miércoles, 30 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 8





Madras, siete de junio de 2008.

¡Qué alegría tu carta! ¡Cómo me reconforta!. Tras haber estado allí, sombra de lo que (¿quiero? ¿deseo? ser) mi inconsciente ego quiere ser, tus palabras son una bendición, que me hace creer más en este camino que recorro y que a veces se refleja allí.

Por primera vez te escribo por la tarde, a propósito alejado de la luz, en busca de esa Luna de la que hablas, en la certidumbre de que también esa fuerza, la pura vida fluyendo, dará a buen puerto con lo que me gustaría hacerte llegar.

En pleno verano tropical, pasé el mediodía en la piscina dejando que Afrodita me acariciara con sus cabellos mojados, llevándome de aquí para allá, entre la conversación con el cónsul de Alemania y la agregada cultural de Finlandia. Una agradable comida, un café, y la promesa de una fiesta a la que no voy a ir porque me espera, paseando en su playa, mi querida S.

Me escribes de un desierto “soñado” y que era hostil. En el que pensabas en los seres a los que amas. Y yo pienso en el desierto que recorro todos los días, dos horas ida, otras dos vuelta, para ir a la obra que me ha sido dado hacer. Y pienso también en los seres que amo. Y me encuentro contigo, porque el Amor es uno, y es apacible. Escribí sobre él para mi taller, y está en el blog, creo, y es un recuerdo a mi madre, que me enseñó el “bello gesto” que hay que tener siempre en la vida. Ella pasó, pero cuanto la amo.

Me deja sin respuesta tu “sueño” de ajedrez. Yo también me pongo las gafas para leerlo una y otra vez. Me viene a la memoria esa ocasión en que Lenin se presentó en la celda de Alekhine, maestro de ajedrez y ruso blanco y le dijo: Vengo a jugar una partida contigo, si me dejas ganar te haré fusilar. Al esclavo, al prisionero, se le arrebata la posibilidad de mentir. Si el campo es la esclavitud, ¿qué es la libertad? , que decía Perogrullo. Nadie sabe como acabó la partida, sí que el Dr. Alekhine fue liberado y pudo marchar a Francia, donde siguió haciendo de las suyas. ¿No será Dios el Lenin de tu “sueño”? Hay un documental sobre Borges, que se llama “ Los libros y la noche”, te lo puedes bajar de la internet, como yo lo he hecho: “Dios mueve al jugador y este a la pieza, ¿ qué Dios detrás de Dios la trama empieza, de polvo y sueños y agonías ?” El tablero está en una torre que es de un tablero en el que está una torre que contiene un tablero, y así hasta el infinito.

Deseamos aquel día estar juntos, querida S, sí, y Ello, jugando a su estilo, dijo: no. Ahí me hablas de la Luna, y por ello estoy yo hoy en su busca. Me sentí muy ido en mi estancia en Sevilla, torpe, como si aquello no fuera mi casa. Echaba de menos India, aunque no lo sabía. Hoy sí lo sé, y sé por qué. Pero te agradezco aguantar mis silencios y mi falta de comunicación. Mi torpeza.

Me hablas del zen y de que el cielo y el infierno están separados por la décima parte de una pulgada. Pero “¿Creer que el cielo en un infierno cabe, eso es Amor, quien lo probó lo supo?” Cito de memoria, y recuerdo que a veces sueño con las nueces de Blake. No recuerdo los detalles del sueño, ni aun escribiéndolo, pero sé que son esas nueces, las que contienen el universo, el cielo y el infierno, y que sólo pueden ser contenidas por el Amor.

Y me hablas de la meditación. Y aquí si entramos en algo serio. Pues sí, estoy aprendiendo, tras ¿quince? años intentándolo, me empiezo a enterar de los errores básicos y de cómo corregirlos. Esto sí que es un regalo de Dios, pero no soy quien para transmitir nada. Quizá nos podamos sentar en silencio, en Sevilla o en Punta Umbría, y aprender uno del otro.

Algo en tu carta me turba, como seguro que también a ti, y es cuando escribes que “mis ojos trataron de llegar al fondo de los tuyos, sin lograrlo del todo”. Mis ojos. Mis ojos tristes. Lo siento, es culpa mía por no saberme abrir plenamente al Amor que me brindas.

Hice otro viaje. Uno de mis amigos indios es fotógrafo, y además es discípulo del Maestro de Pondicherry. Hemos tenido cierta intimidad, cenas, cafés, paseos, conversaciones. Sabía de mi amor por la naturaleza y me propuso, inesperadamente para mi, ir a un parque natural en el que hay tigres. Algún organismo estatal le había encargado una fotografía de tigres libres y él había aceptado el encargo. Le dije: “Por lo que yo sé, ver un tigre en libertad es prácticamente imposible”. “Sí, me dijo, pero a veces hay suerte. Ven.”

La temporada excluye a los turistas, por el calor, pero también a los tigres, a los que les afecta igual que a nosotros. Me dijo que era un encargo del gobierno y que allí tendríamos medios inasequibles a los turistas. Fui, claro.

Dos días, dos noches, dos amaneceres, que es cuando se puede “cazar” al tigre. La primera mañana pasó sin nada “especial”: monos, antílopes, ciervos, serpientes, macucás y maspallás, nada del rey de la jungla, como yo me temía. El resto del día, bajo el ventilador, comiendo arroz y bebiendo soda, un pitillo de vez en cuando, y una agradable conversación con un fotógrafo indio que olía lo hermético hasta en las sombras.

El segundo día, como el primero, diana a las cuatro, un café, vigilar los últimos preparativos en nuestro elefante, y ¡arriba! Una hora de trote hacia la zona y allí, a esperar, dejando que nuestro transporte se moviera a su aire, para no desentonar los movimientos habituales de la selva. Una hora, dos horas, y llegamos al árbol.

Dos cachorros (grandes) dormían sobre las enormes raíces del árbol. Estuvimos largos minutos observándolos y mi amigo le dio al conductor del elefante orden de seguir. Le miré, inquisitivo (hablar estaba vedado) y me “dijo” que eso no era una foto, no tenía vida.

Entonces ocurrió el primer milagro. Algo hizo despertar a los jóvenes felinos, seguramente la proximidad del alba, y decidieron pelear por la mejor rama. Guach guark, zarpa va, zarpa viene. Lo vimos, y mi amigo lo fotografió (y lo publicó, desde luego). Después volvieron a su sueño, los benditos cachorros.

El elefante arrancó. Yo me sentía feliz, había visto a dos cachorros de tigre en acción, ¿qué más pedir? O a la Naturaleza en acción. Dos noches sin dormir, un viaje de 2000 kilómetros, pero agradables conversaciones con un hombre que sabía mucho de fotografía, esto es, de captar la vida en un instante.

Sentí una orden del conductor y el elefante se detuvo. No sé cómo lo supo. Mi amigo me miró y me hizo un signo con los ojos para que me volviera despacio. Lo hice, y allí estaba mamá tigre atravesando la senda de los elefantes en busca de los cachorros. A cincuenta metros, me miraba fijamente y me parecía más grande que el propio elefante, como si fuera a cargar contra mi. Pero ella nos miró, se revolvió, echó a andar y se paró. Nos observó otra vez y optó por llamar a los cachorros (the tiger called, dicen con sencillez los ingleses).

El rugido fue formidable. Todo el viento del mundo salió de aquella boca y me envolvió y me transportó. No sé dónde estuve, pero no era aquí ni allí. No era el mundo. Mi vida desfiló entera en mi mente cautiva, con sus alegrías y sus miserias, y las sentí tan intensamente como cuando sucedieron en la “realidad”. Y vi ( “vi” ) lo que tenía por delante: el camino con sus curvas, y el mapa en el que estaba trazado, curvas y más curvas, círculos concéntricos, espirales, y una red de líneas rectas, de atajos, que conectaban los nudos y definían una especie de camino crítico, de tareas de imprescindible realización, fuera de las cuales se podía prescindir de todo lo demás. Tenía que esforzarme para seguir alerta y no perder nada de lo que estaba “viendo” y, como en el ejercicio de meditación, tan pronto nos damos cuenta y deseamos, Ello desaparece. El rugido y la magia cesaron. Caí al suelo del habitáculo sobre el elefante, lo mismo mi amigo. Reímos, nos abrazamos, lloramos juntos de puro gozo. Cuando nos dimos cuenta miramos arriba y el cielo ya estaba azul. Los pájaros cantaban, el verde invadía el espacio, mamá tigre se había reunido con sus cachorros y todo estaba bien en la selva.

Esa noche le comenté a mi amigo que por esas fechas hacía años de mi iniciación en los Misterios. Estuvimos divagando sobre el sentido de los números, profanos y sagrados, con ese jugo que a cualquier tema le sabemos sacar los adeptos, y ahí habría quedado todo de no ser porque al retirarme al descanso nocturno, pensé en ti, y en otras cazadoras de rocío de las playas de Poniente. No entendí por qué me venía ese pensamiento, una y otra vez, como una tonadilla que se nos mete en la cabeza y no nos deja. Lo entendí esta tarde (la carta no está escrita de una vez) y te lo cuento.

