jueves, 29 de diciembre de 2011

PLENITUD DEL VACÍO





El roce, mi Amor, sólo el roce

De tus senos en mi espalda

Como el guiño silencioso de una esfinge

Promesa a cumplir de plenitud


El giro, mi Amor, sólo el giro

De tu cuello volteándose de lado

Tu hueco en mi punta de la almohada

Mi vientre asiéndose a un vacío


Y si levantas, Vida mía, tu rodilla

Suavemente acercándola a mi mano

Firmemente asida a tu cintura

Invocando un momento de silencio


Y tus labios susurrando, Vida mía

Palabras que yo quiero que me digas

Como el viento al volver de la montaña

Deja atrás una estela de vacío


Y cuando son tus manos en lo oscuro

Untándome con la espuma de Afrodita

Virándome la piel a color cobre

El instante justo antes de la Aurora


Entonces es tu espalda cuanto beso

Fluyendo como líquido metal

Un regusto a dioses en mis labios

Y un aroma que insinúa eternidad


Y no sé, mi Amor, dónde se esconde,

Si en la plenitud de ese vacío

O en el silencio de mis noches

Cuando tu Luna no está.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

ÁGUILAS QUE SALEN Y VUELAN




Veinte años tendríamos, más o menos,
y entramos en el laberinto.
Tú sentías, yo buscaba.
Y la vida dio vueltas,
y el laberinto siguió.

Treinta años tendríamos, más o menos,
y ansíabamos la salida.
Tú sufrías, yo sentía.
Y la vida dio vueltas,
y el laberinto siguió.

Cuarenta tendríamos, más o menos,
y vimos una luz.
Tú buscabas, yo sufría.
Y la vida dio vueltas,
y el laberinto siguió.

Cincuenta años tuvimos, y todo era laberinto.
Tú renunciabas, yo me resignaba.
Y la vida dio vueltas,
y el laberinto siguió.

Y entonces el laberinto viró a túnel,
y tú entraste por tu Norte
y yo entré por mi Sur,
y al salir nos encontramos,

pues los puentes rotos habían quedado atrás.
Tantas, tantas vueltas, para una cosa tan sencilla:
asir las manos y decirnos el Amor.

jueves, 15 de diciembre de 2011

POEMA DE FRANCISCO LUIS BERNÁRDEZ



Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,

si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.

Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

UN POEMA DE VICENTE SABIDO RIVERO




La noche oscureció labios y rosas.
La noche acarició labios y rosas.
La noche vino fiel a nuestra cita.

Sonaba tu sonrisa en la negrura.
Sonaba tu sonrisa sobre el llanto
del viento y las cascadas en lo oscuro.

Un órgano barroco, un clavicémbalo
tremaba en mi interior y respondían
las fibras de tu sangre a mis adagios.

Las uvas del otoño, los jarales,
el cielo acharolado, la hojarasca
del parto vegetal eran el ámbito

mullido del amor. Y puse un beso
en la fresa partida de tu boca
que dulce se rindió. Pensé: supieras

quién es el que te abraza y te susurra
requiebros encendidos. Si pudieras
llegar a tocar fondo en el misterio

del triste vagabundo que acaricias
que está muriendo a chorros y no puede
morirse de una vez porque tú existes.

Sentí tu corazón dentro del mío
latir a mi compás. Y juré al cielo
luchar hasta morir por merecerte.

( de Aunque es de noche, Renacimiento 1994)

martes, 6 de diciembre de 2011

EPÍLOGO





Sevilla, ocho y veinte de agosto de 2009

Mucho, mucho ha pasado, pero no se me olvida que soy yo quien debe carta y ahora siento que el momento es el adecuado. La Luna llena ha dejado su impronta en el cielo y este sábado me recojo lentamente, como con devoción, con reconocimiento de unas reminiscencias que han ido apareciendo poco a poco a lo largo de este año, escasas y pequeñas, al principio, torrente manso y poderoso a la vez, ahora, capaces de mover molino o de dejarse llevar hasta el mar.

