jueves, 29 de diciembre de 2011

PLENITUD DEL VACÍO





El roce, mi Amor, sólo el roce

De tus senos en mi espalda

Como el guiño silencioso de una esfinge

Promesa a cumplir de plenitud


El giro, mi Amor, sólo el giro

De tu cuello volteándose de lado

Tu hueco en mi punta de la almohada

Mi vientre asiéndose a un vacío


Y si levantas, Vida mía, tu rodilla

Suavemente acercándola a mi mano

Firmemente asida a tu cintura

Invocando un momento de silencio


Y tus labios susurrando, Vida mía

Palabras que yo quiero que me digas

Como el viento al volver de la montaña

Deja atrás una estela de vacío


Y cuando son tus manos en lo oscuro

Untándome con la espuma de Afrodita

Virándome la piel a color cobre

El instante justo antes de la Aurora


Entonces es tu espalda cuanto beso

Fluyendo como líquido metal

Un regusto a dioses en mis labios

Y un aroma que insinúa eternidad


Y no sé, mi Amor, dónde se esconde,

Si en la plenitud de ese vacío

O en el silencio de mis noches

Cuando tu Luna no está.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

ÁGUILAS QUE SALEN Y VUELAN




Veinte años tendríamos, más o menos,
y entramos en el laberinto.
Tú sentías, yo buscaba.
Y la vida dio vueltas,
y el laberinto siguió.

Treinta años tendríamos, más o menos,
y ansíabamos la salida.
Tú sufrías, yo sentía.
Y la vida dio vueltas,
y el laberinto siguió.

Cuarenta tendríamos, más o menos,
y vimos una luz.
Tú buscabas, yo sufría.
Y la vida dio vueltas,
y el laberinto siguió.

Cincuenta años tuvimos, y todo era laberinto.
Tú renunciabas, yo me resignaba.
Y la vida dio vueltas,
y el laberinto siguió.

Y entonces el laberinto viró a túnel,
y tú entraste por tu Norte
y yo entré por mi Sur,
y al salir nos encontramos,

pues los puentes rotos habían quedado atrás.
Tantas, tantas vueltas, para una cosa tan sencilla:
asir las manos y decirnos el Amor.

jueves, 15 de diciembre de 2011

POEMA DE FRANCISCO LUIS BERNÁRDEZ



Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,

si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.

Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

UN POEMA DE VICENTE SABIDO RIVERO




La noche oscureció labios y rosas.
La noche acarició labios y rosas.
La noche vino fiel a nuestra cita.

Sonaba tu sonrisa en la negrura.
Sonaba tu sonrisa sobre el llanto
del viento y las cascadas en lo oscuro.

Un órgano barroco, un clavicémbalo
tremaba en mi interior y respondían
las fibras de tu sangre a mis adagios.

Las uvas del otoño, los jarales,
el cielo acharolado, la hojarasca
del parto vegetal eran el ámbito

mullido del amor. Y puse un beso
en la fresa partida de tu boca
que dulce se rindió. Pensé: supieras

quién es el que te abraza y te susurra
requiebros encendidos. Si pudieras
llegar a tocar fondo en el misterio

del triste vagabundo que acaricias
que está muriendo a chorros y no puede
morirse de una vez porque tú existes.

Sentí tu corazón dentro del mío
latir a mi compás. Y juré al cielo
luchar hasta morir por merecerte.

( de Aunque es de noche, Renacimiento 1994)

martes, 6 de diciembre de 2011

EPÍLOGO





Sevilla, ocho y veinte de agosto de 2009

Mucho, mucho ha pasado, pero no se me olvida que soy yo quien debe carta y ahora siento que el momento es el adecuado. La Luna llena ha dejado su impronta en el cielo y este sábado me recojo lentamente, como con devoción, con reconocimiento de unas reminiscencias que han ido apareciendo poco a poco a lo largo de este año, escasas y pequeñas, al principio, torrente manso y poderoso a la vez, ahora, capaces de mover molino o de dejarse llevar hasta el mar.

El azar doméstico (hasta hoy no la había visto) ha colocado, un metro por delante de mi, una foto de mi persona tomada en el 97, con la Esfinge detrás y la gran Pirámide al fondo. Entonces sí que eran huracanes y tormentas, y precisamente en la tremenda historia contenida en esa foto es en la que di un golpe de timón que, con los años, ha sido el que me ha traído aquí, playa sin arena y sol sin brisa de verano.

No fue un golpe fácil ni rápido, pero lo importante no era sino la decisión de darlo, la voluntad férrea ayudada por la inteligencia que dice Sí a la Vida y que decide no conformarse. El ánimo trágico de las almas embarcadas a la conquista de sí mismas; pero advenidas a un navegar a la ventura, hasta que se descubren a sí en los vientos y en las mareas, aparentemente fatales.

Esa chispa es la que me visita ahora, también. No puede ser de otra forma, playa sin arena, sol sin brisa de verano: es hora de construir de nuevo. He tenido mi Troya y mi viaje de retorno, del que tanto he compartido contigo. Llega ahora el tiempo de tomar compás y regla y trazar, de quitar el óxido de las palancas y los niveles; de preparar la caravana y de gozar con el tintineo de la campanilla del camello: la obra abierta, esperando la piedra.

Afortunadamente la rosa es efímera, y no hace falta echarla al fuego: el milagro sucede todos los días, a veces casi sin palabra. Ella vive, como intuyes, en ese inmenso espacio-tiempo que, aparentemente, separa la materia de la energía mediante inverosímiles curvaturas en geometrías en las que no se puede construir.....con nuestras viejas herramientas, con nuestra vieja palabra. No hay otra Verdad, y cuando al fin nos toca ya no la estábamos deseando.

Todos los vientos que allí y entonces soplaron, las nubes que empujaron; las aguas que éstas vertieron, los torrentes en los que se juntaron y los barros que por sus lechos arrastraron; todo ello remansa ahora en el punto geométrico en el que debe, y ahí, en la paz de la tenue luz del crepúsculo, en lo profundo, vuelve la vida a crecer, lenta pero inexorablemente. Así lo siento.

Recopilo mis etapas y paso revista a lo que conozco: entiendo que cada cosa tiene su lugar y sitio que le corresponde, que tengo una colección magnífica, aparentemente dispersa pero en verdad capaz de complementarse, orquestarse y crear. Esta es la tarea.

Sin lugar para banalidad alguna, sin sitio para el maligno y sus tentaciones, diciendo sólo Sí (sí sí sí…..) a la Vida, voy escogiendo de entre mi colección los elementos que han de conformar un camino con corazón, campo de prueba para el ouroboros recién llegado.

Esta vez siento que es en serio. Tengo el ánimo para ello y estoy en condiciones físicas, intelectuales y afectivas como para aceptar que lo que sea que emerja por el otro extremo del túnel no va a ser lo mismo que ahora entre en él. Porque el cambio es cambio, las decisiones suponen elección, la voluntad se apoya en la inteligencia y nos empuja en el primer paso, el que nos pone sobre el abismo.

