Por la noche llega el asalto del insomnio, regalo de cuando vivía entre humo y ruido. Entonces me siento y recuerdo y lo cuento. Solo.
jueves, 17 de agosto de 2006
MITO, LOGOS Y ÉTICA: SU CONFLUENCIA EN LA VÍA INICIÁTICA
Hace años, en una de nuestras primeras planchas en la que tratábamos de examinar el carácter constructivo de los trabajos, y reflexionando concretamente sobre el volumen de la ley sagrada, escribíamos: "En el principio era el verbo, y el verbo estaba con Dios, y el verbo era Dios. Todo se hizo por el verbo y sin él no se hizo nada de cuanto existe. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Creo que todos nos hemos estremecido al leerlo por vez primera……la idea y la palabra. Para cada idea existe una palabra (o conjunto de palabras) que la evoca, y a través de la cual se expresa la idea. Luego estudiando las palabras llegamos, en última instancia, a las ideas, conocemos las ideas."
Estábamos entonces muy lejos de reconocer que en la segunda parte de esta reflexión está la esencia del trabajo hermenéutico en su aspecto analítico: de la palabra a la idea. Pero en lo que hoy estamos en completo desacuerdo es en la primera parte de nuestra reflexión: lejos de estremecernos emocionalmente por unas misteriosas palabras que entonces no entendíamos, hoy las reconocemos como la otra cara del trabajo hermenéutico: el aspecto sintético. Cómo mediante el uso de la palabra, escrita, como herramienta, vamos construyendo un mundo, el mundo de nuestra realidad, porque es lo que pensamos, lo que soñamos (dormidos o despiertos) lo que influye en nuestra alma, lo que configura nuestra biografía y lo que en suma nos hace mejores o más felices. En el comienzo de este trabajo hermenéutico está siempre la idea. Después el verbo va al encuentro de la idea. Y después el verbo ya no es nuestro: nos trasciende, es de todo el mundo, que puede aplicar el análisis hermenéutico para recuperar la idea original.
Y es con este ánimo con el que hay que entender lo que diremos a continuación. Porque creemos que hay una continuidad histórica entre el mundo mítico griego y la filosofía tal como se entiende en Grecia a partir de Platón y Aristóteles. Más aún, creemos que el nexo entre uno y otra queda establecido por la obra de Hesíodo, que es el primero que puede ser nombrado filósofo, antes de los presocráticos. Más aún, creemos que hay una lectura psicológica profunda de toda la mitología griega que la convierte en un mapa de la vía iniciática. Y creemos finalmente que todo este conglomerado forma el sustrato teórico en el que se configura el concepto racional de la ética y sobre el que, en definitiva, se estructura el espacio de reflexión ética que es la francmasonería moderna.
En la Grecia clásica la conciencia originaria válida para todo su tiempo no se encuentra en una tradición de tipo religioso o político, aunque más tarde se desarrollarían plenamente, sino en el mundo de la épica de Homero. Este es el lenguaje que originalmente entienden todos los pueblos helenos, por lo que parece lógico que la filosofía hubiera brotado de la poesía. Y tan es así, efectivamente, que su primer paso es tratar de diferenciarse precisamente de la poesía. Y tal es el trabajo de Hesíodo de Ascra, el poeta de la Teogonía y Los trabajos y los días, en los que la forma sigue siendo la tradicional, pero en los que existe un pensamiento creciendo en el seno de estas obras que terminará estallando en idea.
Ya al principio, cuando las Musas hablan a Hesíodo, lo hacen de una manera diferente a como lo hacen a Homero. A este le ayudan a relatar acontecimientos que no caben en memoria humana alguna, por prodigiosa que fuera. Pero a Hesíodo le dicen claramente que le van a ayudar a exponer la Verdad, como antagonista de lo aparente de los relatos de Homero.