El azar doméstico (hasta hoy no la había visto) ha colocado, un metro por delante de mi, una foto de mi persona tomada en el 97, con la Esfinge detrás y la gran Pirámide al fondo. Entonces sí que eran huracanes y tormentas, y precisamente en la tremenda historia contenida en esa foto es en la que di un golpe de timón que, con los años, ha sido el que me ha traído aquí, playa sin arena y sol sin brisa de verano.

No fue un golpe fácil ni rápido, pero lo importante no era sino la decisión de darlo, la voluntad férrea ayudada por la inteligencia que dice Sí a la Vida y que decide no conformarse. El ánimo trágico de las almas embarcadas a la conquista de sí mismas; pero advenidas a un navegar a la ventura, hasta que se descubren a sí en los vientos y en las mareas, aparentemente fatales.

Esa chispa es la que me visita ahora, también. No puede ser de otra forma, playa sin arena, sol sin brisa de verano: es hora de construir de nuevo. He tenido mi Troya y mi viaje de retorno, del que tanto he compartido contigo. Llega ahora el tiempo de tomar compás y regla y trazar, de quitar el óxido de las palancas y los niveles; de preparar la caravana y de gozar con el tintineo de la campanilla del camello: la obra abierta, esperando la piedra.

Afortunadamente la rosa es efímera, y no hace falta echarla al fuego: el milagro sucede todos los días, a veces casi sin palabra. Ella vive, como intuyes, en ese inmenso espacio-tiempo que, aparentemente, separa la materia de la energía mediante inverosímiles curvaturas en geometrías en las que no se puede construir.....con nuestras viejas herramientas, con nuestra vieja palabra. No hay otra Verdad, y cuando al fin nos toca ya no la estábamos deseando.

Todos los vientos que allí y entonces soplaron, las nubes que empujaron; las aguas que éstas vertieron, los torrentes en los que se juntaron y los barros que por sus lechos arrastraron; todo ello remansa ahora en el punto geométrico en el que debe, y ahí, en la paz de la tenue luz del crepúsculo, en lo profundo, vuelve la vida a crecer, lenta pero inexorablemente. Así lo siento.

Recopilo mis etapas y paso revista a lo que conozco: entiendo que cada cosa tiene su lugar y sitio que le corresponde, que tengo una colección magnífica, aparentemente dispersa pero en verdad capaz de complementarse, orquestarse y crear. Esta es la tarea.

Sin lugar para banalidad alguna, sin sitio para el maligno y sus tentaciones, diciendo sólo Sí (sí sí sí…..) a la Vida, voy escogiendo de entre mi colección los elementos que han de conformar un camino con corazón, campo de prueba para el ouroboros recién llegado.

Esta vez siento que es en serio. Tengo el ánimo para ello y estoy en condiciones físicas, intelectuales y afectivas como para aceptar que lo que sea que emerja por el otro extremo del túnel no va a ser lo mismo que ahora entre en él. Porque el cambio es cambio, las decisiones suponen elección, la voluntad se apoya en la inteligencia y nos empuja en el primer paso, el que nos pone sobre el abismo.

Permíteme compartir contigo (Rachmaninov comparte su segundo concierto para piano) este momento. Y déjame pedirte que me ayudes, en este viaje, tan cerca, como lo hiciste en el otro, tan lejos. Sin tus palabras, sin tu luz, sin Amor, aquel viaje habría sido inútil:

En mi casa, Villa Maya,

Hay una puerta sin cerradura,

La escalera lleva hasta La Luna.

Y con él te mando mi abrazo, grande, nuevo, más y más alegre.

lunes, 5 de diciembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 10





Madras, 22 de noviembre de 2008

Poco antes del orto, hace un rato apenas, me sacó del sueño sabático la tormenta, tropical, que esta vez decidió pasar justo encima de mi casa, y así obsequiarme con todo su repertorio de truenos y de relámpagos.

Todos los fantasmas de las lluvias de mi vida se me iban echando encima, mientras yo me resistía a levantarme y acercarme a mi terraza para ver el espectáculo. Disfrutaba, me sentía atraído por esa dualidad que estaba siendo inventada con la hipótesis de la lluvia, esa dualidad entre el yo que se levantaba y el que no lo hacía, entre el yo fascinado por la naturaleza derrochando energía y el yo fascinado por la lucha interior, entre el yo que quería y necesitaba verlo para sentirlo, y el yo que sabía que la lluvia estaba dentro y que no había que levantarse para ver nada.

Creo que inconscientemente contaba los segundos entre luz y trueno, para calcular la distancia de la tormenta, y que, cuando comprobé que estaba justo encima, Goldmund venció a Narciso y me fui a la terraza. Allí, temeroso de dejarme empapar por tanta agua que con tanta energía caía de lo Alto, pensé (ingenuamente): menos mal que esto no me ha tocado en mitad del campo; mientras me asaltaban infantiles recuerdos de personajes sorprendidos por tormentas en mitad del campo y finalmente fulminados por un rayo. Me imaginaba habiendo de despojarme de todo objeto metálico y de tenderme tal cual sobre la hierba a esperar a que la lluvia pasase. Y mientras tanto, rayos y centellas justo encima de mi, como ahora lo estaban, aunque nos separaba el porche protector, y entonces comprendí que la diferencia entra ambas situaciones, la real y la imaginada, era que en aquélla no me había despojado de los metales, como sí que había tenido que hacer en ésta.

Y esta dualidad, real e íntima como mi vida que era, nada tenía que ver con la otra, tan artificial, que se había creado a sí misma instantes antes de levantarme de la cama. Eso era lo que estaba arrastrando esta tormenta y por un segundo volví a sentir esa magia, treinta y cinco años después, que me transmitió mi más querido fantasma de la lluvia, en la vieja biblioteca municipal de Sevilla, Maximiliano, hermano de Zenón, protagonista de aquel hermoso libro de la Yourcenar, mientras miraba caer la lluvia en Innsbruck y presagiaba la batalla dialéctica entre ambos, culminando prácticamente el discurso de las armas y de las letras del Quijote. La palabra, siempre la palabra, agua bendita.

Ni dos semanas hace que retorné de mi último viaje, tan casual aparentemente, como todo lo que aquí me sucede, tal vez porque empiezo a hacerlo. Un jefe de Madrid tenía que dar una conferencia en Delhi y no podía venir, así que me endosaron el asunto, que incluía tres dias completos en la ciudad, más la cercanía de un largo fin de semana, lo que permitía fabricarse un “puente” y conocer algo verdaderamente nuevo.

Pero yo no sabía dónde ir. No es que no hubiera lugares a priori interesantes, es que no quería dejarme llevar por la marea turística y acabar arrepintiéndome; por otro lado, en India, preparar un viaje “por tu cuenta” requiere una antelación de la que no disponía. La única alternativa parecía ser el “triángulo Delhi-Agra-Jaipur”, aunque fuera “por mi cuenta”, o sea con mi coche y mis reservas hoteleras personales. No me gustaba.

Esa noche el Maestro, con el que consulté mis dudas, me dijo: ¿recuerdas el primer libro que leíste cuando llegaste? El que habla de las fuentes del Ganges, sí. Vas a estar muy cerca, ¿por qué no aprovechas? Me dio instrucciones sobre donde ir en Gangotri, y, terminando, me entregó un cuenco de corcho: pregunta por mi hermano, me dijo, todo el mundo le conoce allí como “el hombre que habla con el agua”. Llévale mi cuenco, él sabrá qué hacer con él.

Desconcertado como tantas otras veces, arrepentido de haberle consultado mis dudas, en el coche, de vuelta a casa, me daba cuenta de que me había metido en un lío. Tenía tres días en Delhi para dar una conferencia de media hora, o sea, tenía tiempo de sobra para planear un viaje hasta Gangotri, ida y vuelta. Desde luego no iría hasta el glaciar en el que, se supone, nace el Ganga, primero porque está a veintitantos kilómetros por la montaña, segundo, que en el norte era invierno, con frío y nieve. Al glaciar se peregrina en junio, recordaba yo, con las primeras lluvias. Y los peregrinos llevan un cuenco que llenan con agua nueva para llevar a su lugar de origen, y en el camino de vuelta el agua no toca la tierra, ni siquiera de noche. Cómo hacen esto es uno de los temas del libro, pero ni yo era un sadhu indio, ni estábamos en verano. Y si no iba al glaciar, ¿a qué iba a Gangotri? En el momento en que me hice la pregunta (la angustiosa pregunta) comprendí que, a pesar de todo, iba a ir allí.

