LA LUNA IMPOSIBLE
Me desperté a las
cuatro completamente desvelado. Faltaban unas horas para el amanecer y estaba
cansado del día anterior, no tanto porque los viajes cada vez me cuestan más,
como por la añoranza del hogar, de su luz y su calor, la sonrisa
que lo habita. En esta circunstancia, un desvelo nocturno en el oriente alemán
era una promesa, no una amenaza.
Me levanté y decidí
recurrir a la receta clásica para estos casos: un pitillo y un libro, cuanto
más difícil mejor. Lo lié y elegí la Historia de la eternidad de Borges como
postre. Salí a la terraza del hotel a ver cómo dormía el mundo.
No lo hacía. Lo
primero que noté es que la luna no estaba donde debía. Esa mañana yo había
estimado la orientación del hotel, la terraza daba al sur (bien, pensé, dará el
sol cuando salga a fumar) y si estaba en lo cierto la luna que estaba viendo
flotaba en el norte geográfico. Imposible.
Debe ser efecto
de estar adormilado, sentí, pero quise dejarlo estar, no pensar, no romper esa
magia que recién estaba naciendo. Así que sólo miré. Miré al sur, a lo que yo
creía era el sur.
Había bruma, mucha
bruma, pero no tanta como para impedir ver los montes en dos cadenas paralelas,
e intuir sus bosques, sus caminos, sus casas de labranza. Con todo ello a
oscuras, sólo la certidumbre del bosque estaba asegurada por la bruma, que
traía humedad fresca y verde, y por sus contornos a la luz de la luna.
Y estaban las
estrellas, estaban el cisne y la serpiente, estaba Casiopea. Mañana lo
comprobaré en un atlas del cielo, me dije, y miraré también donde debía estar
la luna a estas horas en esta latitud. Y seguí aspirando bruma del bosque
alemán.
Otros hombres del
sur anduvieron por aquí hace más de dos mil años, y vieron este
bosque, y respiraron esta bruma, y sintieron que los bárbaros estaban allí, observándoles,
calculando riesgos, planeando la forma de aplastarles o de echarles de su
tierra. Debieron quedar aterrados.
En cambio yo me
sentía feliz. Una luna imposible me daba sombra, un bosque húmedo me envolvía,
unas estrellas amigas me guiñaban. Yo sentía el vacío del infinito pero no me
asustaba, también era amiga esa sensación, quietud, nostalgia.
Entonces sentí tu
voz tan dentro, al decirme: ¿nos vamos a la cama? Y fui.