Antes de empezar a mover la silla en cuyo respaldo apoyaba el edredón recién quitado del lecho supo que rozaría la mesilla y haría caer la lámpara de porcelana. Podría evitarlo dejándose caer y alargando el brazo, pero hacía tiempo había prometido no correr riesgos. La lámpara caería y se rompería, y deseó que no fuera un augurio. La Luna menguaba y el día era de san Cecilio, patrón de Granada. Boabdil le miraba desde su atalaya.
Al samurai le crujieron las tripas como al preparar un sepuku. Ya no confiarían en él. Las miradas de niños como de cachorros abandonados se clavaron en los recuerdos de su corazón. Allí también rompió una lámpara al amanecer. Y no pudieron volver a por más. Allí, en Sbrenica.
Los fantasmas retornaban y destrozaban el comienzo del día: el aire limpio, la aurora con Ayante rescatando el cuerpo de Patroclo, el sol subiendo y las aves cantando desayuno, el Amor desatado en un despertar dulce como la miel. Caricias infinitas, rotas por un crujido de madera anunciando porcelana cuarteada.
Unos minutos antes, aun tendido sobre el edredón que había cubierto el lecho nocturno, había visto dos estelas de aeroplano por la ventana. Un augurio moderno, pensó, mientras trataba de dilucidar si volaban en el mismo o en opuestos sentidos. No llegó a ello, pues las aves impusieron sentido al desayuno, y se habían levantado, y él había apoyado el edredón sobre el respaldo de la silla.
¿Cómo puede un hecho simple y trivial disparar tantos resortes, que la vida entera se haga pedazos? Como el niño al romper el juguete recién estrenado. Ni las lágrimas que tanto deseaba verter podrían arrastrar el pozo abierto por las hecatombes recordadas. Tantos laberintos, tantas riberas, tantas atalayas, tantos muelles de nunca más. Tantos sitios, tantos sacos, humo y sangre, azufre y viento.
Había un túnel desde la cocina afuera de la cerca, como en casi todas las casas del pueblo. Y los encerraron en la cocina, para solo tener que abrir el gas y no pasar por la angustia de disparar a un niño. La intérprete se lo dijo y fueron a por ellos, y los sacaron de uno en uno, pues el túnel no daba para más. Jalando de una cuerda, hilo de Ariadna en el laberinto del infierno.
Al amanecer se acababa el tiempo y él quiso sacar dos niños a la par, en la última jalada. Y rompió la lámpara y ambos quedaron allá, mirándole con ojos sedientos de vida y velados por el asombro del cachorro abandonado. Lo sabían, y él también lo sabía. Salieron a galope de la casa y los dos niños se quedaron a enfrentar su destino. No los oyeron llorar.
Esto me llegó hoy, en Sarrión, cuando rompí la lámpara de porcelana de Limoges y sentí el miedo de que si había fallado allí, hace veinte años, también podría hacerlo hoy y aquí pero contigo. Y el dolor cubrió mi ánimo como si fueran los caballos de la Noche.