Y en efecto, pasé el tiempo en Delhi planeando el viaje, en autobús, hasta Gangotri, lo que no me habría hecho mucha gracia si no hubiera estado tan decidido. A las incomodidades propias de las malas carreteras y las curvas, se unía el inevitable video non-stop de los autobuses indios de largo recorrido, con su incesante proyección de películas locales más malas que “Karate a muerte en Torremolinos”. Me pondría el mp3 a todo volumen, a ver quien ganaba.

Al cerrar el vuelo de vuelta Delhi-Chennai la empleada me explicó amablemente que había una oferta y que me costaría la mitad si volvía pasando por Benarés, quedándome allí un día y una noche, nada más. Como tenía tiempo no lo pensé dos veces y le dije que sí. El baile de Shiva había empezado, aunque yo todavía no lo sabía.

En Gangotri los monjes de la orden del Maestro me recibieron muy bien, más cuando les dije que iba en busca del hombre que hablaba con la lluvia. Me ofrecieron una habitación mucho más cómoda de lo que había esperado. Estaba limpia, limpísima (al día siguiente comprobé que esta limpieza era responsabilidad del habitante), no hacía frío, tenía agua para lavarse y un excusado discreto y sereno. Me alegré de quedarme tres días.

Al día siguiente, repleto de “fervor místico” y con mi cuenco en la mano, me encaminé a la búsqueda del hombre que hablaba con el agua. Los monjes, amabilísimos de nuevo, me habían indicado por donde solía encontrarse, así como donde hallar un guía para no perderme por los montes. Ya había estado en Nepal, muy lejos de allí, pero con una Naturaleza hermana de aquella, así que opté por contratar al guía. Me aseguraron en la agencia que hablaba buen inglés, y como él mismo estaba delante y no dijo esta boca es mía me di cuenta de que no debía tener ni idea, pero no importaba, de lo que se trataba era de que nos sacara del monte en caso de peligro.

Llevé al guía al ashram para que le explicaran donde quería yo ir. Todo eran risas y sonrisas, todo empezaba a recordarme cada vez más al Nepal, donde la broma cósmica había terminado cebándose conmigo. Bueno, no importaba, en el peor de los casos pasaría tres días felices comiendo sólo arroz.

Tras tres agotadoras horas de camino por el monte encontramos al hermano del Maestro. Tenía su vivienda mitad choza, mitad cueva, como corresponde a un sadhu dispuesto a pasar allí el invierno. No sé si hablaba inglés, pues no dijo una palabra. Cuando vio mi cuenco me hizo sentar y llenó de agua otro que él tenía, muy parecido al mío. Me dijo que bebiera, y el agua me supo como la vida misma. Lo llenó otra vez y lo colocó en el suelo, entre ambos, que estábamos sentados sobre unas esteras vegetales hiladas por él mismo. Me dijo que mirara, y él también miró.

Largo rato estuvimos mirando, no sé qué vio él, si algo vio, pero a mí el agua sagrada me daba la impresión de estar disolviendo mis metales, y recalco lo de “mis” porque lo que sentía era que, un poquito, dejaba de ser “yo” al perder esa metalidad. Y también sentía que, un poquito, seguía siendo yo, pues no había perdido nada, la metalidad sólo había cambiado de estado al disolverse, y estaba presta a recomponerse como yo quisiera y supiera.

El sadhu tomó el cuenco y se bebió el agua, levantándose después a llenarlo para mi. También me levanté, y me pareció que era el momento de marcharme. Le regalé un librillo de papel de fumar, que me agradeció como si fuera de oro, y, tras despedirnos, guía y yo atacamos el camino de vuelta. A mitad del mismo paramos, el guía sacó su arroz, y cuando iba a hacer lo propio con el mío me di cuenta de que llevaba el cuenco del Maestro en la mano. Así de estupefacto había hecho todo el camino, y así seguí hasta llegar al ashram.