Permíteme compartir contigo (Rachmaninov comparte su segundo concierto para piano) este momento. Y déjame pedirte que me ayudes, en este viaje, tan cerca, como lo hiciste en el otro, tan lejos. Sin tus palabras, sin tu luz, sin Amor, aquel viaje habría sido inútil:

En mi casa, Villa Maya,

Hay una puerta sin cerradura,

La escalera lleva hasta La Luna.

Y con él te mando mi abrazo, grande, nuevo, más y más alegre.

lunes, 5 de diciembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 10





Madras, 22 de noviembre de 2008

Poco antes del orto, hace un rato apenas, me sacó del sueño sabático la tormenta, tropical, que esta vez decidió pasar justo encima de mi casa, y así obsequiarme con todo su repertorio de truenos y de relámpagos.

Todos los fantasmas de las lluvias de mi vida se me iban echando encima, mientras yo me resistía a levantarme y acercarme a mi terraza para ver el espectáculo. Disfrutaba, me sentía atraído por esa dualidad que estaba siendo inventada con la hipótesis de la lluvia, esa dualidad entre el yo que se levantaba y el que no lo hacía, entre el yo fascinado por la naturaleza derrochando energía y el yo fascinado por la lucha interior, entre el yo que quería y necesitaba verlo para sentirlo, y el yo que sabía que la lluvia estaba dentro y que no había que levantarse para ver nada.

Creo que inconscientemente contaba los segundos entre luz y trueno, para calcular la distancia de la tormenta, y que, cuando comprobé que estaba justo encima, Goldmund venció a Narciso y me fui a la terraza. Allí, temeroso de dejarme empapar por tanta agua que con tanta energía caía de lo Alto, pensé (ingenuamente): menos mal que esto no me ha tocado en mitad del campo; mientras me asaltaban infantiles recuerdos de personajes sorprendidos por tormentas en mitad del campo y finalmente fulminados por un rayo. Me imaginaba habiendo de despojarme de todo objeto metálico y de tenderme tal cual sobre la hierba a esperar a que la lluvia pasase. Y mientras tanto, rayos y centellas justo encima de mi, como ahora lo estaban, aunque nos separaba el porche protector, y entonces comprendí que la diferencia entra ambas situaciones, la real y la imaginada, era que en aquélla no me había despojado de los metales, como sí que había tenido que hacer en ésta.

Y esta dualidad, real e íntima como mi vida que era, nada tenía que ver con la otra, tan artificial, que se había creado a sí misma instantes antes de levantarme de la cama. Eso era lo que estaba arrastrando esta tormenta y por un segundo volví a sentir esa magia, treinta y cinco años después, que me transmitió mi más querido fantasma de la lluvia, en la vieja biblioteca municipal de Sevilla, Maximiliano, hermano de Zenón, protagonista de aquel hermoso libro de la Yourcenar, mientras miraba caer la lluvia en Innsbruck y presagiaba la batalla dialéctica entre ambos, culminando prácticamente el discurso de las armas y de las letras del Quijote. La palabra, siempre la palabra, agua bendita.

Ni dos semanas hace que retorné de mi último viaje, tan casual aparentemente, como todo lo que aquí me sucede, tal vez porque empiezo a hacerlo. Un jefe de Madrid tenía que dar una conferencia en Delhi y no podía venir, así que me endosaron el asunto, que incluía tres dias completos en la ciudad, más la cercanía de un largo fin de semana, lo que permitía fabricarse un “puente” y conocer algo verdaderamente nuevo.

Pero yo no sabía dónde ir. No es que no hubiera lugares a priori interesantes, es que no quería dejarme llevar por la marea turística y acabar arrepintiéndome; por otro lado, en India, preparar un viaje “por tu cuenta” requiere una antelación de la que no disponía. La única alternativa parecía ser el “triángulo Delhi-Agra-Jaipur”, aunque fuera “por mi cuenta”, o sea con mi coche y mis reservas hoteleras personales. No me gustaba.

Esa noche el Maestro, con el que consulté mis dudas, me dijo: ¿recuerdas el primer libro que leíste cuando llegaste? El que habla de las fuentes del Ganges, sí. Vas a estar muy cerca, ¿por qué no aprovechas? Me dio instrucciones sobre donde ir en Gangotri, y, terminando, me entregó un cuenco de corcho: pregunta por mi hermano, me dijo, todo el mundo le conoce allí como “el hombre que habla con el agua”. Llévale mi cuenco, él sabrá qué hacer con él.

Desconcertado como tantas otras veces, arrepentido de haberle consultado mis dudas, en el coche, de vuelta a casa, me daba cuenta de que me había metido en un lío. Tenía tres días en Delhi para dar una conferencia de media hora, o sea, tenía tiempo de sobra para planear un viaje hasta Gangotri, ida y vuelta. Desde luego no iría hasta el glaciar en el que, se supone, nace el Ganga, primero porque está a veintitantos kilómetros por la montaña, segundo, que en el norte era invierno, con frío y nieve. Al glaciar se peregrina en junio, recordaba yo, con las primeras lluvias. Y los peregrinos llevan un cuenco que llenan con agua nueva para llevar a su lugar de origen, y en el camino de vuelta el agua no toca la tierra, ni siquiera de noche. Cómo hacen esto es uno de los temas del libro, pero ni yo era un sadhu indio, ni estábamos en verano. Y si no iba al glaciar, ¿a qué iba a Gangotri? En el momento en que me hice la pregunta (la angustiosa pregunta) comprendí que, a pesar de todo, iba a ir allí.

Y en efecto, pasé el tiempo en Delhi planeando el viaje, en autobús, hasta Gangotri, lo que no me habría hecho mucha gracia si no hubiera estado tan decidido. A las incomodidades propias de las malas carreteras y las curvas, se unía el inevitable video non-stop de los autobuses indios de largo recorrido, con su incesante proyección de películas locales más malas que “Karate a muerte en Torremolinos”. Me pondría el mp3 a todo volumen, a ver quien ganaba.

Al cerrar el vuelo de vuelta Delhi-Chennai la empleada me explicó amablemente que había una oferta y que me costaría la mitad si volvía pasando por Benarés, quedándome allí un día y una noche, nada más. Como tenía tiempo no lo pensé dos veces y le dije que sí. El baile de Shiva había empezado, aunque yo todavía no lo sabía.

En Gangotri los monjes de la orden del Maestro me recibieron muy bien, más cuando les dije que iba en busca del hombre que hablaba con la lluvia. Me ofrecieron una habitación mucho más cómoda de lo que había esperado. Estaba limpia, limpísima (al día siguiente comprobé que esta limpieza era responsabilidad del habitante), no hacía frío, tenía agua para lavarse y un excusado discreto y sereno. Me alegré de quedarme tres días.

Al día siguiente, repleto de “fervor místico” y con mi cuenco en la mano, me encaminé a la búsqueda del hombre que hablaba con el agua. Los monjes, amabilísimos de nuevo, me habían indicado por donde solía encontrarse, así como donde hallar un guía para no perderme por los montes. Ya había estado en Nepal, muy lejos de allí, pero con una Naturaleza hermana de aquella, así que opté por contratar al guía. Me aseguraron en la agencia que hablaba buen inglés, y como él mismo estaba delante y no dijo esta boca es mía me di cuenta de que no debía tener ni idea, pero no importaba, de lo que se trataba era de que nos sacara del monte en caso de peligro.

