pero
avanzaron. Cada paso les acercaba un poco a la ciudad de Dios que los hombres
habían construído en la tierra.
Acamparon frente a las murallas. Invitaron a
los dioses a rendirse. Y se negaron a darles cuartel cuando rehúsaron. Tocaron
a degüello. Y atacaron.
Asediaron la ciudad. Derribaron las murallas.
Sintieron la fiebre del saqueo y la lujuria del fuego. Tiraron abajo el puente
e invocaron a los dioses que iban a morir.
Penetraron. Los dioses fueron presa del pánico.
Los hombres eran libres. No había rayos para ellos. Sólo Hefesto sonrió
haciendo un guiño al hombre astuto.
Hallaron el túnel que arrancaba de la cripta.
No había luz al otro lado. Pero lo recorrieron hasta la puerta que accedía a la
escalera de treinta y tres escalones.
Subieron y arriba el arcoíris alumbrando el faro fin del mundo.