Nada más llegar los monjes me preguntaron cómo me había ido. No sé si eran los mismos que me habían despedido por la mañana, pero, cuando les conté lo que había ocurrido, discutieron entre ellos y estuvieron de acuerdo: ese no es el hombre que habla con el agua, me dijeron, ese es el hombre que mira el agua. Mañana te enseñaremos el camino al hombre que habla con el agua. Estaba rendido y aun me quedaba la limpieza de la habitación, así que me disculpé y me retiré. Cai dormido en el acto y la limpieza quedó para la mañana siguiente. Al fin y al cabo la habitación repetía habitante.

El día siguiente resultó ser una variación sobre el tema del anterior. Monjes, guía (otro, tan bilingüe como el anterior), dura caminata por el monte, esta vez hacia el otro lado del pueblo (no conseguía orientarme en aquel lugar, por la altura de los montes y de los vapores permanentes monte arriba, debido a las humedades). El sadhu que me recibió podía ser un calco del anterior, como si estuviera avisado (pero me consta que no era así).

Me dio agua y me ofreció fumar. Después me llevó a una garganta abierta en la montaña, por la que discurría un arroyuelo, y donde el viento embestía con fuerza. Me dijo que escuchara y así lo hice, durante largo rato. El viento silbaba en cada recodo de la garganta, y su música, feroz, se superponía al sonido del agua que caía por gravedad. El conjunto era armónico, sin duda, pero grave, lleno de energía, a punto de desbordarse, pero siempre sólo a punto. No reventaba, no dejaba de ser música. ¡Pero qué música!

Al cabo nos despedimos, y a mitad del camino de vuelta paramos de nuevo para comer el arroz. Esta vez ni había sacado el cuenco del zurrón, ni me preocupaba. Escuchaba al viento sobre nosotros, acariciando a los árboles. Me sentía feliz.

Como era de esperar los monjes coincidieron, tras mi relato, que con quien yo había pasado el día no era el hombre que hablaba con el agua, era, naturalmente, el hombre que hablaba con el viento. Mas no debía preocuparme, mañana sería otro día y me indicarían el camino para encontrar a quien yo buscaba. Esta vez, más divertido yo también, compartí su arroz de la noche, tras lo que me retiré para volver a caer fulminado en el sueño sin sueño (que yo sepa).

Te prevengo, mi querida S, que estas formas y actitudes, todo este juego de preguntas y respuestas ambiguas, de dar rodeos, de regocijarse en la apariencia, es lo habitual en India. En la ciudad, y en el trabajo profano los temas son unos, y en ese pueblo, y en el ámbito sagrado, los temas eran otros. Pero las actitudes eran las mismas, y por ello no estaba yo en absoluto sorprendido y me dejaba, dócilmente, llevar. Shiva estaba despertando, y tenía que danzar, ahora me iba dando cuenta.

La tercera mañana los monjes ya no reían tanto, como si ya no hubiera que ensayar los papeles, como si supieran que yo ya tenía asumido mi rol, y que no iba a salirme de él. Todo se repitió y enfilamos una tercera vía, más frondosa que las anteriores, al término de la cual había un claro por el que pasaba, majestuoso y torrencial, el propio Ganga como recién brotado de la cabellera de Shiva.

El sadhu que me recibió era diferente de los otros, más arreglado, afeitado, limpio, transparente. Me llevó a la orilla y allí nos sentamos en silencio. El río sonaba, desde luego, pero aquí el agua tenía un movimiento palpable, rápido, que se podía seguir con la mirada, con la visión, con el sentir todo de un alma ya entregada. Recordé a Siddharta y a su río al final de la novela de HH. Este río me parecía el mismo, aunque más joven, más rápido, más fugaz, sin barcas para pasar al otro lado. Tal vez el sadhu no fuera tal sino monje budista, pensé, se lo preguntaré más tarde.

Al despedirnos creí que sería mejor no regalarle el librillo de fumar, me daba la impresión de que este monje no le daba a la ganga (marihuana suave) como sin duda sí lo hacían los otros dos (y casi todos los sadhi). Saqué del bolsillo una moneda de un euro y, para que no se ofendiera, hice ademán de metérmela en la boca. Para Caronte, le dije, y me miró como si me entendiera. Olvidé preguntarle si era sadhu o monje budista.

