En su espléndido y utilísimo libro Cómo dejar de intentar dejar de fumar en un
fin de semana, Herbert Allesrauchen nos refiere una extraordinaria anécdota
protagonizada por su compatriota y colega Albert Einstein. Al parecer, en sus últimos
cursos en el MIT, el anciano profesor refería que “…esa noche me desperté de
nuevo con la constante gravitatoria en el centro del cerebro y, además, con
tremendas ganas de fumar. Estuve hora y media dando vueltas y vueltas en la
cama, pensando lo más agudamente que podía en el tema: levantarme, o no
hacerlo, en busca de mis cuadernos de ecuaciones y, sobre todo: ¿serían unos
pitillos de burley mezclado con virginia, o una buena pipa de cavendish a la
cereza con unas hebrillas de latakia? El problema era de los más agudos que he
enfrentado en mi vida, pues era consciente que de mi bienestar físico esa
madrugada dependían muchas cosas importantes. Me levanté antes del alba, y, en
contra de mi costumbre, opté por los pitillos y me concentré en la constante y
en su lugar en el tensor energía-impulso de las ecuaciones. Un par de horas y
seis pitos más tarde tenía un sistema que relacionaba el espacio-tiempo con la
energía y la cantidad de movimiento del universo, y sin necesidad de constante
gravitatoria alguna. Las atracciones entre los cuerpos pesados se explicaban
por las deformaciones locales del espacio, y la gravedad de Newton era un caso
particular cuando el espacio, localmente, se comporta como euclídeo. Una semana
después presenté el artículo que más tarde se conocería con el nombre de teoría
general de la relatividad.”
¿Imaginan dónde estaríamos ahora si Einstein
hubiera dejado de fumar una semana o unos años antes de este momento? No sólo
no habría viajes espaciales, tampoco energía solar, ni teléfonos móviles, ni
ordenadores, ni cirugía láser, ni música electrónica, y un largísimo etcétera sólo
comparable a una hipotética situación de la humanidad sin fuego.
Pero Einstein, hombre sobrio donde los
hubiera, era un sibarita pobre, capaz de apreciar el infinito placer de saciar
la sed con un vaso de agua ingerido despacito, de una gota de rocío arcoirisada
en el jazmín de la mañana, o de unas caladas suaves al pitillo liado con una
mezcla de tabacos ideada por nuestra experiencia dirigiendo a nuestra
inteligencia y a nuestra voluntad, trabajando todos a una.
Todas las decisiones importantes que he
tomado en la vida han sido precedidas por el encendido de un pitillo, amigo
fiel que nos ayuda a ver las cosas en su verdadera dimensión y a darles por
ello la importancia que tienen, que suele ser ninguna. Con ese desapego,
fumando el pito como si fuera el último, es imposible equivocarse. E la nave va…