Llevé al guía al ashram para que le explicaran donde quería yo ir. Todo eran risas y sonrisas, todo empezaba a recordarme cada vez más al Nepal, donde la broma cósmica había terminado cebándose conmigo. Bueno, no importaba, en el peor de los casos pasaría tres días felices comiendo sólo arroz.

Tras tres agotadoras horas de camino por el monte encontramos al hermano del Maestro. Tenía su vivienda mitad choza, mitad cueva, como corresponde a un sadhu dispuesto a pasar allí el invierno. No sé si hablaba inglés, pues no dijo una palabra. Cuando vio mi cuenco me hizo sentar y llenó de agua otro que él tenía, muy parecido al mío. Me dijo que bebiera, y el agua me supo como la vida misma. Lo llenó otra vez y lo colocó en el suelo, entre ambos, que estábamos sentados sobre unas esteras vegetales hiladas por él mismo. Me dijo que mirara, y él también miró.

Largo rato estuvimos mirando, no sé qué vio él, si algo vio, pero a mí el agua sagrada me daba la impresión de estar disolviendo mis metales, y recalco lo de “mis” porque lo que sentía era que, un poquito, dejaba de ser “yo” al perder esa metalidad. Y también sentía que, un poquito, seguía siendo yo, pues no había perdido nada, la metalidad sólo había cambiado de estado al disolverse, y estaba presta a recomponerse como yo quisiera y supiera.

El sadhu tomó el cuenco y se bebió el agua, levantándose después a llenarlo para mi. También me levanté, y me pareció que era el momento de marcharme. Le regalé un librillo de papel de fumar, que me agradeció como si fuera de oro, y, tras despedirnos, guía y yo atacamos el camino de vuelta. A mitad del mismo paramos, el guía sacó su arroz, y cuando iba a hacer lo propio con el mío me di cuenta de que llevaba el cuenco del Maestro en la mano. Así de estupefacto había hecho todo el camino, y así seguí hasta llegar al ashram.

Nada más llegar los monjes me preguntaron cómo me había ido. No sé si eran los mismos que me habían despedido por la mañana, pero, cuando les conté lo que había ocurrido, discutieron entre ellos y estuvieron de acuerdo: ese no es el hombre que habla con el agua, me dijeron, ese es el hombre que mira el agua. Mañana te enseñaremos el camino al hombre que habla con el agua. Estaba rendido y aun me quedaba la limpieza de la habitación, así que me disculpé y me retiré. Cai dormido en el acto y la limpieza quedó para la mañana siguiente. Al fin y al cabo la habitación repetía habitante.

El día siguiente resultó ser una variación sobre el tema del anterior. Monjes, guía (otro, tan bilingüe como el anterior), dura caminata por el monte, esta vez hacia el otro lado del pueblo (no conseguía orientarme en aquel lugar, por la altura de los montes y de los vapores permanentes monte arriba, debido a las humedades). El sadhu que me recibió podía ser un calco del anterior, como si estuviera avisado (pero me consta que no era así).

Me dio agua y me ofreció fumar. Después me llevó a una garganta abierta en la montaña, por la que discurría un arroyuelo, y donde el viento embestía con fuerza. Me dijo que escuchara y así lo hice, durante largo rato. El viento silbaba en cada recodo de la garganta, y su música, feroz, se superponía al sonido del agua que caía por gravedad. El conjunto era armónico, sin duda, pero grave, lleno de energía, a punto de desbordarse, pero siempre sólo a punto. No reventaba, no dejaba de ser música. ¡Pero qué música!

Al cabo nos despedimos, y a mitad del camino de vuelta paramos de nuevo para comer el arroz. Esta vez ni había sacado el cuenco del zurrón, ni me preocupaba. Escuchaba al viento sobre nosotros, acariciando a los árboles. Me sentía feliz.

Como era de esperar los monjes coincidieron, tras mi relato, que con quien yo había pasado el día no era el hombre que hablaba con el agua, era, naturalmente, el hombre que hablaba con el viento. Mas no debía preocuparme, mañana sería otro día y me indicarían el camino para encontrar a quien yo buscaba. Esta vez, más divertido yo también, compartí su arroz de la noche, tras lo que me retiré para volver a caer fulminado en el sueño sin sueño (que yo sepa).

Te prevengo, mi querida S, que estas formas y actitudes, todo este juego de preguntas y respuestas ambiguas, de dar rodeos, de regocijarse en la apariencia, es lo habitual en India. En la ciudad, y en el trabajo profano los temas son unos, y en ese pueblo, y en el ámbito sagrado, los temas eran otros. Pero las actitudes eran las mismas, y por ello no estaba yo en absoluto sorprendido y me dejaba, dócilmente, llevar. Shiva estaba despertando, y tenía que danzar, ahora me iba dando cuenta.

La tercera mañana los monjes ya no reían tanto, como si ya no hubiera que ensayar los papeles, como si supieran que yo ya tenía asumido mi rol, y que no iba a salirme de él. Todo se repitió y enfilamos una tercera vía, más frondosa que las anteriores, al término de la cual había un claro por el que pasaba, majestuoso y torrencial, el propio Ganga como recién brotado de la cabellera de Shiva.

El sadhu que me recibió era diferente de los otros, más arreglado, afeitado, limpio, transparente. Me llevó a la orilla y allí nos sentamos en silencio. El río sonaba, desde luego, pero aquí el agua tenía un movimiento palpable, rápido, que se podía seguir con la mirada, con la visión, con el sentir todo de un alma ya entregada. Recordé a Siddharta y a su río al final de la novela de HH. Este río me parecía el mismo, aunque más joven, más rápido, más fugaz, sin barcas para pasar al otro lado. Tal vez el sadhu no fuera tal sino monje budista, pensé, se lo preguntaré más tarde.

Al despedirnos creí que sería mejor no regalarle el librillo de fumar, me daba la impresión de que este monje no le daba a la ganga (marihuana suave) como sin duda sí lo hacían los otros dos (y casi todos los sadhi). Saqué del bolsillo una moneda de un euro y, para que no se ofendiera, hice ademán de metérmela en la boca. Para Caronte, le dije, y me miró como si me entendiera. Olvidé preguntarle si era sadhu o monje budista.

En el ashram, esta vez me sorprendieron al decirme que, efectivamente, se trataba de un monje budista pero que tampoco era el hombre que hablaba con el agua, sino el hombre que escuchaba hablar al agua. Sutil diferencia. ¿Qué me habrían dicho si no les hubiera contado nada? Mañana sería otro día. ¿Que me marchaba mañana? Bueno, tal vez el año que viene, entonces. Me sentí alegre y compartí su risa, el arroz, y la plegaria nocturna, tras la que tocaron las trompetas, creo que para mí.