En el ashram, esta vez me sorprendieron al decirme que, efectivamente, se trataba de un monje budista pero que tampoco era el hombre que hablaba con el agua, sino el hombre que escuchaba hablar al agua. Sutil diferencia. ¿Qué me habrían dicho si no les hubiera contado nada? Mañana sería otro día. ¿Que me marchaba mañana? Bueno, tal vez el año que viene, entonces. Me sentí alegre y compartí su risa, el arroz, y la plegaria nocturna, tras la que tocaron las trompetas, creo que para mí.

Al día siguiente hice la vuelta a Delhi y a continuación marché a Benarés, Kashi, la ciudad más sagrada de entre los siete lugares más sagrados de India. Era muy temprano, y a estas alturas del viaje tenía claro que ahora era yo el que tenía que dar los pasos. Los pasos en las huellas, pensé, como la novela de Carpentier (creo). Me fui al templo más cercano (como referencia) y de ahí a un ghat de los más pequeños y menos “visitados” de la ciudad. El olor de una incineración al aire libre no es precisamente agradable, pero allí me quedé mientras el cuerpo aguantó, compartiéndolo con los aghori que celebraban sus rituales de muerte y encarnación y que me miraban como sin entender por qué estaba yo ahí en vez de en el río, con los turistas, fotografiando sin cesar las abluciones y las cremaciones en los ghats. Cuando por fin me acerqué al Ganga sentía una necesidad física, además de espiritual, de hacerlo. Me quitó, desde luego, el olor a muerte, que se fue río abajo, hacia el golfo de Bengala, hacia el mar.

Por la tarde fui a Sarnath, donde el Buda dio su primera conferencia hace 2.500 años. La paz y la tranquilidad terminaron de apoderarse de mi. Había hecho todo lo que podía y podía dejarme llevar, otra vez. Era muy agradable, y sabía que la vida no es sólo eso. Todo estaba bien.

A la vuelta en Madras pensé que al Maestro no le harían falta comentarios, como otras veces, pero me equivocaba. Tal vez yo hubiera comprendido de verdad algo, lo cierto es que no “vio” en mis ojos y tuvo que preguntármelo: ¿viste a mi hemano? Sí, le dije, pero no pude hablar con él, todo el tiempo estuvimos hablando con el agua. Nos despedimos, y me quedé con un deje amargo pues pensé que esta vez yo había podido con él, gracias a mi juego de palabras.

Al entrar en el coche reparé en su cuenco, que había olvidado devolver. Su cuenco vacío. Vacío me lo dio y vacío estaba, y claro estaba quien lo tenía que llenar y por qué me lo había dado. Una vez más, él había ganado la partida.

Y todo era verdad, ahora. Tres veces había hablado con el agua, junto a su propia fuente, antes de que se evaporara toda por la acción del fuego, sagrado, en Benarés. Había sido el agua, todo el tiempo, y desde el primer día en Chennai estuvo ante mis ojos. Y sólo ahora, al final del largo viaje a oriente había sido, creo, capaz de verlo.


Canción del Agua


Encendí el Fuego con toda mi razón,

Di espíritu al motor, para la vía,

En el Agua es donde está mi corazón.


Sentí a Occidente como una maldición

Mas levantarme pude, todavía,

Encendí el Fuego con toda mi razón.


A Oriente fui en busca de un nuevo sabor,

La fragancia que pudiera hacer mía,

En el Agua es donde está mi corazón.


A casa volver quise, nueva labor

Pues nada hallaba, Ello se escondía,

Encendí el Fuego con toda mi razón.


Con la cara al viento el aire me dio voz,

Dulce canción de nuevo al mediodía,

En el Agua es donde está mi corazón.


De nuevo al pozo, ese Hades del Amor,

Agua es vapor y el Aire melodía,

Encendí el Fuego con toda mi razón,

En el Agua es donde está mi corazón.

sábado, 3 de diciembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 9





Madras, siete de septiembre de 2008.