Tras la comida de hoy sábado en Madras me di el obligado paseo por la librería más cercana y seleccioné varios títulos para comprar (que luego descarté uno a uno, necesidad para un bibliópata, aunque sí que me llevé varios discos, Brahms, Tschaikovsky, Shostakovtich, y dos lápices negros, estos no sé todavía por qué). El paseo me hizo bien, ayudó a la digestión, y en un momento dado me vi ojeando, con fascinación, un estupendo manual de fotografía. Aquí no ardió el deseo de poseer el libro, sino el de la acción, la foto bien hecha. Entonces sentí que ya no tenía tiempo, que ese arte, al que tanto amo, y en el que no he pasado de principiante, como en muchas otras tareas que en la vida me han tentado, es algo cuya maestría está ya fuera de mi alcance, que me moriré sin haber llegado al fondo, y que ya es irremediable, porque tengo casi cincuenta años, y ya no es infinito el horizonte que tengo abierto.

Me viene a la memoria un apunte en mi diario de hace un par de semanas que copio: “He andado muchos caminos, pero muchas de las vivencias extraordinarias que he tenido no han dejado huella. ¿Qué fue de aquella mágica semana en el valle del Jerte? ¿Qué de los paseos diarios por el parque de Gijón a las seis de la mañana? Quizá me haya hecho mejor, pero ha habido muchos ladrillos que no he puesto uno encima de otro, no han formado una construcción, son islas en el golfo, oasis en el desierto.”

Tengo casi la edad de Gustav Aschenbach y no quiero (ah, querer, querer) simplemente morir de amor en Venecia. Desde los quince años, o más, llevo buscando y aprendiendo; más adelante, y sobre todo ahora, estoy comprendiendo. Me hallo en el Oriente, y cuando vuelva a Occidente, lo que allí lleve, el “yo” que allí llegue, ese es el que va a tener que trascender. No será haciendo buenas fotografías, no seré maestro de tiro, no seré gran escritor, no seré nada porque no soy maestro de nada aunque haya cocido muchos ladrillos y fabricado con ellos bonitos pero pequeños muros, que no son una construcción.

No quiero con estas palabras transmitirte angustia alguna, mi querida S, todo lo contrario, porque es aquí cuando me viene el recuerdo (no sólo mental) de nuestras conversaciones, de nuestro misterio compartido. Recuerdo nuestra primera conversación, en aquella terraza frente a la estación de Huelva, ¿acaso no fue prometedora y significativa? ¿Qué nos pudo llevar luego a reencontrarnos en la bodeguilla de la plaza de santa Ana? ¿Por qué optamos por el cine y precisamente Antonioni? Sin aquel blow-up todo habría sido distinto, no hubiéramos podido llegar a tener que quemar los libros para prender los atanores.

Mi vida será pequeña, cabrá en una cáscara de nuez, mi tiempo es limitado, lo sostengo sobre la palma de mi mano y le sonrío. Recuerdo las sonrisas de los Adeptos cuando, a veces, han hablado de mi………….y creo que es suficiente. ¡Ilúminame mi querida S, por favor, si crees que no es así! Me vine al Oriente con una mochila cargada de trastos viejos (aunque hermosos, y útiles), y creo que voy a volver sin trastos, sin mochila, sin nada más que mi sonrisa, y mis cansados ojos (cada día me hacen más falta las gafas, ya tengo tres), esta vez sí podrás llegar a su fondo, porque para ello sólo tengo que mirarte como tú me miras, mi querida S, ojalá sea capaz de hacerlo así.

La noche (¡son sólo las seis y media!) se me echa encima, he compartido estos momentos nuestros con Brahms, con la Jacqueline du Pre tocando el concierto para cello de Lalo (¡te lo recomiendo!), y ahora Karajan ataca la cuarta de Tchaikovsky, una de mis preferidas. Trataré de poner en claro mi poema, y me despediré después, mi querida S.

Pues no. Releído el poema, creo que está listo. Me quedaba revisar en tu carta lo de los signos astrólogicos, y creo que en el propio poema hay una repuesta. Te diré que (creo que lo dije ese día en la playa de Occidente) hace mucho que no hago cartas astrales, como dije que me habían ayudado a conocer a las personas (sobre todo a “mi mismo”), también te digo que estoy trabajando con el oráculo del I Ching y, ciertamente, es fascinante. No da respuestas, desde luego, pero ayuda a ordenar las preguntas. Como la astrología.

Miro la carátula del CD recién comprado y veo que tras la cuarta me obsequian con el Capricho italiano, la pieza con la que mi madre me inició en la música, hace ya tanto… ¿ tiempo ? Y sintiendo otro soplo eterno de Amor apacible, lo comparto contigo, así como también un recuerdo a mi padre, que me enseñó a escribir, sin saberlo.


Odisea, canto XII

Suspiré

y el infinito en tu sonrisa

se fundió en mi aliento,

para que Dios pudiera ser.

Yo era el viento

que acariciaba la tierra

y tú la tierra que da alas al viento.

