Manolo Correcaminos hizo doble embrague y
comenzó la maniobra de salida de la autovía a ciento veinte y cuesta abajo. A
cien metros se presentía una curva cerrada a la derecha con sus señales de
reducción de velocidad hasta los recomendados cuarenta. Igual tengo que frenar
un poco ahora, anunció a su compañero mientras embragaba de nuevo y metía la
tercera, disfrutando al ver que el otro hacía una mueca de asombro. Entró en la
curva a ochenta pero ya bajando de vueltas, con un ligero temor de oír el chasquido
de una biela centrifugada. Pero el Ibiza aguantó. Y no llegó ni a picar el
freno.
Enfilaron la carretera de Mora más despacito,
que había que disfrutar el paisaje. Aquí empezó todo, recordó Manolo en voz
alta. Y a continuación pensó: hace ya tantos años. Se sintió joven y sonrió, y
el otro entendió la sonrisa como regocijo del presente.
Fueron directamente al castillo y dio las
últimas instrucciones a su ayudante: busca el ángulo, la distancia adecuada, la
perspectiva, el punto de vista lo es todo. Muévete tú, el zoom, como si no
existiera. No dudes en usar película menos sensible si necesitas más detalle,
ya forzaremos luego el revelado. Y deja que el disparo se escape, como si
estuvieras tirando al blanco, pues eso es precisamente lo que estarás haciendo,
pero el blanco es tu propio corazón. Alguna te saldrá buena, quizás, sentenció
para terminar.
Se fue caminando por la ribera, en busca del
lugar en que el río que porta las heladas aguas de la sierra encuentra a su
afluente con aguas del Escandón, que yace sólo a mil doscientos metros, y son
por tanto más cálidas. O menos heladas, si cabe. Sólo en el norte de Alemania y
en las fuentes del Ganga se había metido en aguas más frías, pero lo recordaba
con un estremecimiento que nada tenía que ver con la temperatura: allí Bronwyn
había salido de las profundidades de las aguas, y allí quedó él también
hechizado, hace ya tantos años, más que el propio autor de su diccionario de
símbolos.
Los tiempos del señor de la guerra habían
pasado pero el lugar permanecía virgen al tacto, inasible e inefable, como lo
había sido la otra vez. El mismo claro con la misma hierba, los mismos árboles
con las mismas hojas, revoloteando el cielo en un mar de ventiladores que
transformaban el calor en pura bendición. Allí ocurrió, allí ella dijo ven, y
él fue, cien metros de cauce pisando descalzo todos los cantos puntiagudos del
fondo, para acabar donde el agua era más cálida y más transparente, que no
pudiera ocultar nada del baño secreto. Volvió a sonreír.
Recogió a su colega, maravillado por la
resonancia de la sala húmeda del castillo, y satisfecho de que las imágenes
hubieran salido a su encuentro, como buscando la transmutación de la luz en la
química del revelado, donde Isis rendida desata su velo para mostrar la puerta
del gran arcano. Pasaron el hotel, en el que aquella otra vez durmió diez
noches breves, brevísimas, como las noches del que no tiene tiempo. En su
terraza había desgranado los días y planeado los siguientes, y había
contemplado durante horas las tormentas nocturnas del valle, gozando con el
resplandor de los rayos mágicos que Zeus le lanzaba. Allí había recibido el
mensaje, tras una de esas noches de tormenta: ven, y él pagó la cuenta y fue.
Tras el hotel estaba aún el monte de los
repetidores de fibra óptica, con su suave pendiente y sus verdes pinos sobre la
tierra de helechos. Esos pinos fueron los que aquel día le llamaron: ven, y
subió hasta muy arriba desde donde contempló el valle todo y supo que, pasara
lo que pasara, esa iba a ser su morada hasta la visita última de su muerte. Los
pinos que le hablaron seguían allí, creciendo, la primera pareja bien erguida,
cada cual con su copa, dando sombra a oriente o a occidente. La segunda pareja,
más recogida, era un hervidero de ramas entrelazadas a troncos indistinguibles.
Ambas parejas compartían raíces, pero en la
primera había dos pinos y en la segunda los dos que habían sido acabaron siendo
uno. Yo también he crecido, les dijo, como me mandasteis. Quemé mi esquife y
levanté un vergel donde antes todo era desierto. He vuelto para pagar la
factura. Esta vez fueron los pinos los que sonrieron, auspiciados por un soplo
de poniente, que hizo a los pájaros levantar vuelo. Acaba tu tarea, le
susurraron, que no está completa, acábala y luego vuelve y te mandaremos otra.
Retornaron a la carretera para volver al
pueblo. Les quedaban dos fotos por hacer, las dos luces. Una, el amanecer desde
la fuente del Cubillo, que veía todos los días, otra, el ocaso desde la ermita
templaria en la meseta del arcoíris donde sintió, el mismo día que se
conocieron, tantas ganas de abrazarla, que el mundo se quebró y sepultó en las
profundidades de esa tierra, abrupta, sobria, recia, hermosa.
Ese sería el sitio, allí volvía cada vez que
pasaba un hito en el camino, cada vez que ascendía un escalón en el sueño de
Jacob. Allí acudiría por última vez para su danza postrera, y la muerte se
sentaría para verle, y él danzaría como araña su tela, danzaría sus triunfos y
sus derrotas, sus felicidades y sus desamparos, sus asombros y sus incredulidades.
Y el viento será suave y dulce, y el sol no
le quemará desde su occidente, ni aún al enfrentarlo cara a cara, pues ya no lo
verá más, ni despierto ni en sueños, cuando alargue la mano y abrace al primer
pino, ese pino que desde siempre estuvo ahí, creciendo en su interior.