Tengo en las manos tu carta, el regalo del verano. Volqué tantas inquietudes en la mía anterior, que añadieron incómoda zozobra a la nave en la que viajo, mas tu carta pasó revista a todas ellas y las fue poniendo en su sitio, poco a poco, semana a semana, en la cosecha del verano. Me había ido muy lejos en el viaje, como Ícaro, me acerqué demasiado al sol. Pero tu carta llegó a tiempo.

Ahora, cuando se acerca de nuevo el equinoccio, que aquí es anecdótico, pero también con el calor en declive, es cuando empiezo a sentir asimilados los acontecimientos del verano y cuando me puedo sentar a hablarte de ellos, ahora que ya siento su caricia, tan dentro.

Todo empezó con un rumor, como un ruido de fondo, tras una sesión con el maestro en la que habíamos trabajado sobre el observador y el observado, y el que observa al observador, te resulta familiar, ¿verdad? Llovía.

Llovía, y se “oía”. Esa música me transportó instantáneamente a muchos puntos geométricos de mi vida, desde la lluvia de Tagore en su casa de Bengala a la de Gijón en otoño, cuando entre chaparrón y chaparrón el cielo te regala un vistazo a la Polar, al Dragón o a Orión. Pero lo más interesante, por nuevo, fue que sentí, a la vez pero separados, los poemas que en la lluvia había leído: Yeats, Borges, el mismo Tagore. La lluvia que era agua y la lluvia que era palabra se confundían, y mi alma se asomaba, a su través, al infinito. El maestro se dio cuenta de que Ello me rondaba y me dejó en paz.

Al cabo del tiempo reanudamos el trabajo donde lo habíamos dejado, pero mi vivencia me tentaba a introducir nuevas variables en el trabajo, no ya sólo observador y observado; sino formas de observación, sensual, simbólica. En fin, un enfoque un tanto occidental, pretendiendo abarcarlo todo para estar seguro de que nada importante quedara fuera.

No es eso, no es eso, me repetía el maestro. Observar, ser observado, eso es lo importante, nada más. Concentre su trabajo en ello. Tenía razón, desde luego, y le hice caso. Pero al final, tras despedirnos, me preguntó: ¿Qué fue? Lluvia, le dije, y me marché y no pude evitar pensar que esta vez sería él el que se quedaría pensando.

Al día siguiente, tras el té, me contó la historia del monzón indio. Cómo había dos monzones, el de verano y el de otoño, siendo el segundo la retirada del primero, que afecta a otras zonas geográficas. Cómo el monzón tiene dos brazos, afectando uno a la costa del mar Arábigo y la otra al norte del golfo de Bengala. Y cómo el monzón va entrando en India, desde el sur, lentamente, pero sin irregularidades, llevando la lluvia y la vida nueva desde el sur hasta el lejano norte, a donde tarda tres o cuatro semanas más en llegar.

No se trata simplemente de un cambio de clima, me dijo. El mundo entero cambia. Pasamos de la estación seca a la húmeda. Maia cambia el sentido de su danza y el universo empieza a girar de otra forma. Los hombres cambian. Ve y vívelo.

Busqué unos días libres y me puse en camino. Al sur. A Kanya Kumari, cabo Comorin. El punto meridional de India, el lugar donde el subcontinente encuentra, a la vez, al océano Índico y las aguas del golfo de Bengala, al este, y del mar Arábigo, al oeste. Es como una península metida entre tres mares, como un Gibraltar sin horizonte africano (o europeo). Un abismo.

Hasta llegar allí, una carretera de tortura, como todas aquí, y alguna anécdota. La isla en la que meditó Vivekananda antes de partir a América. El lugar en el que se fueron al mar las cenizas de Gandhiji. El templo de Kanya Kumari, Parvati, consorte del inefable Siva, creada tras alguna ayuda pedida por los devas al dios supremo, punto obligado antes de toda (auténtica) peregrinación a Benarés.

La meteorología moderna permite saber con precisión cuando estará el monzón en cada punto de India, en particular aquel en el que yo me encontraba, pero no hacía falta parte meteorológico alguno para darse cuenta de lo inminente del asunto.

