jueves, 30 de agosto de 2012

¿QUIÉN NECESITA DOS PULMONES?



En su espléndido y utilísimo libro Cómo dejar de intentar dejar de fumar en un fin de semana, Herbert Allesrauchen nos refiere una extraordinaria anécdota protagonizada por su compatriota y colega Albert Einstein. Al parecer, en sus últimos cursos en el MIT, el anciano profesor refería que “…esa noche me desperté de nuevo con la constante gravitatoria en el centro del cerebro y, además, con tremendas ganas de fumar. Estuve hora y media dando vueltas y vueltas en la cama, pensando lo más agudamente que podía en el tema: levantarme, o no hacerlo, en busca de mis cuadernos de ecuaciones y, sobre todo: ¿serían unos pitillos de burley mezclado con virginia, o una buena pipa de cavendish a la cereza con unas hebrillas de latakia? El problema era de los más agudos que he enfrentado en mi vida, pues era consciente que de mi bienestar físico esa madrugada dependían muchas cosas importantes. Me levanté antes del alba, y, en contra de mi costumbre, opté por los pitillos y me concentré en la constante y en su lugar en el tensor energía-impulso de las ecuaciones. Un par de horas y seis pitos más tarde tenía un sistema que relacionaba el espacio-tiempo con la energía y la cantidad de movimiento del universo, y sin necesidad de constante gravitatoria alguna. Las atracciones entre los cuerpos pesados se explicaban por las deformaciones locales del espacio, y la gravedad de Newton era un caso particular cuando el espacio, localmente, se comporta como euclídeo. Una semana después presenté el artículo que más tarde se conocería con el nombre de teoría general de la relatividad.”

¿Imaginan dónde estaríamos ahora si Einstein hubiera dejado de fumar una semana o unos años antes de este momento? No sólo no habría viajes espaciales, tampoco energía solar, ni teléfonos móviles, ni ordenadores, ni cirugía láser, ni música electrónica, y un largísimo etcétera sólo comparable a una hipotética situación de la humanidad sin fuego.

Pero Einstein, hombre sobrio donde los hubiera, era un sibarita pobre, capaz de apreciar el infinito placer de saciar la sed con un vaso de agua ingerido despacito, de una gota de rocío arcoirisada en el jazmín de la mañana, o de unas caladas suaves al pitillo liado con una mezcla de tabacos ideada por nuestra experiencia dirigiendo a nuestra inteligencia y a nuestra voluntad, trabajando todos a una.

Todas las decisiones importantes que he tomado en la vida han sido precedidas por el encendido de un pitillo, amigo fiel que nos ayuda a ver las cosas en su verdadera dimensión y a darles por ello la importancia que tienen, que suele ser ninguna. Con ese desapego, fumando el pito como si fuera el último, es imposible equivocarse. E la nave va…     

miércoles, 22 de agosto de 2012

TE CONOCIERA DE TODA LA VIDA



Manolo Correcaminos hizo doble embrague y comenzó la maniobra de salida de la autovía a ciento veinte y cuesta abajo. A cien metros se presentía una curva cerrada a la derecha con sus señales de reducción de velocidad hasta los recomendados cuarenta. Igual tengo que frenar un poco ahora, anunció a su compañero mientras embragaba de nuevo y metía la tercera, disfrutando al ver que el otro hacía una mueca de asombro. Entró en la curva a ochenta pero ya bajando de vueltas, con un ligero temor de oír el chasquido de una biela centrifugada. Pero el Ibiza aguantó. Y no llegó ni a picar el freno.

Enfilaron la carretera de Mora más despacito, que había que disfrutar el paisaje. Aquí empezó todo, recordó Manolo en voz alta. Y a continuación pensó: hace ya tantos años. Se sintió joven y sonrió, y el otro entendió la sonrisa como regocijo del presente.

Fueron directamente al castillo y dio las últimas instrucciones a su ayudante: busca el ángulo, la distancia adecuada, la perspectiva, el punto de vista lo es todo. Muévete tú, el zoom, como si no existiera. No dudes en usar película menos sensible si necesitas más detalle, ya forzaremos luego el revelado. Y deja que el disparo se escape, como si estuvieras tirando al blanco, pues eso es precisamente lo que estarás haciendo, pero el blanco es tu propio corazón. Alguna te saldrá buena, quizás, sentenció para terminar.

