A veces el dolor es
grande y se va haciendo más grande y asistimos como a un desfile de dolores que
vienen y se van pero el dolor se queda. Anida. La vida se va haciendo más y más
pequeña y el dolor lo puede todo. No es un sentimiento, no es un nervio, es una
energía desbordada que acaba en la cascada de nuestra pequeña vida y lo anega
todo en un baño de sangre. La sangre es el dolor, la sangre vertida en todos
los valles y en todas las riberas en las que alguna vez nos paramos y miramos
atrás. Desde la atalaya vemos la vida como los dioses ven el dolor humano, pero
desde los muelles y los caminos que han sido y han marcado rumbos en nuestras
vidas la luz no existe y solo está el dolor.
Sabemos lo que hicimos y
por qué lo hicimos y la razón nos exime de culpa, pero el eterno retorno de los
sueños nos dice muy veladamente que la razón es sólo una parte, y no la
definitiva. El dolor perdura y nos recuerda que la conciencia sólo crece en el
pozo que se hunde hasta el corazón de la tierra seca como el fuego, pero que
allí sí quema hasta los últimos rescoldos de nuestra felicidad. Las llamas
purifican y por eso tienen que doler.
Y aún puede ser peor: cuando
intuimos, cuando sabemos que la horrible mañana de un domingo cualquiera puede
ser la antesala de la tarde y la noche más terrible, como cuando el diablo se
decide a cruzar el arcoíris del fin del mundo.
Así fue hace diecisiete
años, y ahora el dolor vuelve. Vuelve de noche, y vuelve también de día. Los
fantasmas rondan la casa, la toman y la ceden, como la ciudad de entonces. Nos
matarán y nos echarán al fondo de la tierra para olvidar que ni siquiera el
dolor pudo con ellos.
Pero nos sobreponemos.
Los corazones renacen y el dolor remite. Siempre es así, todos los años. Sueño
los ojos de angustia infinita de la mujer al separarse de su hombre, que esa
noche estaba muerto, y ambos lo sabían. Sueño los ojos asombrados del niño que
no sentía más que el ruido y que esa tarde ya no tenía piernas. Sueño la mujer
expulsada de su casa vertiendo lágrimas por el futuro sin futuro de sus hijos,
a sabiendas de que en cuanto cruzara la frontera la iban a matar, y algo peor.
Sueño la sonrisa del hombre que voló un bar de copas para avisarme lo que me
iba a ocurrir si no me iba. Y vivo, sobre todo vivo mi dolor y mi rabia cuando
antes de pasar el control del aeropuerto de Split me volví y pensé que aún
estaba a tiempo de quedarme y luchar. Pero no lo hice.
Tengo todavía las tres
fotos del horror en Mostar durante mi primer fin de semana. Y la carta que la
madre de mi intérprete bosnia me mandó desde Málaga cuando llegó con el
pasaporte que yo le había tramitado. Recuerdo la sonrisa triunfal del aduanero
cuando le di la tercera botella de whisky y me dejó pasar sin abrir el maletero
que escondía a la mujer sin casa. Y, sobre todo, recuerdo aquella mañana de
domingo en el campo de refugiados de Dubrovnic cuando el pastor vasco que había
militado en la Armilla me enseñó cómo curar el dolor: el tropel de niños,
limpios como el agua de la fosa séptica que vertía en sus lavabos, que se le
acercaron corriendo, y el amor infinito con el que, uno a uno, los levantaba y
los lanzaba al aire, para recoger suavemente su caída con sus brazos fuertes y
tiernos, que también habían matado. La vida es así.