Las primeras etapas suelen ser cortas y cómodas, y esta vez no ha sido la excepción. El valle del Guadalquivir amenazaba lluvia, sin dejarla caer, Despeñaperros fue grandioso como siempre y en La Mancha hacía mejor tiempo y más frío.
Recorriéndola, en ese infinito de tierra y tierra sin nombre, sin buenaventura, solar del andar a la ventura de quijotes y sanchos, me preguntaba qué manchas había en mi vida, y por qué estaban allí.
La respuesta llegó de través, y supe que no había más manchas que las que entraron al laberinto y que estaban tan ajenas como el monstruo que me había acosado y que ahora yo sabía (creo) muerto, en sus tres cabezas de hidra hedonista y tentadora (como la Vida misma).
Me sentí tranquilo en el camino pero, tras la soberbia cena castellana volvió a inquietarme la Mancha: si ya no existe, ¿es que he amado bastante? ¿Lo he hecho bien?
Recorrí paso a paso los recovecos de un alma que no quiere nunca estar a buenas consigo misma pero concluí que sí: las jornadas en La Mancha son todas iguales, como las del mar, donde basta un dejarse mecer por una ola feliz para que el mundo readquiera el sentido que nunca ha dejado de tener.
Yo también me sentí feliz, tristemente feliz, absorbido por la ola manchega que, inmóvil, daba a mi vida tierra y más tierra.
Para reposar la frugal aunque exquisita cena me pido una botellita de soda con hielo, y me retiro pronto, no vaya a ser que el sueño se revele rebelde y haya también que trabajar por la noche.