Hesíodo comienza preguntándose qué fue lo primero que existió, es decir, se pregunta por la historia, y de esta forma se desliza claramente hacia la filosofía. Y a este principio Hesíodo lo llama Caos, que significa el espacio en el que tiene lugar todo el curso de los acontecimientos. Volviendo a la Biblia, si recordamos la primera frase del Génesis: "en el principio creó Dios los cielos y la tierra", vemos que, mientras el Génesis comienza por una acción primera, Hesíodo y todos los griegos después de él, por una primera realidad. O sea muy cerca del principio del evangelio de Juan, que citábamos al principio de esta plancha.
Pero la Teogonía, en todo lo demás, ya no habla de objetos, sino que el lapso de tiempo entre el principio del Caos y el presente va siendo llenado por una sucesión ininterrumpida de generaciones de dioses. El objeto del relato de Hesíodo no es informar sobre los dioses de una fe, sino exponer una visión total del mundo, en forma de una extensa genealogía de dioses. Lo importante es la idea de esta Totalidad, y no el concepto de los dioses. Las numerosas figuras nombradas en la Teogonía no son traídas al relato porque sean dioses, sino que son llamados dioses porque los aspectos por ellos representados no pueden faltar en una visión que pretende describir la totalidad. La posibilidad de aparecer como dios en la Teogonía la tienen solamente los poderes que están por encima del hombre, es decir, los dioses representan aquellas fuerzas naturales que abarcan la totalidad de la realidad y que no están bajo el control del hombre. De la descripción hesiódica quedan excluidos el hombre mismo y todas las realidades y objetos que están bajo su dominio, o sea su entorno habitual de minerales, vegetales y animales. El tema de la Teogonía, pues, es el Todo, pero por tal se entiende lo que está por encima del hombre y se le opone, sin que esté a su disposición, y por ello se le llama dios. Y esta indisponibilidad se extiende a dos aspectos diferentes. Aparece claramente en las tres sustancias originarias, que para Hesíodo son el Caos, la Tierra y el Eros. La Tierra es el espacio en el que se desenvuelve toda vida, el fundamento indestructible del Todo objetivo. El Eros es la fuerza que hace surgir las generaciones de los dioses y que mantiene en curso el devenir del mundo. Y Eros es también el que se apodera del interior del hombre. No pueden separarse el aspecto cosmológico del aspecto psicológico en la inteligibilidad del Eros de Hesíodo, que es el mismo que describirá siglos después Platón en el diálogo del Banquete y que le servirá para empujar al hombre fuera de la caverna en el famoso relato del que más adelante trataremos.
En la Teogonía Tierra y Eros representan dos tipos distintos de poderes superiores. La Tierra son las cosas que no puede dominar la mirada del hombre; el Eros son los poderes de los que no puede adueñarse el alma humana. La Teogonía junta, pues, bajo el nombre de dioses, poderes interiores y exteriores, materiales y espirituales. La épica de Homero, y más tarde la tragedia griega, nos muestra cómo actúan estas fuerzas impulsoras de la vida que se llaman dioses. Pero lo importante es que Hesíodo nos muestra su Totalidad como compuesta de los dos ámbitos de realidad no disponibles de inmediato para el hombre: las cosas que no puede dominar y las pasiones que no puede controlar.
Así, Verdad, Principio y Totalidad son tres ideas que señalan el peso filosófico de la Teogonía. Constituyen un sendero al final del cual emergerá la idea del ser, centro absoluto de la filosofía.
Es en la tragedia griega donde el mito se desarrolla con toda su fuerza creando páginas que se encuentran entre las más impresionantes de la literatura universal. En ellas encontramos un sin fin de dioses, héroes y hombres envueltos en situaciones que, aparentemente, nada tienen que ver unas con otras excepto la presencia continua del combate heroico. Pero hay mucho más: la exégesis de los mitos pone al descubierto un común denominador cuya lectura se refiere siempre al universo del espíritu del hombre y a su lucha entre el impulso hacia lo elevado, lo sublime, el conocimiento; y la fuerza de atracción de lo bajo, la pasión incontrolada y destructora. Y esto se expresa siempre mediante un lenguaje simbólico que vamos a presentar con un ejemplo: el mito de Prometeo.
La Teogonía de Hesíodo se cierra, precisamente, con el comienzo del reinado de Zeus en el Olimpo. Pero Zeus no es el señor desde el principio, sino el tercero. El dios más antiguo es Urano, esposo de la Tierra. Tiene muchos hijos pero, temeroso por su señorío, no los deja salir del interior de la tierra. Los hijos se rebelan y Cronos, el más joven, arrebata el poder a su padre valiéndose de malas artes, y convirtiéndose en el segundo rey dios. Pero ha cometido injusticia y teme, a su vez, a sus propios hijos, de modo que los va devorando a medida que nacen. Solo Zeus, de nuevo el más joven, se salva, merced a una artimaña, salva también a sus hermanos del vientre de su padre y precipita a este al mundo subterráneo. Así Zeus se convierte en el tercer señor. Ahora bien, al encerrar a su padre en el Tártaro, Zeus se ha hecho también culpable y tiene motivos para temer a sus hijos, dados los antecedentes de su propio proceder y del de su padre Cronos y su abuelo Urano. Devora entonces a su esposa Metis con su hijo nonato y el hijo nace de él mismo y es Palas Atenea. Tenemos pues un mismo motivo, repetido tres veces, del padre que peca contra sus hijos, y del hijo que se afirma en la existencia, defendiéndose legítimamente y, sin embargo, haciéndose a su vez culpable por los medios usados para ello. Con culpa se gana la vida y precisamente por esa misma culpa se pierde. Es como la maldición de las generaciones, hasta que el advenimiento del reinado olímpico de Zeus simboliza el triunfo del espíritu y el momento histórico de la llegada del ser consciente.
Prometeo no es un dios, es un descendiente tardío de los titanes (los hijos de Urano), y, como tal, está abocado a oponerse al espíritu, a Zeus. Pero Prometeo es, ante todo, un creador: se sirve para ello de tierra cenagosa. La tierra simboliza los deseos terrestres, el barro simboliza la trivialidad. Y cuando se trata de dar vida a su criatura, caracterizada como aquello que siempre estará expuesto a lo trivial, el titán no ve otro medio más que recurrir al principio espiritual, que no está a su disposición. Para conseguirlo debe buscarlo en la región olímpica, que simboliza el ideal evolutivo, el objetivo supremo hacia el cual tiende el deseo esencial y su impulso de espiritualización: el fuego del Olimpo. Pero sin Zeus, el fuego pierde su significación de fuerza espiritual: el fuego robado por Prometeo simboliza el intelecto reducido a no ser más que el medio de satisfacción de los deseos múltiples cuya exaltación es contraria al sentido evolutivo de la vida, a la voluntad de Zeus. Esta voluntad no se opone a la animación del hombre mediante la ayuda del fuego-intelecto, es decir, a la creación evolutiva del ser consciente. La victoria en la Teogonía de Zeus sobre el dios titán, Crono, ya significa que el ser consciente está animado por la llama, ardiendo en deseos de continuar la evolución hacia una mayor lucidez. Y el robo del fuego, símbolo de la superintelección trivial y exaltada, no es castigado porque Zeus sea celoso, sino porque el espíritu, previendo las consecuencias funestas, se opone a toda trivialidad. Los hombres, en tanto que criaturas de Prometeo, formados de cieno y animados por el fuego robado, repiten la revuelta del titán y no harán sino pervertirse.
El fuego simboliza el intelecto no solamente por permitir la simbolización de la espiritualización (la luz) y la sublimación de las pasiones (el calor), así como, por otro lado, la perversión (cualidad destructora del fuego), sino que, en el plano real de la historia de la evolución humana, el descubrimiento de la forma de hacer fuego desempeña un papel predominante, ligado a la eclosión del intelecto bajo su forma tanto positiva como negativa. Todo esfuerzo por cambiar el ambiente natural de acuerdo con las necesidades materiales del hombre (tarea del intelecto utilitario que evolucionará hasta la técnica y la organización social) tiene su origen en el fuego. Alrededor del fuego se reunían los hombres, gracias al fuego se volvieron sociables. Y así es como se desarrolla el lenguaje, condición previa a la existencia de una verdadera civilización humana. El dominio del fuego marca un paso decisivo, si no el más importante, de la intelección progresiva que, cada vez más, separará de su condición animal a ese ser consciente, capaz de vencer las dificultades inmediatas de la naturaleza ambiente. Sin embargo, incluso el ser consciente sigue siendo tributario de la naturaleza elemental, al estar expuesto a los hechos fundamentales de toda vida: nacimiento, vejez, enfermedad, muerte. Y es sobre todo el temor frente al misterio inevitable de la muerte lo que obligará a la criatura prometeica a olvidar completamente la llamada del espíritu, la orientación hacia el sentido de la vida. Así se desarrollará la imaginación religiosa, comenzando por el culto animista del antepasado divinizado y llegando hasta la creación de la divinidad-padre, guía de todos los hombres. A esta divinidad el hombre sacrificará, en la llama purificadora, las primicias de los bienes materiales, expresando simbólicamente el abandono frente a toda exaltación respecto de los deseos relacionados con la tierra. Pero esta promesa simbólica no se realiza nunca y el fuego robado, el fuego destructivo (las pasiones), guiado por la vanidad del intelecto en estado de rebeldía, y su capacidad de invención, hará que los hombres se crean parecidos a los dioses y, olvidándose del espíritu, se trivialicen. Y la actividad ingeniosa del intelecto se mostrará insuficientemente previsora cuando el espíritu ya no la guía. El intelecto retrógado, junto con la multiplicación insensata de los deseos, conduce a la exaltación imaginativa y a la ceguera afectiva. La perversión de los sentimientos que de ello resulta empujará a los hombres a discutir entre sí sobre los bienes materiales, y hará que reine la destrucción, en vez de la comodidad buscada.
En el mito Prometeo enseña a los hombres a burlarse de los dioses y los sacrificios sangrientos, aconsejándoles guardar para sí la mejor parte y no ofrecer a los dioses más que las partes menos valiosas y los huesos. El sacrificio de los bienes terrenales tiene el valor de la promesa de una vida conforme a la ley del espíritu. Y engañados por el regalo del titán, por la ilusión del fuego robado, los hombres se sienten tentados de engañar a los dioses. Pero, según el funcionamiento del orden universal, la tentación se volverá contra ellos. Ultrajados por la ofensa del titán-intelecto los dioses envían a los mortales un azote: Pandora, mujer creada de modo artificial, y en consecuencia privada de espíritu, pero dotada de los encantos más seductores. Pandora simboliza la tentación perversa, la seducción trivial a la que sucumbe el ser consciente cuando, olvidando el espíritu, abusa del intelecto. Pandora es el artificio seductor que construye el hombre mediante la ayuda de los deseos exaltados, es el símbolo de la imaginación exaltada, cuya aparición es la consecuencia legal (o sea, la voluntad de Zeus) de la intelección en estado de rebeldía (o sea el robo del fuego). Es decir, que el fuego no puede ser robado a Zeus (el intelecto no puede rebelarse contra el espíritu) sin que la imaginación perversa aparezca según las leyes inherentes a la naturaleza humana. Si el fuego está separado de la luz, si el intelecto no está guiado por el espíritu clarividente, pierde su lucidez previsora, queda ciego y se vuelve perversamente imaginativo.