Al día siguiente hice la vuelta a Delhi y a continuación marché a Benarés, Kashi, la ciudad más sagrada de entre los siete lugares más sagrados de India. Era muy temprano, y a estas alturas del viaje tenía claro que ahora era yo el que tenía que dar los pasos. Los pasos en las huellas, pensé, como la novela de Carpentier (creo). Me fui al templo más cercano (como referencia) y de ahí a un ghat de los más pequeños y menos “visitados” de la ciudad. El olor de una incineración al aire libre no es precisamente agradable, pero allí me quedé mientras el cuerpo aguantó, compartiéndolo con los aghori que celebraban sus rituales de muerte y encarnación y que me miraban como sin entender por qué estaba yo ahí en vez de en el río, con los turistas, fotografiando sin cesar las abluciones y las cremaciones en los ghats. Cuando por fin me acerqué al Ganga sentía una necesidad física, además de espiritual, de hacerlo. Me quitó, desde luego, el olor a muerte, que se fue río abajo, hacia el golfo de Bengala, hacia el mar.

Por la tarde fui a Sarnath, donde el Buda dio su primera conferencia hace 2.500 años. La paz y la tranquilidad terminaron de apoderarse de mi. Había hecho todo lo que podía y podía dejarme llevar, otra vez. Era muy agradable, y sabía que la vida no es sólo eso. Todo estaba bien.

A la vuelta en Madras pensé que al Maestro no le harían falta comentarios, como otras veces, pero me equivocaba. Tal vez yo hubiera comprendido de verdad algo, lo cierto es que no “vio” en mis ojos y tuvo que preguntármelo: ¿viste a mi hemano? Sí, le dije, pero no pude hablar con él, todo el tiempo estuvimos hablando con el agua. Nos despedimos, y me quedé con un deje amargo pues pensé que esta vez yo había podido con él, gracias a mi juego de palabras.

Al entrar en el coche reparé en su cuenco, que había olvidado devolver. Su cuenco vacío. Vacío me lo dio y vacío estaba, y claro estaba quien lo tenía que llenar y por qué me lo había dado. Una vez más, él había ganado la partida.

Y todo era verdad, ahora. Tres veces había hablado con el agua, junto a su propia fuente, antes de que se evaporara toda por la acción del fuego, sagrado, en Benarés. Había sido el agua, todo el tiempo, y desde el primer día en Chennai estuvo ante mis ojos. Y sólo ahora, al final del largo viaje a oriente había sido, creo, capaz de verlo.


Canción del Agua


Encendí el Fuego con toda mi razón,

Di espíritu al motor, para la vía,

En el Agua es donde está mi corazón.


Sentí a Occidente como una maldición

Mas levantarme pude, todavía,

Encendí el Fuego con toda mi razón.


A Oriente fui en busca de un nuevo sabor,

La fragancia que pudiera hacer mía,

En el Agua es donde está mi corazón.


A casa volver quise, nueva labor

Pues nada hallaba, Ello se escondía,

Encendí el Fuego con toda mi razón.


Con la cara al viento el aire me dio voz,

Dulce canción de nuevo al mediodía,

En el Agua es donde está mi corazón.


De nuevo al pozo, ese Hades del Amor,

Agua es vapor y el Aire melodía,

Encendí el Fuego con toda mi razón,

En el Agua es donde está mi corazón.

sábado, 3 de diciembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 9





Madras, siete de septiembre de 2008.

Tengo en las manos tu carta, el regalo del verano. Volqué tantas inquietudes en la mía anterior, que añadieron incómoda zozobra a la nave en la que viajo, mas tu carta pasó revista a todas ellas y las fue poniendo en su sitio, poco a poco, semana a semana, en la cosecha del verano. Me había ido muy lejos en el viaje, como Ícaro, me acerqué demasiado al sol. Pero tu carta llegó a tiempo.

Ahora, cuando se acerca de nuevo el equinoccio, que aquí es anecdótico, pero también con el calor en declive, es cuando empiezo a sentir asimilados los acontecimientos del verano y cuando me puedo sentar a hablarte de ellos, ahora que ya siento su caricia, tan dentro.

Todo empezó con un rumor, como un ruido de fondo, tras una sesión con el maestro en la que habíamos trabajado sobre el observador y el observado, y el que observa al observador, te resulta familiar, ¿verdad? Llovía.

Llovía, y se “oía”. Esa música me transportó instantáneamente a muchos puntos geométricos de mi vida, desde la lluvia de Tagore en su casa de Bengala a la de Gijón en otoño, cuando entre chaparrón y chaparrón el cielo te regala un vistazo a la Polar, al Dragón o a Orión. Pero lo más interesante, por nuevo, fue que sentí, a la vez pero separados, los poemas que en la lluvia había leído: Yeats, Borges, el mismo Tagore. La lluvia que era agua y la lluvia que era palabra se confundían, y mi alma se asomaba, a su través, al infinito. El maestro se dio cuenta de que Ello me rondaba y me dejó en paz.

Al cabo del tiempo reanudamos el trabajo donde lo habíamos dejado, pero mi vivencia me tentaba a introducir nuevas variables en el trabajo, no ya sólo observador y observado; sino formas de observación, sensual, simbólica. En fin, un enfoque un tanto occidental, pretendiendo abarcarlo todo para estar seguro de que nada importante quedara fuera.

No es eso, no es eso, me repetía el maestro. Observar, ser observado, eso es lo importante, nada más. Concentre su trabajo en ello. Tenía razón, desde luego, y le hice caso. Pero al final, tras despedirnos, me preguntó: ¿Qué fue? Lluvia, le dije, y me marché y no pude evitar pensar que esta vez sería él el que se quedaría pensando.

Al día siguiente, tras el té, me contó la historia del monzón indio. Cómo había dos monzones, el de verano y el de otoño, siendo el segundo la retirada del primero, que afecta a otras zonas geográficas. Cómo el monzón tiene dos brazos, afectando uno a la costa del mar Arábigo y la otra al norte del golfo de Bengala. Y cómo el monzón va entrando en India, desde el sur, lentamente, pero sin irregularidades, llevando la lluvia y la vida nueva desde el sur hasta el lejano norte, a donde tarda tres o cuatro semanas más en llegar.

No se trata simplemente de un cambio de clima, me dijo. El mundo entero cambia. Pasamos de la estación seca a la húmeda. Maia cambia el sentido de su danza y el universo empieza a girar de otra forma. Los hombres cambian. Ve y vívelo.

Busqué unos días libres y me puse en camino. Al sur. A Kanya Kumari, cabo Comorin. El punto meridional de India, el lugar donde el subcontinente encuentra, a la vez, al océano Índico y las aguas del golfo de Bengala, al este, y del mar Arábigo, al oeste. Es como una península metida entre tres mares, como un Gibraltar sin horizonte africano (o europeo). Un abismo.

Hasta llegar allí, una carretera de tortura, como todas aquí, y alguna anécdota. La isla en la que meditó Vivekananda antes de partir a América. El lugar en el que se fueron al mar las cenizas de Gandhiji. El templo de Kanya Kumari, Parvati, consorte del inefable Siva, creada tras alguna ayuda pedida por los devas al dios supremo, punto obligado antes de toda (auténtica) peregrinación a Benarés.

La meteorología moderna permite saber con precisión cuando estará el monzón en cada punto de India, en particular aquel en el que yo me encontraba, pero no hacía falta parte meteorológico alguno para darse cuenta de lo inminente del asunto.

El día era gris, casi como la noche, pero era un gris muy cambiante. Las nubes se sucedían por el cielo en veloz procesión, como si la naturaleza quisiera exhibir todas y cada una de sus formas antes de la apoteosis final. Nimbos, cúmulos, cirros, que sé yo qué nombres tendrían todas esas formaciones de nubes que se sucedían viniendo siempre desde el suroeste, con el viento fuerte y tórrido.