Yo era el sol, empujado

de oriente a occidente,

tú la luna, que sí gira,

y lo acoge en su seno.

Dios puso el alambique,

yo fui fuego y tú fuiste agua,

destilamos y condensamos

una y otra vez, una y mil veces,

como mil rayas tiene el tigre.

Cuando nos llamó allí estábamos.

El dedo de Dios empujó nuestra barca,

que se hundía por el río,

hasta el mar en el que ahora estamos.

Ulises ríe al otro lado del espejo.

Él ya pasó por esto.

Las sirenas, Escila y Caribdis

fueron el rugido de su tigre.

lunes, 28 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 7



Pondicherry, dos de marzo de 2008

Nada más cruzar el umbral del hotel le ví, como él me vió a mi. Ambos lo supimos, pero seguimos el juego, alegremente, como danzando. El cambio de ciudad, el bullicio más sereno que el de Madras, el poco calor, invitaban a un paseo antes de comer. Al dejar el hotel, él seguía allí. Al volver, media hora después, ya no estaba.

Una ducha y una cerveza frías en el último enclave francés en India, una comida ligera. Despachar el correo, leer un poco, dejar que la corta tarde transcurriese y diese paso a la noche que permitiera otro paseo, el auténtico, cuando la verdadera India se echa a las calles y muestra su cara oculta.

Era sábado y había alboroto. Luces, música, mucha gente. Paseantes, familias, solitarios, parejas; los puestos de fruta, los puestos de dulces; los vendedores de té, los vendedores de nada, y la viejecilla con el mono al hombro.

Al instante sonó la alarma: yo ya había vivido eso. ¿ O lo había leído ? Esforcé mi memoria a evocar algo y recordé un relato de Tabucchi sobre su viaje a India: él había tenido un encuentro similar y, efectivamente, era un montaje para el oráculo. Le di a la señora unas monedas sin saber qué esperar, pero una voz me sacó de la incertidumbre:

¨ Pero usted no precisa del porvenir, ¿ cierto ? ¨

La frase era deliberadamente ambigua y tardé en responder, así que él volvió a adelantarse:

¨ Venga conmigo, le mostraré algo ¨

Dudé unos instantes, al fin y al cabo estábamos en la ciudad de Aurobindo, donde casi la mitad de los edificios eran parte o estaban relacionados con el ashram, o con los muchos imitadores que a la caza de la rupia fácil habían surgido de todas partes. No estaba mi ánimo para falsos gurús.

Pero su sonrisa me convenció. Sí, era el hombre con el que había jugado al ajedrez. Por el camino intercambiamos trivialidades sobre el viaje y el tiempo, en su ciudad y en la mía, y ello acabó de convencerme de que la cita era correcta.

Me llevó al edificio de la ¨ Alliance francaise ¨. Eran pasadas las siete y estaban recogiendo, pero él tenía un gran fajo de llaves que abrían todas las puertas. Los empleados rezagados le trataban con respeto. Me condujo a un sótano. Extrañamente ni el aire ni la temperatura eran agobiantes, sino más bien agradables, como si de una cueva se tratara.

La biblioteca era enorme, y estaba repleta, pero pasamos de largo hasta el despacho del fondo. Tenía varios anaqueles con libros viejos, muy viejos, envitrinados y bajo llave. Los abrió y me invitó a mirar. Entendí por qué al entrar en el edificio nos habíamos lavado las manos.

Estaba impresionado y estaba emocionado, y otra vez al borde de las lágrimas, aunque sabía bien que esta vez eran lágrimas de soberbia y vanidad. Las contuve. Pero la mitad de los libros que durante decenas de años había soñado tener alguna vez en las manos estaban allí.

La toyson d´or, Paris, 1612, versión francesa del Splendor Solis, era la joya de las joyas. Y también los textos alemanes, el Elementa Chemiae, de Barchusen 1718; o el Aureum Vellus, Hamburgo, 1708. Me dejó a mi aire, largo rato. Miré los libros desde todos los ángulos, tratando de ser todos aquéllos que lo habían hecho antes que yo, durante siglos. Los tomé todos en las manos, me senté con ellos, los hojeé, página por página. Escuché su ritmo, saboreé su aroma. Tenía un mes por delante, antes de que la colección volviera a sus lugares de origen. Qué extraño, pensé, estar en el corazón de India y encontrar el corazón de Occidente. Me vino a la mente el mandala de mi habitación en el hotel. Contenía un ojo, y era el ojo de Ptah.

¨ Usted es el hombre que sabe leer estos libros ¨, me dijo. Le miré con naturalidad, con cara de “ no esperes mucho de mi “, pero él siguió, poniendo la misma cara: ¨ Pero que no sabe leer la Gita ¨. Entrábamos en materia.