Se fue caminando por la ribera, en busca del lugar en que el río que porta las heladas aguas de la sierra encuentra a su afluente con aguas del Escandón, que yace sólo a mil doscientos metros, y son por tanto más cálidas. O menos heladas, si cabe. Sólo en el norte de Alemania y en las fuentes del Ganga se había metido en aguas más frías, pero lo recordaba con un estremecimiento que nada tenía que ver con la temperatura: allí Bronwyn había salido de las profundidades de las aguas, y allí quedó él también hechizado, hace ya tantos años, más que el propio autor de su diccionario de símbolos.

Los tiempos del señor de la guerra habían pasado pero el lugar permanecía virgen al tacto, inasible e inefable, como lo había sido la otra vez. El mismo claro con la misma hierba, los mismos árboles con las mismas hojas, revoloteando el cielo en un mar de ventiladores que transformaban el calor en pura bendición. Allí ocurrió, allí ella dijo ven, y él fue, cien metros de cauce pisando descalzo todos los cantos puntiagudos del fondo, para acabar donde el agua era más cálida y más transparente, que no pudiera ocultar nada del baño secreto. Volvió a sonreír.

Recogió a su colega, maravillado por la resonancia de la sala húmeda del castillo, y satisfecho de que las imágenes hubieran salido a su encuentro, como buscando la transmutación de la luz en la química del revelado, donde Isis rendida desata su velo para mostrar la puerta del gran arcano. Pasaron el hotel, en el que aquella otra vez durmió diez noches breves, brevísimas, como las noches del que no tiene tiempo. En su terraza había desgranado los días y planeado los siguientes, y había contemplado durante horas las tormentas nocturnas del valle, gozando con el resplandor de los rayos mágicos que Zeus le lanzaba. Allí había recibido el mensaje, tras una de esas noches de tormenta: ven, y él pagó la cuenta y fue.

Tras el hotel estaba aún el monte de los repetidores de fibra óptica, con su suave pendiente y sus verdes pinos sobre la tierra de helechos. Esos pinos fueron los que aquel día le llamaron: ven, y subió hasta muy arriba desde donde contempló el valle todo y supo que, pasara lo que pasara, esa iba a ser su morada hasta la visita última de su muerte. Los pinos que le hablaron seguían allí, creciendo, la primera pareja bien erguida, cada cual con su copa, dando sombra a oriente o a occidente. La segunda pareja, más recogida, era un hervidero de ramas entrelazadas a troncos indistinguibles.

Ambas parejas compartían raíces, pero en la primera había dos pinos y en la segunda los dos que habían sido acabaron siendo uno. Yo también he crecido, les dijo, como me mandasteis. Quemé mi esquife y levanté un vergel donde antes todo era desierto. He vuelto para pagar la factura. Esta vez fueron los pinos los que sonrieron, auspiciados por un soplo de poniente, que hizo a los pájaros levantar vuelo. Acaba tu tarea, le susurraron, que no está completa, acábala y luego vuelve y te mandaremos otra.

Retornaron a la carretera para volver al pueblo. Les quedaban dos fotos por hacer, las dos luces. Una, el amanecer desde la fuente del Cubillo, que veía todos los días, otra, el ocaso desde la ermita templaria en la meseta del arcoíris donde sintió, el mismo día que se conocieron, tantas ganas de abrazarla, que el mundo se quebró y sepultó en las profundidades de esa tierra, abrupta, sobria, recia, hermosa.

Ese sería el sitio, allí volvía cada vez que pasaba un hito en el camino, cada vez que ascendía un escalón en el sueño de Jacob. Allí acudiría por última vez para su danza postrera, y la muerte se sentaría para verle, y él danzaría como araña su tela, danzaría sus triunfos y sus derrotas, sus felicidades y sus desamparos, sus asombros y sus incredulidades.

Y el viento será suave y dulce, y el sol no le quemará desde su occidente, ni aún al enfrentarlo cara a cara, pues ya no lo verá más, ni despierto ni en sueños, cuando alargue la mano y abrace al primer pino, ese pino que desde siempre estuvo ahí, creciendo en su interior.


sábado, 18 de agosto de 2012

LUNA NUEVA EN LEO


El silencio
me ha sobrecogido
esta mañana,
y tus palabras fueron así
duras y frías como el acero.
No importa,
pero no puedo templar ese acero,
como no pude con el de Botha.
El viento es mucho y cálido,
pero tú duermes
mientras yo sueño,
y no puedo revenir ese acero,
como no pude con el de Banja Luka. 
Tampoco están los gatos,
ladrones de alegrías,
soñadores de días,
y no puedo recocer ese acero,
como no puedo contarte
dónde voy en las noches sin luna.
Pero si tú no lo preguntas
el arco reenciende y se ceba.
Cuando la mujer llora,
o grita,
o duerme,
la pregunta nunca es: ¿por qué?
No sé, mi Amor,
cual es la pregunta,
pero tengo, tenemos,
la respuesta.

sábado, 11 de agosto de 2012

UN POEMA DE LAUGHLIN


Where does she go
when she closes her eyes
when we are making love?