La playa estaba llena de gente de todo tipo. La mayoría no eran del lugar sino que, como yo, habían venido en busca de algo. Ellas, en su mayoría, con su mejor sari, ellos, muchos, incluso con corbata (nunca vista en India). Murmullos, conversaciones en voz baja, el inevitable interrogatorio al extranjero (yo) sobre su procedencia, lo que le trae por aquí, su religión, número de hijos, salario. Lo supero con la habilidad que da año y medio de estancia en el país y me busco un hueco adecuado. Mi chófer no quería venir a la playa pero le he convencido, para que se lo pueda contar a su hija. Él se sienta y yo me quedo de pie.

El murmullo se acrecienta y se hace como una sinfonía de grillos en la noche, y de pronto se hace el silencio. Una nube gris oscuro, infinita, se acerca baja y veloz. Los rayos caen al mar, uno tras otro, los truenos se suceden y toman el tiempo del silencio que nos abrazó durante unos segundos.

Es como si trescientas veces Zeus cabalgara sobre la nube, tal es la cantidad de rayos que arroja al mar. Cuando parece que está a punto de llegar a tierra (y que la lluvia de rayos va a abrasarnos a todos) me doy cuenta de lo que está pasando: Dios mío, me digo, es un edificio, una catedral, la nube es la cubierta y los rayos son los pilares que la sostienen sobre el mar, sobre el agua. Columnas de fuego para una fundación de agua. (Fuego y agua, otra vez, me doy cuenta al releerlo hoy).

Cuando estoy a punto de entrar en la catedral (y todos vamos a quemarnos, soy consciente de eso) me encuentro con un umbral de agua de verdad. Muy fina al principio, pero en unos segundos parece que estoy atravesando una cascada, al cabo de un minuto sé que es una catarata. Ya no hay catedral ni nube ni columnas de fuego, sólo la lluvia con su sonido pesado, metálico, tropical, al golpear la arena. Quedarse allí más tiempo es imposible y no tiene sentido. El milagro se ha vuelto a producir, el monzón ha entrado en India, Siva está contento, la catedral fue mi interpretación del acontecimiento, nada más que una construcción mental (pero sé que la luz de los pilares era cierta). Cada cual hace lo que tiene que hacer y todos nos vamos yendo. Mi chófer se une a los que corren, está tan empapado como yo, como todos, y sé que le tendré que doblar la propina para que se lo cuente a su hija de manera positiva. Sonrío al pensarlo.

A la vuelta, en el coche, pienso en el observador y el observado, y mis neuronas los mezclan con el Juan Ignacio que en Chennai está terminando una construcción profana, y el que hace poco, al sur de Madras, acaba de participar, con la Naturaleza y los Dioses, en la construcción de la más sagrada de las Catedrales. Sé que soy ambos, y antes de formularme la pregunta siento un crujido dentro de mi (sí, un crujido) y siento que dos cosas se acaban de hacer una. “Lo” había encontrado.


Catedral

Las nubes que siguen siendo

imágenes de viajes y parajes

misteriosos.

Como siempre espero en el claro

ver al Zeus justo al lanzarme

el rayo.

Se vuelven grises, firmes

y descargan su lluvia

como la muerte

descarga sus caprichos.

Esta lluvia es ahora mía,

esta lluvia sin aroma,

sin viento,

rítmica,

incesante,

que rima la vida chocando con la tierra.

Que apaga el rumor de los cuervos.

Que me trae la esperanza,

porque un hombre la tocó

y tañó los primeros versos de la Gita,

como otro hombre tañó los de La Odisea

bajo la lluvia de Occidente.

Esta lluvia tensada como un arco,

que me devuelve al origen de todo.

Al Mare Nostrum.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 8





Madras, siete de junio de 2008.

¡Qué alegría tu carta! ¡Cómo me reconforta!. Tras haber estado allí, sombra de lo que (¿quiero? ¿deseo? ser) mi inconsciente ego quiere ser, tus palabras son una bendición, que me hace creer más en este camino que recorro y que a veces se refleja allí.

Por primera vez te escribo por la tarde, a propósito alejado de la luz, en busca de esa Luna de la que hablas, en la certidumbre de que también esa fuerza, la pura vida fluyendo, dará a buen puerto con lo que me gustaría hacerte llegar.

En pleno verano tropical, pasé el mediodía en la piscina dejando que Afrodita me acariciara con sus cabellos mojados, llevándome de aquí para allá, entre la conversación con el cónsul de Alemania y la agregada cultural de Finlandia. Una agradable comida, un café, y la promesa de una fiesta a la que no voy a ir porque me espera, paseando en su playa, mi querida S.

Me escribes de un desierto “soñado” y que era hostil. En el que pensabas en los seres a los que amas. Y yo pienso en el desierto que recorro todos los días, dos horas ida, otras dos vuelta, para ir a la obra que me ha sido dado hacer. Y pienso también en los seres que amo. Y me encuentro contigo, porque el Amor es uno, y es apacible. Escribí sobre él para mi taller, y está en el blog, creo, y es un recuerdo a mi madre, que me enseñó el “bello gesto” que hay que tener siempre en la vida. Ella pasó, pero cuanto la amo.

Me deja sin respuesta tu “sueño” de ajedrez. Yo también me pongo las gafas para leerlo una y otra vez. Me viene a la memoria esa ocasión en que Lenin se presentó en la celda de Alekhine, maestro de ajedrez y ruso blanco y le dijo: Vengo a jugar una partida contigo, si me dejas ganar te haré fusilar. Al esclavo, al prisionero, se le arrebata la posibilidad de mentir. Si el campo es la esclavitud, ¿qué es la libertad? , que decía Perogrullo. Nadie sabe como acabó la partida, sí que el Dr. Alekhine fue liberado y pudo marchar a Francia, donde siguió haciendo de las suyas. ¿No será Dios el Lenin de tu “sueño”? Hay un documental sobre Borges, que se llama “ Los libros y la noche”, te lo puedes bajar de la internet, como yo lo he hecho: “Dios mueve al jugador y este a la pieza, ¿ qué Dios detrás de Dios la trama empieza, de polvo y sueños y agonías ?” El tablero está en una torre que es de un tablero en el que está una torre que contiene un tablero, y así hasta el infinito.

Deseamos aquel día estar juntos, querida S, sí, y Ello, jugando a su estilo, dijo: no. Ahí me hablas de la Luna, y por ello estoy yo hoy en su busca. Me sentí muy ido en mi estancia en Sevilla, torpe, como si aquello no fuera mi casa. Echaba de menos India, aunque no lo sabía. Hoy sí lo sé, y sé por qué. Pero te agradezco aguantar mis silencios y mi falta de comunicación. Mi torpeza.

Me hablas del zen y de que el cielo y el infierno están separados por la décima parte de una pulgada. Pero “¿Creer que el cielo en un infierno cabe, eso es Amor, quien lo probó lo supo?” Cito de memoria, y recuerdo que a veces sueño con las nueces de Blake. No recuerdo los detalles del sueño, ni aun escribiéndolo, pero sé que son esas nueces, las que contienen el universo, el cielo y el infierno, y que sólo pueden ser contenidas por el Amor.

