Para
la Amatxu, i.m.
Lanzarote del Lago se irguió sobre su caballo
y enfrentó con la mirada al caballero que custodiaba el puente. El otro no se
movió ni azuzó su montura. Lanzarote se mantuvo firme. No tenía ganas de luchar
más. Si era sólo hasta aquí hasta donde debía llegar, que así fuera. No pelearía
por cruzar más puentes.
Pero la regla lo exigía. Arribado al extremo
del camino y topado un caballero guardando puente, la regla exigía vencerlo y
cruzarlo en toda su luz, o morir en el intento. Lanzarote estaba saturado de sangre,
pero no parecía haber una salida. El otro no se inmutaba.
Abrió
la boca para decir algo pero se contuvo. Recordó las palabras de su preceptor
la primera vez que cabalgaron juntos: “Si tus palabras iluminan nuestra búsqueda de aventuras tal como la
ilumina el día, si tu
lenguaje es altivo como el venado, noble como el pavo real, humilde y sin
timidez como esos conejos, entonces habla.” (1) Optó por callar. Pero el otro también callaba.
Tenía que
hacer algo. No quería matar a ese hombre, no quería siquiera desarmarlo y
enviarlo a rendir pleitesía a su dama la Reina, seguramente ya cansada de
dádivas y presentes caballerescos, sedienta de amor real, aliento de pasión
humana.
Así era.
Pasión humana. Huir de esa pasión era lo que lo había traído hasta aquí, y
enfrentarla era lo que debía llevarlo de nuevo al nido que la Reina había
construído para ellos, para ambos, para los dos. Tenía que volver. Lo sabía
desde que tomaron Jerusalén, desde que tomó los hábitos sufís del guerrero que
mató en combate singular ante el santo sepulcro, que lo miró desafiante desde
su agonía y le señaló con la mirada la entrada de la cueva. Entra, si te
atreves, le dijo desde el azul de sus ojos moribundos. Y él entró.
El sepulcro
estaba vacío. Había un perro a su entrada, pero no lo guardaba. Había una
fuente a su lado, pero con tres caños. Y había una escalera tras una puerta
baja de madera, sin cerrojo, una escalera que bajaba al corazón de las
tinieblas. Se sentía como el Sol cuando deja la constelación del Canis Minor
para refugiarse en Aries y convertirse en el vengador del asesino del Maestro.
Cuando la eclíptica corta a los equinoccios y Aldebarán brilla como al comienzo
de los tiempos, y el Sagitario se hunde tras el Sol como Orfeo bajando al Hades
a encarar su destino, buscando.
Entró en el
túnel sin dudarlo. Si la Vida lo había puesto en ese lugar geométrico no era
para especular. Allí estaba su primer mar, el Cantábrico, con sus ocasos en los
que siempre al caer la Luz alumbra nuevas tierras, hasta Finisterre donde todo
acaba y quedan las aguas solas, y estaba la plaza de Central Station en Madras,
con sus muchedumbres apiladas como diez mil millones de hormigas y los niños
devorando el vómito del hermano, y la araña que danzaba su tela en el amanecer
del despacho asturiano diciéndole: no hay paraíso ni para mi ni para ti, estaba
el laberinto de Chartres con el coro gregoriano escondido tras la columna que
contiene todo el universo, estaban los espejos que no había mirado y los que le
habían mirado, estaba el viaje de Telémaco al oriente en busca de su padre,
estaba el hombre que escribió la primera frase en castellano, y la vela que le
iluminaba el rostro, y la sombra de la pluma que arrojaba esa vela, y la cera
derretida, estaban las promesas incumplidas, estaban los muertos clamando
venganza, estaban los puñales dormidos aguardando el final del invierno,
estaban los tréboles quemados y las velas de cáñamo infladas por el Euro
llevándole siempre a occidente, un poco, un poquito más.
Pero no
estaba su Reina, y él la quiso, y su deseo fue pasión. Había anochecido y el
caballero seguía en el mismo lugar, guardando el mismo puente. No había sido un
sueño. Lanzarote miró arriba y pronunció la palabra. Al instante una estrella
encendió el cielo y brilló fugazmente, como la chispa del pedernal, para que el
alma de ese hombre constelara en el espejo de sí misma.
Lanzarote
hizo dar vuelta a la montura, y picó espuelas.
(1): John Steinbeck: Los
hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros