Aínsa. Hic
situ est. Me llevaste allí como el gran deseo del universo brotando de tu
vientre, sabiendo que era largo viaje y que la vuelta sería dura, de noche, por
escarpadas carreteras, y que te tocaría conducir a ti. Pero me llevaste.
Aparcamos lejos y me tomaste la mano hacia la entrada, como tú habías ya
hecho, pero yo no. Paseamos por el pueblo en silencio, como tú ya habías hecho,
yo no. Nos asomamos al mirador en el que
tú habías estado, pero yo no, y salimos despacito del pueblo, como tú habías hecho,
pero yo no. Anochecía. Busqué un banco y preferiste el muro al pie del
acantilado. Mis opciones eran sentarme delante o detrás de ti. Si lo hacía delante podría decirte mirando
tus ojos tantas cosas que quería que supieras, pero si me sentaba atrás podría
dejar a mi corazón latir despacito buscando tu compás. Y me senté atrás. Ya lo
había hecho pero tú no. Te dije cuánto ansiaba abrazarte y tomaste mi brazo y
lo cruzaste sobre tu pecho. Me estremecí al intuir tu carne bajo el suéter y
callé. Pasaron los minutos. Yo había estado allí, en ese lugar geométrico, pero
tú no. Y lo dije. Te lo dije. Lo hice mirando al occidente de la lontananza, y
sin dejar tiempo al azoramiento añadí: ¿buscamos un sitio para cenar? Y allí
que nos fuimos, entrando otra vez en la ciudad, entre tristes y felices. Y el
camino de vuelta fue muy duro, y conducías tú. Y esa noche dormí turbio y soñé
que era allí donde moría y que mi última caricia era tu dedo en mi nariz
escribiendo sit tibi terra levis.