Y me hablas de la meditación. Y aquí si entramos en algo serio. Pues sí, estoy aprendiendo, tras ¿quince? años intentándolo, me empiezo a enterar de los errores básicos y de cómo corregirlos. Esto sí que es un regalo de Dios, pero no soy quien para transmitir nada. Quizá nos podamos sentar en silencio, en Sevilla o en Punta Umbría, y aprender uno del otro.

Algo en tu carta me turba, como seguro que también a ti, y es cuando escribes que “mis ojos trataron de llegar al fondo de los tuyos, sin lograrlo del todo”. Mis ojos. Mis ojos tristes. Lo siento, es culpa mía por no saberme abrir plenamente al Amor que me brindas.

Hice otro viaje. Uno de mis amigos indios es fotógrafo, y además es discípulo del Maestro de Pondicherry. Hemos tenido cierta intimidad, cenas, cafés, paseos, conversaciones. Sabía de mi amor por la naturaleza y me propuso, inesperadamente para mi, ir a un parque natural en el que hay tigres. Algún organismo estatal le había encargado una fotografía de tigres libres y él había aceptado el encargo. Le dije: “Por lo que yo sé, ver un tigre en libertad es prácticamente imposible”. “Sí, me dijo, pero a veces hay suerte. Ven.”

La temporada excluye a los turistas, por el calor, pero también a los tigres, a los que les afecta igual que a nosotros. Me dijo que era un encargo del gobierno y que allí tendríamos medios inasequibles a los turistas. Fui, claro.

Dos días, dos noches, dos amaneceres, que es cuando se puede “cazar” al tigre. La primera mañana pasó sin nada “especial”: monos, antílopes, ciervos, serpientes, macucás y maspallás, nada del rey de la jungla, como yo me temía. El resto del día, bajo el ventilador, comiendo arroz y bebiendo soda, un pitillo de vez en cuando, y una agradable conversación con un fotógrafo indio que olía lo hermético hasta en las sombras.

El segundo día, como el primero, diana a las cuatro, un café, vigilar los últimos preparativos en nuestro elefante, y ¡arriba! Una hora de trote hacia la zona y allí, a esperar, dejando que nuestro transporte se moviera a su aire, para no desentonar los movimientos habituales de la selva. Una hora, dos horas, y llegamos al árbol.

Dos cachorros (grandes) dormían sobre las enormes raíces del árbol. Estuvimos largos minutos observándolos y mi amigo le dio al conductor del elefante orden de seguir. Le miré, inquisitivo (hablar estaba vedado) y me “dijo” que eso no era una foto, no tenía vida.

Entonces ocurrió el primer milagro. Algo hizo despertar a los jóvenes felinos, seguramente la proximidad del alba, y decidieron pelear por la mejor rama. Guach guark, zarpa va, zarpa viene. Lo vimos, y mi amigo lo fotografió (y lo publicó, desde luego). Después volvieron a su sueño, los benditos cachorros.

El elefante arrancó. Yo me sentía feliz, había visto a dos cachorros de tigre en acción, ¿qué más pedir? O a la Naturaleza en acción. Dos noches sin dormir, un viaje de 2000 kilómetros, pero agradables conversaciones con un hombre que sabía mucho de fotografía, esto es, de captar la vida en un instante.

Sentí una orden del conductor y el elefante se detuvo. No sé cómo lo supo. Mi amigo me miró y me hizo un signo con los ojos para que me volviera despacio. Lo hice, y allí estaba mamá tigre atravesando la senda de los elefantes en busca de los cachorros. A cincuenta metros, me miraba fijamente y me parecía más grande que el propio elefante, como si fuera a cargar contra mi. Pero ella nos miró, se revolvió, echó a andar y se paró. Nos observó otra vez y optó por llamar a los cachorros (the tiger called, dicen con sencillez los ingleses).

El rugido fue formidable. Todo el viento del mundo salió de aquella boca y me envolvió y me transportó. No sé dónde estuve, pero no era aquí ni allí. No era el mundo. Mi vida desfiló entera en mi mente cautiva, con sus alegrías y sus miserias, y las sentí tan intensamente como cuando sucedieron en la “realidad”. Y vi ( “vi” ) lo que tenía por delante: el camino con sus curvas, y el mapa en el que estaba trazado, curvas y más curvas, círculos concéntricos, espirales, y una red de líneas rectas, de atajos, que conectaban los nudos y definían una especie de camino crítico, de tareas de imprescindible realización, fuera de las cuales se podía prescindir de todo lo demás. Tenía que esforzarme para seguir alerta y no perder nada de lo que estaba “viendo” y, como en el ejercicio de meditación, tan pronto nos damos cuenta y deseamos, Ello desaparece. El rugido y la magia cesaron. Caí al suelo del habitáculo sobre el elefante, lo mismo mi amigo. Reímos, nos abrazamos, lloramos juntos de puro gozo. Cuando nos dimos cuenta miramos arriba y el cielo ya estaba azul. Los pájaros cantaban, el verde invadía el espacio, mamá tigre se había reunido con sus cachorros y todo estaba bien en la selva.

Esa noche le comenté a mi amigo que por esas fechas hacía años de mi iniciación en los Misterios. Estuvimos divagando sobre el sentido de los números, profanos y sagrados, con ese jugo que a cualquier tema le sabemos sacar los adeptos, y ahí habría quedado todo de no ser porque al retirarme al descanso nocturno, pensé en ti, y en otras cazadoras de rocío de las playas de Poniente. No entendí por qué me venía ese pensamiento, una y otra vez, como una tonadilla que se nos mete en la cabeza y no nos deja. Lo entendí esta tarde (la carta no está escrita de una vez) y te lo cuento.

Tras la comida de hoy sábado en Madras me di el obligado paseo por la librería más cercana y seleccioné varios títulos para comprar (que luego descarté uno a uno, necesidad para un bibliópata, aunque sí que me llevé varios discos, Brahms, Tschaikovsky, Shostakovtich, y dos lápices negros, estos no sé todavía por qué). El paseo me hizo bien, ayudó a la digestión, y en un momento dado me vi ojeando, con fascinación, un estupendo manual de fotografía. Aquí no ardió el deseo de poseer el libro, sino el de la acción, la foto bien hecha. Entonces sentí que ya no tenía tiempo, que ese arte, al que tanto amo, y en el que no he pasado de principiante, como en muchas otras tareas que en la vida me han tentado, es algo cuya maestría está ya fuera de mi alcance, que me moriré sin haber llegado al fondo, y que ya es irremediable, porque tengo casi cincuenta años, y ya no es infinito el horizonte que tengo abierto.

Me viene a la memoria un apunte en mi diario de hace un par de semanas que copio: “He andado muchos caminos, pero muchas de las vivencias extraordinarias que he tenido no han dejado huella. ¿Qué fue de aquella mágica semana en el valle del Jerte? ¿Qué de los paseos diarios por el parque de Gijón a las seis de la mañana? Quizá me haya hecho mejor, pero ha habido muchos ladrillos que no he puesto uno encima de otro, no han formado una construcción, son islas en el golfo, oasis en el desierto.”