Prometeo (que etimológicamente significa pensamiento previsor) tiene un hermano, Epitemeo (que significa actuar sin reflexionar), es decir, es el símbolo del intelecto trivializado, bestializado, que no se deja guiar más que por los deseos del momento. Prometeo posee la suficiente capacidad previsora para desconfiar del regalo de Zeus-espíritu, es decir, los hombres provistos de inteligencia utilitaria desprecian ese amor exaltado del falso regalo del espíritu, que no va a ser sino la imaginación perversa que hace del exaltado un falso iluminado. Será el hermano simbólico de Prometeo quien sucumba a la tentación. Su vanidad y audacia lo engañan, haciéndole recibir el azote monstruoso como el más deseable de los regalos. Epimeteo se casa con Pandora: el intelecto, cegado a causa de la exaltación, desposa, es decir, elige, la exaltación imaginativa. La consecuencia de estos funestos esponsales no puede ser sino el desencadenamiento de la perversión. Pandora trae consigo un regalo destinado a quien se deje seducir: la caja de Pandora es el símbolo del subconsciente, que encierra todas las formas de perversión, y que encima va a ser recibida por Epimeteo, por la conciencia ciega. Cuando para festejar la boda Pandora abre la caja y los vicios escapan y se expanden por la tierra, resultan ser de tres categorías: los que son consecuencia de la deformación del espíritu, la vanidad del intelecto en rebeldía; los que son consecuencia de la deformación sensual, representada por Pandora, la mujer que carece de vida animada; y los que son consecuencia de la disgregación social, cuando el hombre, en vez de poner a trabajar el intelecto, animado por el espíritu, al dominio de las fuerzas naturales, agrupando a los hombres en un esfuerzo colectivo hacia una vida comunitaria; se pervierte y aparece el deseo de transferir a otros la dificultad del trabajo, lo que en suma decidirá el drama de la lucha social, la aparición de la tendencia dominante: la separación de los hombres en oprimidos y opresores.
Prometeo, a pesar de haber resistido la fascinación de Pandora, no va a escapar al castigo, porque Prometeo es Epimeteo mismo: el intelecto que desfallece bajo su aspecto ciego, inseparable del estado de rebeldía contra el espíritu. Así Prometeo es castigado por el espíritu, padece el castigo de la trivialidad: es encadenado a una roca que lo sujeta a la tierra. Es Hefesto, divinidad del fuego, quien es encargado por Zeus de ejecutar su sentencia: el intelecto rebelado ante el espíritu es castigado por el propio intelecto: lleva el castigo en sí, error y castigo forman una unidad. Prometeo es visitado a diario por un águila que le devora el hígado. El hígado corroído es el símbolo de la culpabilidad rechazada, el águila que atormenta figura el espíritu negativo, la vanidad culpable. El águila, en tanto símbolo de la culpabilidad rechazada, es un brote de la vanidad y la trivialidad, que es lo que caracteriza la situación del ser intelectualizado pero tambaleante. En otras palabras, si Prometeo estuviese totalmente trivializado, desprovisto de toda aspiración respecto del espíritu, entonces no conocería la mordedura de la culpabilidad ni sería roído por el águila. Consumada la trivialidad, totalmente seducido y cegado por la imaginación (como es el caso de Epimeteo), aceptaría su encadenamiento a la tierra sin remordimiento. Pero el intelecto en estado de rebeldía, por el contrario, a pesar de las cadenas, no está en completo estado de muerte espiritual. El espíritu viene a visitarlo. El águila, en su acepción positiva, como lucidez penetrante, es uno de los atributos de Zeus. El intelecto rebelde, que sufre en su oposición al sentido de la vida, culpable frente al espíritu, acusa a la vida y a su sentido, acusa al espíritu de su propia culpabilidad. Prometeo encadenado vocifera sus acusaciones contra el cielo, contra Zeus. Y es Hércules, criatura de Prometeo, pero hombre heroico, vencedor simbólicamente divinizado, triunfador sobre la trivialidad, quien va a liberar al intelecto encadenado. Mata al águila con sus flechas, símbolo del espíritu iluminador, y así el remordimiento puede morir, siempre que la falta sea expiada: que cese la acusación falsa y nazca el remordimiento salvador, que permitirá al intelecto resucitar de la trivialidad a la vida del espíritu.