He leído, releído y estudiado la Gita muchas veces, pero, en nuestros comentarios (email) entre jugada y jugada, él siempre me decía: “ no es eso, no es eso… ¨. Lo mismo que yo le decía sobre sus comentarios a los grabados poblados de planetas y metales, retortas y alambiques, esos cuyos originales estaban ahora tan cerca de mi.

Siguió hablando: “ mi Maestro me decía que el Gita y estos símbolos apuntan a lo mismo, pero se marchó sin explicármelo. Ahora lo investigaremos juntos. Venga conmigo.¨ La noche estaba desbordando cualquier expectativa, así que le seguí, esta vez sin dudas.

“ Primero cenaremos, luego trabajaremos ¨. Aquí sí dudé, pues una comida india en lugar desconocido supone siempre un alto riesgo. Pero para mi sorpresa, en la antesala de su despacho, habían preparado una cena frugal, pero exquisita, con quesos franceses y una copa de vino. Otro regalo.

Tras la cena todo se disparó. “ Usted cree ¨me dijo, que la Gita y los otros textos vedánticos son una exposición teórica, pero son mucho más que eso. Toda la praxis está contenida en ellos, como usted me dice que toda la praxis de su trabajo está contenida en los emblemas y secuencias de los libros que acaba de tener en las manos. Por ejemplo, el primer capítulo de la Gita. Arjuna se mueve de arriba a abajo por el campo de batalla, mirando a sus parientes en el otro bando. Lo hace al azar, deteniéndose aquí y allá y evocando el horror de lo que va a suceder. Es un hombre sin ritmo. Y Krishna le pone en su sitio, le reordena con ritmo todo lo que Arjuna ha visto antes sin él. Ese cambio de ritmo sólo es apreciable en el texto original, es intraducible. Y sólo se puede entender en el contexto de toda la epopeya del Mahabarata. La Gita no es una perla aislada en el interior de un Mahabarata por lo demás trivial. La Gita es el eje sobre el que pivota todo el Mahabarata. Ninguno tiene sentido sin el otro. Por eso en Occidente nunca podrán entenderlo, porque no leen el Mahabarata completo. Venga conmigo.

Me llevó a una sala perfumada y débilmente iluminada, preparada para el ejercicio. Me hizo sentar en silencio. No se preocupe por la postura, me dijo, la postura no es importante. Notó que me puse (más) tenso, al oír algo que contradecía todos los principios del ejercicio. La postura le encontrará a usted, matizó, no se preocupe por ella.

Se colocó detrás de mi y me asió el vientre. Presionó ligeramente con ambas manos, cediendo la presión, repitiéndola, cediendo. Estuvo así mucho tiempo y cuando se retiró seguí sintiendo ese ritmo en el vientre, inspirando la vida latido a latido.

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Después insistió: usted también sabe, o cree saber, que el ritmo le encontrará a su debido tiempo, como la postura. Eso es cierto, pero debe venir de afuera. Si usted se limita a estar ahí, esperando, no cambiará nada. Tendría que probar todos los ritmos posibles hasta encontrar el suyo propio. Y hay infinitos ritmos, así que no tiene tiempo.

El ritmo debe venir de fuera, por eso es necesario un Maestro, o estar dotado de un Don especial. Pero ello no quiere decir que el ritmo de cada cual sea el del Maestro. Él nos da un ritmo, y es alrededor de él que trabajamos, y cada cual desarrolla a partir de la experimentación su propio ritmo, que es único, y que se puede transmitir para que otros sigan trabajando sobre él.

Y esto es así para cada aspecto del ejercicio y para cada capítulo de la Gita. Otro día veremos el siguiente capítulo y trabajaremos sobre él. Ahora le toca a usted hablarme sobre los grabados.

Así lo hicimos y ese, supongo, es el sueño que él estará escribiendo ahora.

Como corolario, mi querida S, algo que estoy descubriendo respecto al ritmo en la poesía (al leer me refiero, no al escribir). El poeta pone su ritmo, pero no hemos de esforzarnos en descubrir ese ritmo, en acompasar a él nuestra lectura. Más bien es nuestra propia respiración la que lleva nuestro ritmo a su poesía. Y poco a poco, lectura a lectura, esos ritmos se encuentran y se superponen y entonces leemos, de verdad, el poema.

…. A la obra se le empieza a ver el final, aunque está aun muy lejano, en el tiempo y en el esfuerzo, y queda mucho por hacer. Pero la fe en lo que aquí está ocurriendo va dando ya paso a la esperanza, y en la esperanza está la antesala del Amor.

Te dejo ahora con lo mejor que de mí mismo puedo darte, adornado ahora con esta esperanza de que se transforme en real este beso largo, tierno, profundo, que brota con rabia de mi corazón pero que espero te llegue ya dulce y armonioso.


SI LA RECUA SE DETIENE


A veces buscamos el camino entre las islas

pero se asienta

en la tierra aparentemente firme,

escondido firmemente entre montañas

adornadas por la niebla

y bañadas en rocío

cada amanecer.


A veces nos damos cuenta que los visitantes

sólo son sombras,

en la caverna,

aparentemente metálicos,

indefensos,

sin más poder que una luz

que no es la propia.


A veces nos damos cuenta y a veces no.

Entonces es la prisa o la angustia,

y el deseo incorrupto se apelmaza

en la mente y conquista el corazón.


Entonces el cuerpo, jovialmente, responde;

y la alegría nos desborda descontrolada,

y la felicidad alcanza un cénit, mas cae

a lo profundo cuando la copa es apurada.


Pero a veces nos damos cuenta

y la voluntad es férrea,

y lo voluptuoso de Afrodita

se encaja en las montañas,

sus lágrimas son su rocío, sus manos su niebla.

Y fluimos en río de agua viva,

sutilmente ocultos, discretamente visibles,

rumbo al mar.


A veces no nos damos cuenta

y es el laberinto y nos perdemos,

mas la luna vira y cambiamos la mirada,

el laberinto en sí mismo enredado,

visto desde la atalaya

donde somos arcoíris,

tras la tormenta.


A veces nos damos cuenta y a veces no.

Telémaco duerme y en su sueño

está el viaje venidero. Palas Atenea,

tal ha sido el Visitante.

jueves, 24 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 6


En mi sueño, al principio, no había formas ni figuras, sólo sensaciones, flujos de sentimientos que brotaban de algo que estaba envuelto en la niebla, y que allí quedaban, girando, como polillas en la luz de la noche.

Fui a Nepal para estar cerca, por primera vez, de las grandes montañas del norte. Tenía sólo unos pocos días, y me habían advertido que la época no era la correcta porque hacía frío y la niebla ocultaba las montañas día y noche.

Pero fui. ¿Acaso la vista es el único sentido? ¿Acaso la tierra no puede ser oída y saboreado su aroma? Convencido de que si ellas estaban allí, yo las sentiría, emprendí decidido el viaje, largo en el espacio, corto en el tiempo. Pero había llegado el momento de hacer sentir mi presencia, siquiera fugaz. Lo sabía.

Katmandú fue, desde el primer momento, un certero disparo con dos flechas, a corazón y razón a la vez. El país, ya lo sabía y ahora lo comprobaba, era aún más pobre que India. Y la gente, esto no lo sabía, aún más alegre que la de India. Una alegría quieta, silenciosa, que se regocijaba en cada instante. Una alegría poderosa, una alegría feliz.

Me sentía extranjero por primera vez desde que llegué al subcontinente. Sentía que no era parte de este mundo. No iba disfrazado de turista, desde luego, ni llevaba cámaras, ni caminaba despistado. Era ya un veterano de India, y sabía cómo funcionaban las cosas, y me había adaptado a ellas, y no tenía problemas ni con los sitios ni con las personas.

Pero aquí estaba desbordado. La corriente, calma, pero poderosa, me arrastraba lentamente, sin aparente riesgo de ahogo; pero con total desconocimiento de adónde me llevaba. Algo se estaba quebrando dentro de mí, y si me quedaba se terminaría de quebrar.

Me quedé. La ciudad tenía cien mil habitantes, diez mil turistas, y yo. Deambulé por las afueras, tomé té y compartí tabaco con ancianos y jóvenes nepalíes, que me hablaban – sí, me hablaban – como si me conocieran de toda la vida. Al cabo, yo también les hablaba y les terminé conociendo.

Por la noche, mientras los turistas cenaban y se entretenían en la discoteca del hotel, yo recorría el centro, estudiaba los edificios y las calles, compartía más té con ellos, y me correspondían llevándome al interior de sus casas y de sus templos. ¡Qué sensación, qué gozo! Sentir la piedra húmeda, en silencio, sin guías contándome historias fabricadas de dioses y creaciones. Y la presencia de esas gentes, sonriendo y callando, callando y sonriendo, compartiendo el té. Dejándome a mi aire, sin importunarles nunca mi presencia, dando todo a cambio de nada.

Supieron que me gustaba caminar por el monte y me llevaron a ello. Qué pena de niebla, pensé, obcecadamente. Se me escapó que también me gustaba nadar y me llevaron al lago, qué fría me pareció el agua, mas al rato, qué fresca, qué transparente, cómo acariciaba mi cuerpo, ese cuerpo que no soy.

Sin embargo, ahí estaba siempre la niebla, mas acompañado de estos hombres maravillosos, ciertamente que sentía las montañas, y las oía, y mi olfato estaba siempre impregnado de sus aromas. Estaba en el corazón de la tierra, y en el corazón de la pura Humanidad, y en la razón de Dios, al modo de Juan Ramón en su “Animal de fondo”. No sabía si soñaba en esta o en otra dimensión.

Me llevaron al aeropuerto. Nos despedimos con alegría. Habíamos pasado tres días juntos y nos lo habíamos contado todo, sin hablar ni una palabra en inglés, sólo español y nepalí. Sólo una mancha: esta maldita niebla.

No más lo pensé empezaron a reír sonoramente, a carcajearse como si me estuvieran tomando el pelo. Me sentí extraño otra vez, como a la llegada, tres días atrás. Pasé el control de pasaportes y billetes y de ahí rápidamente al avión. Este es un país pobre, no hay rampas de acceso, ni siquiera autobús, en el aeropuerto. Al avión íbamos todos a pie, los turistas cansados y adormilados, yo confuso y algo decepcionado por el final que se acababa de rodar. El sol naciente me deslumbró y giré la cabeza a la izquierda, al norte.

Y no había niebla. La Himalaya se me ofrecía pura, blanca, azul y anaranjada por la luz del nuevo día. Me paré y quedé extático, anonadado, boquiabierto, catarata de viva lágrima. Los turistas me sobrepasaron, el personal de tierra me empujó gentilmente los metros que me separaban de la escalerilla. Subí, todavía sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. La azafata sonreía a la entrada del avión, como si supiera. Me volví y encaré la terminal del aeropuerto, buscando sus rostros. No los vi, como no había visto las montañas hasta hoy, pero sabía que ellos sí me veían a mi, y volverían a carcajearse al verme agitar la mano y saber que, al final, había comprendido. Maestros.

Desperté bañado en lágrimas por el sol que se levantaba sobre el golfo de Bengala. Era el sol del solsticio de invierno, el mismo sol que un rato después iba a iluminar tu playa de Punta Umbría en día tan señalado. Estábamos más cerca que nunca.

Y ahora, mi querida S, no escribiré, como hacías tú: “….Como desde el principio habrás adivinado se trata de un sueño...

No, en absoluto adiviné ni pensé que se tratara de un sueño lo que me relatas al comienzo de tu carta. Y no es que confunda, es que me senté a leer tranquilo, receptivo, abierto. Tus impresiones, tan precisa y bellamente expresadas fluyeron a mí, y se hicieron mías. No había posibilidad ni de sueño ni de vigilia, como no la hay ni de espacio ni de tiempo, si es verdad que lo que hay es un espacio-tiempo de cuatro dimensiones.

Porque desde la primera frase me sentía en eso que estaba leyendo. Era mío, lo había sido siempre. Esa seguridad que tú veías en mí, contrastaba tanto con mis miedos y vacilaciones, pero era lo que tal vez yo hubiera querido ser. Y el vuelo, la ascensión, los sacos y su vaciado, todo era como si lo hubiera vivido y lo estuviera recordando, como si yo lo hubiera soñado y estuviera, en el duermevela del amanecer, reconstruyendo, aunque hacia delante, el sueño que aún moraba en mi. Había detalles que nadie - ¿nadie? – podía conocer, el relato era yo mismo, no podía ser de otra forma.

Hay un poema de Paul Celan en el que nos compara con una red echada al mar para capturar peces. La red necesita su lastre para funcionar como red, sin él no sería más que una cuerda enmarañada a merced de las olas.

Así me había estado sintiendo yo, lo que me parece legítimo, pero equivocado si me impide ver más allá. Tu relato me hizo girar la cabeza para acometer otra perspectiva, dejar de ser buscador por esta vez, ser globo, soltar lastre ( con cuidado, desde luego ) y ver, contemplar, sin tratar de pescar nada. Por eso fui a Nepal el fin de semana de mi cumpleaños.

Y allí escribí mi poema que continúa el tuyo. Tú asumías el rol de observada ( del mío anterior ), que se observa a sí misma e iba surgiendo la Catedral. Ahora yo asumo el papel del espacio, del vacío que cierra la Catedral, el túnel entre ella y el ladrillo único que hubo que romper para empezar la deconstrucción…..ya tan lejano todo ello.


NAVE QUE HA DE TORNAR

Ser:

un sentimiento congelado,

y el fuego,

y explota.

Se transmuta en la piedra,

catedral inmensa.

Contrafuertes y arbotantes,

despliega todo el velamen,

el velamen todo despliega,

sopla el canto de campanas.

El cielo es bosque,

bosque es el cielo,

en el que nace el viento

que navega, melancólico,

vigilado por mares y los astros.

El árbol ,primordial,

antiguo, Hermana,

la savia que circula

tal aliento de eso

que se sostiene ante Dios.

Tu beso transparenta

este alma que amalgama el universo

en espejo de la luz,

que nos retorna.

martes, 22 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 5





Madras, ocho de noviembre de 2007. Fiesta de la Luz.