Tengo casi la edad de Gustav Aschenbach y no quiero (ah, querer, querer) simplemente morir de amor en Venecia. Desde los quince años, o más, llevo buscando y aprendiendo; más adelante, y sobre todo ahora, estoy comprendiendo. Me hallo en el Oriente, y cuando vuelva a Occidente, lo que allí lleve, el “yo” que allí llegue, ese es el que va a tener que trascender. No será haciendo buenas fotografías, no seré maestro de tiro, no seré gran escritor, no seré nada porque no soy maestro de nada aunque haya cocido muchos ladrillos y fabricado con ellos bonitos pero pequeños muros, que no son una construcción.

No quiero con estas palabras transmitirte angustia alguna, mi querida S, todo lo contrario, porque es aquí cuando me viene el recuerdo (no sólo mental) de nuestras conversaciones, de nuestro misterio compartido. Recuerdo nuestra primera conversación, en aquella terraza frente a la estación de Huelva, ¿acaso no fue prometedora y significativa? ¿Qué nos pudo llevar luego a reencontrarnos en la bodeguilla de la plaza de santa Ana? ¿Por qué optamos por el cine y precisamente Antonioni? Sin aquel blow-up todo habría sido distinto, no hubiéramos podido llegar a tener que quemar los libros para prender los atanores.

Mi vida será pequeña, cabrá en una cáscara de nuez, mi tiempo es limitado, lo sostengo sobre la palma de mi mano y le sonrío. Recuerdo las sonrisas de los Adeptos cuando, a veces, han hablado de mi………….y creo que es suficiente. ¡Ilúminame mi querida S, por favor, si crees que no es así! Me vine al Oriente con una mochila cargada de trastos viejos (aunque hermosos, y útiles), y creo que voy a volver sin trastos, sin mochila, sin nada más que mi sonrisa, y mis cansados ojos (cada día me hacen más falta las gafas, ya tengo tres), esta vez sí podrás llegar a su fondo, porque para ello sólo tengo que mirarte como tú me miras, mi querida S, ojalá sea capaz de hacerlo así.

La noche (¡son sólo las seis y media!) se me echa encima, he compartido estos momentos nuestros con Brahms, con la Jacqueline du Pre tocando el concierto para cello de Lalo (¡te lo recomiendo!), y ahora Karajan ataca la cuarta de Tchaikovsky, una de mis preferidas. Trataré de poner en claro mi poema, y me despediré después, mi querida S.

Pues no. Releído el poema, creo que está listo. Me quedaba revisar en tu carta lo de los signos astrólogicos, y creo que en el propio poema hay una repuesta. Te diré que (creo que lo dije ese día en la playa de Occidente) hace mucho que no hago cartas astrales, como dije que me habían ayudado a conocer a las personas (sobre todo a “mi mismo”), también te digo que estoy trabajando con el oráculo del I Ching y, ciertamente, es fascinante. No da respuestas, desde luego, pero ayuda a ordenar las preguntas. Como la astrología.

Miro la carátula del CD recién comprado y veo que tras la cuarta me obsequian con el Capricho italiano, la pieza con la que mi madre me inició en la música, hace ya tanto… ¿ tiempo ? Y sintiendo otro soplo eterno de Amor apacible, lo comparto contigo, así como también un recuerdo a mi padre, que me enseñó a escribir, sin saberlo.


Odisea, canto XII

Suspiré

y el infinito en tu sonrisa

se fundió en mi aliento,

para que Dios pudiera ser.

Yo era el viento

que acariciaba la tierra

y tú la tierra que da alas al viento.

Yo era el sol, empujado

de oriente a occidente,

tú la luna, que sí gira,

y lo acoge en su seno.

Dios puso el alambique,

yo fui fuego y tú fuiste agua,

destilamos y condensamos

una y otra vez, una y mil veces,

como mil rayas tiene el tigre.

Cuando nos llamó allí estábamos.

El dedo de Dios empujó nuestra barca,

que se hundía por el río,

hasta el mar en el que ahora estamos.

Ulises ríe al otro lado del espejo.

Él ya pasó por esto.

Las sirenas, Escila y Caribdis

fueron el rugido de su tigre.

lunes, 28 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 7



Pondicherry, dos de marzo de 2008

Nada más cruzar el umbral del hotel le ví, como él me vió a mi. Ambos lo supimos, pero seguimos el juego, alegremente, como danzando. El cambio de ciudad, el bullicio más sereno que el de Madras, el poco calor, invitaban a un paseo antes de comer. Al dejar el hotel, él seguía allí. Al volver, media hora después, ya no estaba.

Una ducha y una cerveza frías en el último enclave francés en India, una comida ligera. Despachar el correo, leer un poco, dejar que la corta tarde transcurriese y diese paso a la noche que permitiera otro paseo, el auténtico, cuando la verdadera India se echa a las calles y muestra su cara oculta.

Era sábado y había alboroto. Luces, música, mucha gente. Paseantes, familias, solitarios, parejas; los puestos de fruta, los puestos de dulces; los vendedores de té, los vendedores de nada, y la viejecilla con el mono al hombro.

Al instante sonó la alarma: yo ya había vivido eso. ¿ O lo había leído ? Esforcé mi memoria a evocar algo y recordé un relato de Tabucchi sobre su viaje a India: él había tenido un encuentro similar y, efectivamente, era un montaje para el oráculo. Le di a la señora unas monedas sin saber qué esperar, pero una voz me sacó de la incertidumbre:

¨ Pero usted no precisa del porvenir, ¿ cierto ? ¨

La frase era deliberadamente ambigua y tardé en responder, así que él volvió a adelantarse:

¨ Venga conmigo, le mostraré algo ¨

Dudé unos instantes, al fin y al cabo estábamos en la ciudad de Aurobindo, donde casi la mitad de los edificios eran parte o estaban relacionados con el ashram, o con los muchos imitadores que a la caza de la rupia fácil habían surgido de todas partes. No estaba mi ánimo para falsos gurús.

Pero su sonrisa me convenció. Sí, era el hombre con el que había jugado al ajedrez. Por el camino intercambiamos trivialidades sobre el viaje y el tiempo, en su ciudad y en la mía, y ello acabó de convencerme de que la cita era correcta.

Me llevó al edificio de la ¨ Alliance francaise ¨. Eran pasadas las siete y estaban recogiendo, pero él tenía un gran fajo de llaves que abrían todas las puertas. Los empleados rezagados le trataban con respeto. Me condujo a un sótano. Extrañamente ni el aire ni la temperatura eran agobiantes, sino más bien agradables, como si de una cueva se tratara.

La biblioteca era enorme, y estaba repleta, pero pasamos de largo hasta el despacho del fondo. Tenía varios anaqueles con libros viejos, muy viejos, envitrinados y bajo llave. Los abrió y me invitó a mirar. Entendí por qué al entrar en el edificio nos habíamos lavado las manos.

Estaba impresionado y estaba emocionado, y otra vez al borde de las lágrimas, aunque sabía bien que esta vez eran lágrimas de soberbia y vanidad. Las contuve. Pero la mitad de los libros que durante decenas de años había soñado tener alguna vez en las manos estaban allí.