Y esta reconciliación entre Zeus y Prometeo hace que las causas de la culpa inicial se disipen. De esta forma el fuego traído a los hombres conserva su significación positiva, resaltando que el intelecto en sí no es nada, no tiene existencia durable, porque no es capaz de hacer cosas duraderas. Unido al espíritu adquiere un rasgo de naturaleza espiritual, una forma evolutiva; trivializado, en cambio, no es más que prisionero de lo imaginario. El intelecto, separado del espíritu se transforma siempre en trivialidad, o en neurosis, si sus proyectos son irrealizables, es decir, en perversidad y perversión. Así la suerte de Prometeo simboliza la historia esencial del género humano: el camino que conduce de la inocencia animal (inconsciente), a través de la intelección (consciente) y el peligro de sus implicaciones (el subconsciente) hacia la eclosión de la vida superconsciente (el Olimpo). Y por ello el centauro Quirón, símbolo de lo trivial, ofrece a Zeus su inmortalidad para que Prometeo la reciba.
Deucalión, el hijo de Prometeo, arroja piedras tras de sí, de las que nacen los hombres. La tierra en forma de piedra es símbolo de los deseos terrenales trivializados. Y Deucalión, al cumplir ese gesto simbólico de arrojar las piedras tras de sí, renuncia a la exaltación trivial de sus deseos. El ser formado por Prometeo de arcilla y animado por el fuego robado padece una petrificación trivial; ahora el alma, solidificada, se reanima gracias a la renuncia sublime simbolizada por el lanzamiento de la piedra. Los hijos de Deucalión, espiritualmente creados de este modo, vivirán bajo el signo de esta realización.
Pero la disminución del sufrimiento hará que las nuevas generaciones se olviden del espíritu. Y así, el intelecto vencido no es más que pasajeramente vencido, y los ciclos de elevación y caída se repiten y, de diluvio en diluvio, el ser consciente, el hombre, la humanidad, continua a través de su culpabilidad vanidosa su camino de ascensión evolutiva, la divinización de Prometeo: esfuerzo evolutivo de sublimación y de espiritualización de íntimas motivaciones, causa esencial de toda actividad humana.
A estas alturas de nuestro trazado ya están perfilados todos los elementos estructurales que lo componen, pero para hacer más patente el tercero de ellos vamos a recurrir al filósofo del símbolo por excelencia, al creador de la hermenéutica, al académico que hizo suya con una potencia desconocida antes y después el hecho de que el conocimiento es luz y que la expresó en el mito que quizá tenga mayor riqueza intelectual por su profundidad, sus ramificaciones y la riqueza de su múltiples interpretaciones: el relato del prisionero de la caverna.
Platón dibuja un hueco cavernario (un Caos en la terminología hesiódica) compuesto de cuatro espacios: en el primero, el más profundo, hay unos personajes encerrados desde niños. Frente a ellos está la pared de la gruta en la que se reflejan las sombras. Detrás de los prisioneros e invisible para ellos hay un segundo espacio, el de la simulación y el engaño. Por él circulan unos personajes tras un muro de la misma altura que sus cabezas y sobre el que hacen desfilar objetos, cuyas sombras ven los prisioneros en la pared del primer espacio. El tercer espacio lo ocupa una hoguera, cuya luz proyecta la sombra de los objetos sobre la pantalla final de la caverna, a cuya inevitable visión estamos condenados. Por último, existe un cuarto espacio, que representa la salida hacia la realidad iluminada, hacia el propio sol. Y en este escenario resulta que uno de los personajes situados en el fondo de la caverna escapa del primer espacio en el que está confinado. Platón relata la dificultad de la ascensión hacia la luz, hacia la puerta de la caverna, el dolor de los ojos acostumbrados a la oscuridad, el asombro de ir, poco a poco, descubriendo todo el montaje escénico de la caverna, los deseos de volver al punto de partida, tan cómodo en el fondo; la duda de si es mejor la luz cegadora y dolorosa que la apacible oscuridad, el deslumbramiento y la imposibilidad de ver, una vez escapado de la caverna y enfrentado con el sol que ilumina árboles y montañas y casas, los recuerdos de su prisión, la felicidad, el regreso, la discusión con los que no lograron liberarse, la muerte final. Creo que desgraciadamente hoy vivimos en un mundo de mitos mucho más tristes, más empobrecedores, corrompidos por el lucro, disimulados por palabras huecas, dirigidos y manipulados por orquestadores siniestros o ignorantes. Lo que Platón cuenta no es arcaico, es un mito claro y presente, en el que se mezclan la memoria y el deseo, de los que Eliot decía que estaba hecha la vida. Memoria como lo que hemos sido; deseo como estímulo hacia lo que querríamos ser. Y entre ambos, la inteligencia, como órgano selectivo que orienta nuestras aspiraciones e interpreta nuestro pasado. Con ello, la memoria y el deseo sitúan a la conciencia, a la inteligencia reflexiva, más allá de la simple sucesión de instantes que marca nuestro destino temporal.