She is there by my side
yet she isn´t there

If I touch her she trembles
but says nothing

One night I asked her
where it was she travelled

This time she smiled and
answered don´t be worried

I´ll never be far from you
the land I visit

Is the land of the poems
you have written for me.



UN POEMA DE CORTÁZAR




Ahora escribo pájaros.
No los veo venir, no los elijo,
de golpe están ahí, son esto,
una bandada de palabras
posándose
una
a
una
en los alambres de la página,
chirriando, picoteando, lluvia de alas
y yo sin pan que darles, solamente
dejándolos venir. Tal vez
sea eso un árbol
o tal vez
el amor.

martes, 7 de agosto de 2012

REFLEXIÓN ANTE UNA GOTA DE SANGRE







El aldabonazo lo irritó. Siguió leyendo a la luz de la lumbre hasta que sonó el segundo, y éste lo inquietó. Llevó los ojos al manuscrito, a sabiendas de que no podría concentrarse y, como temía, hubo un tercer golpe. Entonces escuchó con mucha atención pero con menos esperanza que la de Pandora al hacer el equipaje. No hubo más.

Se levantó despacio y marchó hacia la puerta. Al otro lado un hombre con gorro frigio le tendió la mano. Él la estrechó y reconoció los signos. Le franqueó el paso sin mediar palabra y el otro entró. Sólo tras cerrar la puerta y ofrecer asiento al visitante se presentaron. El café y un poco de conversación trivial les llevaron al motivo de la visita. Va a haber una iniciación, dijo el hombre con el gorro frigio entre las manos. Queremos que sea en tu casa. Asintió en silencio y condujo al hombre a los aposentos que desde hacía años tenía asignados para esta ocasión. Después volvió a la biblioteca, desechó el volumen en el que había trabajado y escogió La Ilíada. El gato lo miró y le hizo un guiño.

Al día siguiente, mientras trabajaba en el jardín, llegó el segundo hombre. Soy el Orador, dijo como presentación, y fiscal soberano del cuarto grado del Magisterio. Le condujo a los aposentos de la planta alta y después les mostró el templo a los dos visitantes. Así se ocuparían ellos de los preparativos y le dejarían en paz. Otros trabajos le reclamaban.

La noche era de luna nueva en Aries, la luna de nisán, y en ella llegó el tercer hombre. Soy el Cubridor, anunció, aunque a estas alturas él ya lo sabía. Ahora pasaba casi todo el tiempo en la cocina. Entregado al más noble de los oficios de la construcción, dar sin recibir. Los otros recogían el muérdago y destilaban el licopodio, las vías que les habían sido trazadas.

A mediodía en punto del otro día apareció el cuarto hombre, el Hermano Terrible. Lo llevó a la mejor de las habitaciones y le facilitó el manuscrito con los viejos rituales. El Experto se instaló en la biblioteca para estudiarlos desgranándolos hasta la médula.

El quinto día llegó el Hermano Hospitalario con el tronco de la Viuda. Se saludaron con afecto. Habían pasado muchos años pero parecía que hubiera sido una semana antes que se hubieran despedido. El Hospitalario le hizo compañía en la cocina, y no corrigió ni uno solo de los pésimos cortes que daba a pepinos y zanahorias para adornar las ensaladas.

El sábado llegó el sexto hombre. Los otros cinco visitantes le saludaron con veneración y él sonrío al ver a su viejo amigo velándose en la sombra. Maestro, dijo, con una ligera inclinación de cabeza sin dejar de mirar sus ojos. Que la Luz sea contigo, respondió el otro, y se dirigió al templo sin atender la escalera de subida a los aposentos reservados.

El séptimo día descansaron y después llegó la mujer. El Hermano Terrible la recibió  y la condujo a la Cámara secreta. La ceremonia duró tres horas y al terminar la nueva Hermana invocó al espíritu ante su cadáver mientras los Hermanos Vigilantes le pedían que se levantara. Pero se mantuvo firme y no cedió a la tentación.

Desde la primera capa de nubes miró abajo y vio a la mujer rubia recogiendo la pirámide. Ella también sonreía. Se habían emplazado doscientos mil años más tarde ante las estalactitas del Monasterio de Piedra y ambos sabían que él estaría allí, esperándola.

Ahora era su turno de construir el camino.