Ven, dijo ella, ven a tu hueco en el nido, al
jardín de mis delicias, a esta tierra de rocas pero de agua y tés
silvestres y leonados buitres que sólo comen muérdago.
Pero él echó de menos el huerto azul con el
cielo blanco y el pozo verde y se durmió en la placidez del solitario deseo y
no vio pasar ni pájaro ni libertad. Y dijo: iré.
Ven, dijo ella, ven al hueco en mi regazo, al
sabor de mis pies azules escondidos tras los pliegues de tu aliento, al suave
duermevela de sedientos amantes, mi sed que no te abrase.
Pero él sintió nostalgia de la primavera y
del cielo de Turín, e imaginaba una lúcida habitación al pie de la cual estaba
el gato, y la dama lo observaba desde el desnudo balcón. Y dijo: voy.
Ven, dijo ella, ven aquí donde no hay remordimientos, ni vanas palabras, ni gritos sordos ni silencios. Aquí hay espejos
que no reflejan rostros muertos ni labios cerrados queriendo hacerse oír.
Y él sintió una lágrima rodando hacia una
teja rota vertiendo en gotera al pozo de su ausencia, y fue el dolor tan
grande como el sabor de la esperanza que es vida y es la nada.
Y fue.