Porque Platón relata en el mito lo que pasaría si un prisionero fuera liberado de las cadenas que lo atan al primer espacio de la caverna, pero nada dice del libertador, del que cortaría las cadenas. Así, los ojos del contemplador histórico, que levanta el telón del mito y nos lo muestra, están fuera del tiempo que está implícito en el texto, en el lenguaje del texto. La comunicación de la escritura, el sentido de lo dicho, se congrega en torno a unas ideas que se han convertido ya en historia, que han perdido compromiso y urgencia para ganar significación. El bloque homogéneo y clausurado para siempre del mensaje escrito, arrastra consigo un tiempo perfecto y acabado ya. Y así el lector puede realizar la suprema interpretación del texto: lo que es objeto se hace sujeto a través del puente del lenguaje. La experiencia ganada, las perspectivas entrevistas, los sueños realizados, inyectan una nueva forma de vida y circulan, a través de los ojos encadenados del lector, hacia el fondo de la caverna del texto. Pero estos ojos son los verdaderos libertadores. La conciencia histórica permite a todo lector, a todo hombre, descubrir en la voz escrita la sombra de un simulacro, no sólo del que Platón nos habla, sino de un simulacro pleno: aquel que, en el telón de fondo de la caverna, dejase reflejar la experiencia completa sin el muro del engaño. Un reflejo sin muro, que dejase ver el movimiento de los personajes que transportan objetos simuladores de la vida, y que indicase que las palabras se transportan, a su vez, sobre el río de los hombres. Entonces el fuego cercano de la realidad, las experiencias, las ideas que pueblan el mundo, serían capaces de convertir el sueño en vida y la ficción en historia.
Y no basta con soltar la cadena, con sentir la posibilidad de caminar. La libertad vacía no existe. La libertad existe como elemento libertador, como camino que asciende y que permite descubrir la trampa y la miseria. Pero aún así, el prisionero escapado puede, aún descubriendo la falsedad, la hoguera, los hombres ante ella, el desfile de las sombras inertes, puede, con todo, aceptar esa media realidad. El estoicismo y el escepticismo fueron, más tarde en la filosofía helenística, ejemplos de esa sumisión a la sombra reconocida como limitación. En este punto la libertad se concreta en Eros, para evitar la parálisis de la resignación. En el diálogo del Banquete Platón expresa esta contradictoria libertad que sólo es posible si se obliga a sí misma. Eros es hijo de la pobreza y de la osadía, de la miseria y de la búsqueda de plenitud. Podría quedar cerrado en la melancólica sabiduría del esfuerzo inútil, del regreso a la tiniebla acostumbrada. Pero la fuerza de la eterna insatisfacción le hace caminar hasta la salida. La libertad se ha interiorizado. Es en el mismo hombre prisionero donde reside, bajo la forma concreta de Eros, de camino e impulso, de carencia y plenitud.