La toyson d´or, Paris, 1612, versión francesa del Splendor Solis, era la joya de las joyas. Y también los textos alemanes, el Elementa Chemiae, de Barchusen 1718; o el Aureum Vellus, Hamburgo, 1708. Me dejó a mi aire, largo rato. Miré los libros desde todos los ángulos, tratando de ser todos aquéllos que lo habían hecho antes que yo, durante siglos. Los tomé todos en las manos, me senté con ellos, los hojeé, página por página. Escuché su ritmo, saboreé su aroma. Tenía un mes por delante, antes de que la colección volviera a sus lugares de origen. Qué extraño, pensé, estar en el corazón de India y encontrar el corazón de Occidente. Me vino a la mente el mandala de mi habitación en el hotel. Contenía un ojo, y era el ojo de Ptah.

¨ Usted es el hombre que sabe leer estos libros ¨, me dijo. Le miré con naturalidad, con cara de “ no esperes mucho de mi “, pero él siguió, poniendo la misma cara: ¨ Pero que no sabe leer la Gita ¨. Entrábamos en materia.

He leído, releído y estudiado la Gita muchas veces, pero, en nuestros comentarios (email) entre jugada y jugada, él siempre me decía: “ no es eso, no es eso… ¨. Lo mismo que yo le decía sobre sus comentarios a los grabados poblados de planetas y metales, retortas y alambiques, esos cuyos originales estaban ahora tan cerca de mi.

Siguió hablando: “ mi Maestro me decía que el Gita y estos símbolos apuntan a lo mismo, pero se marchó sin explicármelo. Ahora lo investigaremos juntos. Venga conmigo.¨ La noche estaba desbordando cualquier expectativa, así que le seguí, esta vez sin dudas.

“ Primero cenaremos, luego trabajaremos ¨. Aquí sí dudé, pues una comida india en lugar desconocido supone siempre un alto riesgo. Pero para mi sorpresa, en la antesala de su despacho, habían preparado una cena frugal, pero exquisita, con quesos franceses y una copa de vino. Otro regalo.

Tras la cena todo se disparó. “ Usted cree ¨me dijo, que la Gita y los otros textos vedánticos son una exposición teórica, pero son mucho más que eso. Toda la praxis está contenida en ellos, como usted me dice que toda la praxis de su trabajo está contenida en los emblemas y secuencias de los libros que acaba de tener en las manos. Por ejemplo, el primer capítulo de la Gita. Arjuna se mueve de arriba a abajo por el campo de batalla, mirando a sus parientes en el otro bando. Lo hace al azar, deteniéndose aquí y allá y evocando el horror de lo que va a suceder. Es un hombre sin ritmo. Y Krishna le pone en su sitio, le reordena con ritmo todo lo que Arjuna ha visto antes sin él. Ese cambio de ritmo sólo es apreciable en el texto original, es intraducible. Y sólo se puede entender en el contexto de toda la epopeya del Mahabarata. La Gita no es una perla aislada en el interior de un Mahabarata por lo demás trivial. La Gita es el eje sobre el que pivota todo el Mahabarata. Ninguno tiene sentido sin el otro. Por eso en Occidente nunca podrán entenderlo, porque no leen el Mahabarata completo. Venga conmigo.

Me llevó a una sala perfumada y débilmente iluminada, preparada para el ejercicio. Me hizo sentar en silencio. No se preocupe por la postura, me dijo, la postura no es importante. Notó que me puse (más) tenso, al oír algo que contradecía todos los principios del ejercicio. La postura le encontrará a usted, matizó, no se preocupe por ella.

Se colocó detrás de mi y me asió el vientre. Presionó ligeramente con ambas manos, cediendo la presión, repitiéndola, cediendo. Estuvo así mucho tiempo y cuando se retiró seguí sintiendo ese ritmo en el vientre, inspirando la vida latido a latido.

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Después insistió: usted también sabe, o cree saber, que el ritmo le encontrará a su debido tiempo, como la postura. Eso es cierto, pero debe venir de afuera. Si usted se limita a estar ahí, esperando, no cambiará nada. Tendría que probar todos los ritmos posibles hasta encontrar el suyo propio. Y hay infinitos ritmos, así que no tiene tiempo.

El ritmo debe venir de fuera, por eso es necesario un Maestro, o estar dotado de un Don especial. Pero ello no quiere decir que el ritmo de cada cual sea el del Maestro. Él nos da un ritmo, y es alrededor de él que trabajamos, y cada cual desarrolla a partir de la experimentación su propio ritmo, que es único, y que se puede transmitir para que otros sigan trabajando sobre él.

Y esto es así para cada aspecto del ejercicio y para cada capítulo de la Gita. Otro día veremos el siguiente capítulo y trabajaremos sobre él. Ahora le toca a usted hablarme sobre los grabados.

Así lo hicimos y ese, supongo, es el sueño que él estará escribiendo ahora.

Como corolario, mi querida S, algo que estoy descubriendo respecto al ritmo en la poesía (al leer me refiero, no al escribir). El poeta pone su ritmo, pero no hemos de esforzarnos en descubrir ese ritmo, en acompasar a él nuestra lectura. Más bien es nuestra propia respiración la que lleva nuestro ritmo a su poesía. Y poco a poco, lectura a lectura, esos ritmos se encuentran y se superponen y entonces leemos, de verdad, el poema.

…. A la obra se le empieza a ver el final, aunque está aun muy lejano, en el tiempo y en el esfuerzo, y queda mucho por hacer. Pero la fe en lo que aquí está ocurriendo va dando ya paso a la esperanza, y en la esperanza está la antesala del Amor.

Te dejo ahora con lo mejor que de mí mismo puedo darte, adornado ahora con esta esperanza de que se transforme en real este beso largo, tierno, profundo, que brota con rabia de mi corazón pero que espero te llegue ya dulce y armonioso.


SI LA RECUA SE DETIENE


A veces buscamos el camino entre las islas

pero se asienta

en la tierra aparentemente firme,

escondido firmemente entre montañas

adornadas por la niebla

y bañadas en rocío

cada amanecer.


A veces nos damos cuenta que los visitantes

sólo son sombras,

en la caverna,

aparentemente metálicos,

indefensos,

sin más poder que una luz

que no es la propia.


A veces nos damos cuenta y a veces no.

Entonces es la prisa o la angustia,

y el deseo incorrupto se apelmaza

en la mente y conquista el corazón.


Entonces el cuerpo, jovialmente, responde;

y la alegría nos desborda descontrolada,

y la felicidad alcanza un cénit, mas cae

a lo profundo cuando la copa es apurada.


Pero a veces nos damos cuenta

y la voluntad es férrea,

y lo voluptuoso de Afrodita

se encaja en las montañas,

sus lágrimas son su rocío, sus manos su niebla.

Y fluimos en río de agua viva,

sutilmente ocultos, discretamente visibles,

rumbo al mar.


A veces no nos damos cuenta

y es el laberinto y nos perdemos,

mas la luna vira y cambiamos la mirada,

el laberinto en sí mismo enredado,

visto desde la atalaya

donde somos arcoíris,

tras la tormenta.


A veces nos damos cuenta y a veces no.

Telémaco duerme y en su sueño

está el viaje venidero. Palas Atenea,

tal ha sido el Visitante.