El día era gris, casi como la noche, pero era un gris muy cambiante. Las nubes se sucedían por el cielo en veloz procesión, como si la naturaleza quisiera exhibir todas y cada una de sus formas antes de la apoteosis final. Nimbos, cúmulos, cirros, que sé yo qué nombres tendrían todas esas formaciones de nubes que se sucedían viniendo siempre desde el suroeste, con el viento fuerte y tórrido.

La playa estaba llena de gente de todo tipo. La mayoría no eran del lugar sino que, como yo, habían venido en busca de algo. Ellas, en su mayoría, con su mejor sari, ellos, muchos, incluso con corbata (nunca vista en India). Murmullos, conversaciones en voz baja, el inevitable interrogatorio al extranjero (yo) sobre su procedencia, lo que le trae por aquí, su religión, número de hijos, salario. Lo supero con la habilidad que da año y medio de estancia en el país y me busco un hueco adecuado. Mi chófer no quería venir a la playa pero le he convencido, para que se lo pueda contar a su hija. Él se sienta y yo me quedo de pie.

El murmullo se acrecienta y se hace como una sinfonía de grillos en la noche, y de pronto se hace el silencio. Una nube gris oscuro, infinita, se acerca baja y veloz. Los rayos caen al mar, uno tras otro, los truenos se suceden y toman el tiempo del silencio que nos abrazó durante unos segundos.

Es como si trescientas veces Zeus cabalgara sobre la nube, tal es la cantidad de rayos que arroja al mar. Cuando parece que está a punto de llegar a tierra (y que la lluvia de rayos va a abrasarnos a todos) me doy cuenta de lo que está pasando: Dios mío, me digo, es un edificio, una catedral, la nube es la cubierta y los rayos son los pilares que la sostienen sobre el mar, sobre el agua. Columnas de fuego para una fundación de agua. (Fuego y agua, otra vez, me doy cuenta al releerlo hoy).

Cuando estoy a punto de entrar en la catedral (y todos vamos a quemarnos, soy consciente de eso) me encuentro con un umbral de agua de verdad. Muy fina al principio, pero en unos segundos parece que estoy atravesando una cascada, al cabo de un minuto sé que es una catarata. Ya no hay catedral ni nube ni columnas de fuego, sólo la lluvia con su sonido pesado, metálico, tropical, al golpear la arena. Quedarse allí más tiempo es imposible y no tiene sentido. El milagro se ha vuelto a producir, el monzón ha entrado en India, Siva está contento, la catedral fue mi interpretación del acontecimiento, nada más que una construcción mental (pero sé que la luz de los pilares era cierta). Cada cual hace lo que tiene que hacer y todos nos vamos yendo. Mi chófer se une a los que corren, está tan empapado como yo, como todos, y sé que le tendré que doblar la propina para que se lo cuente a su hija de manera positiva. Sonrío al pensarlo.

A la vuelta, en el coche, pienso en el observador y el observado, y mis neuronas los mezclan con el Juan Ignacio que en Chennai está terminando una construcción profana, y el que hace poco, al sur de Madras, acaba de participar, con la Naturaleza y los Dioses, en la construcción de la más sagrada de las Catedrales. Sé que soy ambos, y antes de formularme la pregunta siento un crujido dentro de mi (sí, un crujido) y siento que dos cosas se acaban de hacer una. “Lo” había encontrado.


Catedral

Las nubes que siguen siendo

imágenes de viajes y parajes

misteriosos.

Como siempre espero en el claro

ver al Zeus justo al lanzarme

el rayo.

Se vuelven grises, firmes

y descargan su lluvia

como la muerte

descarga sus caprichos.

Esta lluvia es ahora mía,

esta lluvia sin aroma,

sin viento,

rítmica,

incesante,

que rima la vida chocando con la tierra.

Que apaga el rumor de los cuervos.

Que me trae la esperanza,

porque un hombre la tocó

y tañó los primeros versos de la Gita,

como otro hombre tañó los de La Odisea

bajo la lluvia de Occidente.

Esta lluvia tensada como un arco,

que me devuelve al origen de todo.

Al Mare Nostrum.