Y la liberación del prisionero no se hace sin más. Todas sus etapas están marcadas por el esfuerzo y el dolor, lo que parece referirse a la antinaturalidad del conocimiento, en oposición a la apacible tranquilidad de la vida en el fondo de la caverna. Sin embargo la lucha por vencer todo tipo de resistencia en el saber ofrece el aliciente más intenso de la vida, su logro más importante. Nadie puede rechazar este proyecto de liberación, ningún hombre escapado ya de la propia caverna de su animalidad, en un nivel de evolución histórica, puede negarse a la ascensión..
El problema es que el dolor y las dificultades no son de índole individual o subjetivos. La salida de la caverna, de los marcos de la sensibilidad cerrada en sí misma, tropieza no con la oposición de la naturaleza, sino, sobre todo, con la de la sociedad. Porque en la historia, en la vida colectiva, ha surgido una nueva naturaleza social, un magma de presiones, falsedades, engaños e intereses, que pasean sus objetos por encima del muro que separa los dos mundos de la caverna.
El impulso ético, sin embargo, consiste en mantener el ideal de una superación y en la profunda creencia de que el conocimiento es ascensión y liberación. Las dos aspiraciones fundamentales de la vida humana y por las que tal vez merezca la pena que esta siga "fluyendo entre el silencio de las esferas", son la inteligencia y el amor. Y ello es lo que motiva ese equilibrio que los griegos llamaron felicidad. Pero la felicidad del conocimiento está enturbiada siempre, cuando se sale del estrecho dominio de lo privado, del viejo símbolo de la torre de marfil. El amor irrumpe en el prisionero liberado, bajo la forma de recuerdo, felicidad, solidaridad.. Cualquier otro destino preferiría el prisionero liberado antes que vivir entre sombras, aunque ello le reportara privilegios huecos y sombríos. Cualquier destino preferiría menos el de renunciar a aquel que va implícito en la esencia de la vida intelectual: la comunicación de los conocimientos, la solidaridad.
Así el regreso del prisionero evadido y que ha conocido el mundo real es aún más doloroso que su liberación, precisamente porque ha asimilado un saber que podría parecer una razón sin esperanza, camino como va, ahora, de la tiniebla. Pero el impulso que le empuja hacia la oscuridad ya no es Eros, sino Philia. No es pasión por el conocimiento, que, de alguna forma, ya posee. No es simple inteligencia lo que culmina el desarrollo de una vida humana, ni fruición por una sabiduría que no pudiera ser compartida, sino ampliar el dominio de lo inteligible, en una conciencia colectiva que le da realidad y sentido. El primer libertador no tenía otra misión que soltar y empujar un poco en los momentos de duda y desfallecimiento. Es el proceso limpio de la inteligencia que aporta, inicialmente, la esperanza de la razón. Pero convertido en historia, el libertador tiene que luchar también contra la historia misma. Desde el momento en que arrastra consigo la claridad aprendida, hasta el reino de la confusión y de la violencia, no puede ya sólo desatar, sino convencer. Porque no es contagiosa la sabiduría, sino el deseo; pero el deseo es ya, en una sociedad corrompida, el deseo de la sombra, el espíritu de la ofuscación. Y no le van a servir las palabras, acostumbrados como están los prisioneros a la voz que les llega de los paseantes de simulacros, con un lenguaje sin fundamento.
Y sin embargo, hay que volver. La caverna es la historia y ya nada es real fuera de ella. En el relato de Platón hay un final dramático para el ideal de progreso. La risa de los encadenados es la primera defensa que esa historia, sostenida en la pseudonaturaleza de lo social, hace de los privilegios oscuros de la estupidez. La violencia y la muerte han sido los dos únicos recursos de los que no tienen recursos. Con ellas enmudece la voz y parece extinguirse la claridad.
Pero sólo momentáneamente. La vida humana es vida porque siempre hay un prisionero liberado, y siempre hay un sol esperando.