Releo tu última carta sin dejarme sorprender por ninguno de sus asuntos ni matices; haberlo hecho tantas veces y sobre todo haber meditado tanto y tan gozosamente con ella, me ha hecho ya tan acostumbrado a su medida que puedo dejarme llevar por la lectura sabiendo que una pequeña pendiente permitirá un trayecto continuo pero suave.

O eso creía yo. Pero allí estaba, al final del camino, oculto, silencioso, acechante el Tigre de Bengala, para el que, como para el arquero japonés, blanco o presa, flecha o garra, arco o patas, y el propio corazón son todo una y la misma cosa. Por eso nunca “fallan”.

El poema. Lo había leído más veces que el resto del escrito, le había dado vueltas y vueltas, me había gustado por pequeño, por simple, por sencillo. Había estado, sin darme cuenta, jugando con él, cada vez menos con su forma y más con su fondo, disolviendo y coagulando, destilando y condensando, hasta que “algo” se heló.

Y cumplida su misión, el poema se desvanece, se va. Lo otro no, ello queda, helado aún, pero queda, en el interior de la tierra, donde debe estar, y madurar, antes de fundir el molde y atreverse a crecer, y atreverse a la luz, y al aire y al agua. A la vida.

Nada hay de inconsciente en todo esto. Al menos nada de inconsciente colectivo, incognoscible, indómito. Si nuestra conciencia puede abarcar un hecho, entonces todo lo demás es inconsciente, aunque esté ahí. Si nuestra conciencia es capaz de abarcar dos hechos, entonces todo lo demás es inconsciente, aunque esté ahí. Pero no es lo mismo en un caso que en el otro. Hay más conciencia en el segundo. Y hay mejor conciencia en el primero.

En el caso del poema, cada vez que lo leía, había conciencia del mismo…..y de nada más. Hasta que lo leí con conciencia de lo que “estaba ahí”, y la conciencia inducida del poema, como el Tao con el hacedor de lluvia, puso las cosas en su sitio. Todo está bien ahora.

Te refieres al final de tu carta a mis palabras sobre “…la película…” (esta ya vieja amiga de nuestras epístolas). Permíteme retomar este tema con un ejemplo aquí y ahora tan frecuente (en los extranjeros neocolonizadores). Si desde niños sólo vemos películas del oeste, el método de resolución de problemas y de afrontar la vida que en ellas se describe nos será innato. Ese método no es el mismo en todas ellas, pero será caldo de cultivo para nuestras teorías sobre el mundo, llegado el momento. Y acabaremos pensando, sintiendo, grabando en nuestro inconsciente, ese método, esos patrones, de actuar y de reaccionar frente a los impulsos externos.

En un mundo (real) en el que la compra de armas de fuego no está permitida, no podremos desenfundar el colt cada vez que haya un problema, pero habremos elaborado un sustituto, que no será, precisamente, escribir un poema. En un mundo (real) en el que las peleas traigan como consecuencia multas, arrestos e indemnizaciones, no podremos aclarar nuestras dudas a puñetazos, pero habremos elaborado un sustituto “legal”. Es decir, seremos agresivos.

Y todas esas elaboraciones sustitutivas forman un tejido en el que lo común (lo que está en todas las películas del oeste que tenemos en la “videoteca”) es un guión que se ha ido escribiendo en el tiempo, pero que ahora ya está escrito y es determinante de nuestros actos, de nuestras palabras, de nuestros pensamientos. No somos libres, pero nadie nos ha encarcelado. Remedando lo que antes citaba de tigre y arquero, nosotros somos el cazador, la jaula, el engaño y la presa.

Constructores de nuestra cárcel, y con una alegría tan grande, que una vez rematada la obra la dejamos ahí, finiquitada, y nos dejamos llevar viviendo de sus rentas. Las rentas de la mansión de Drácula…..podemos imaginar qué van a ser.

No hay otra forma de salir de ahí que el contrario proceso de deconstrucción. Quitar uno a uno los ladrillos con los que nos hemos encerrado en una habitación sin puerta. No vale demoler la pared. No podemos. La construcción es tan sólida, tan fuerte, tan hermosa (a veces) que no sabemos dónde demoler sin que se venga todo abajo. Porque si todo se derrumba, lo hará sobre nosotros, y a esto unos sobreviven y otros no.

Uno de los ladrillos de nuestra cárcel sin puerta sí que debe ser picado y roto, para que pueda servir de apoyo a las herramientas deconstructoras que nos permitirán desmontar toda la estructura sin que se caiga. Y para que entre un rayo de luz, pequeño al principio, con el que poder situarnos y dirigir los trabajos. Y un poco de aire, para recobrar las energías que tanto se van a desgastar. Pero sólo un ladrillo. Y hay que romperlo suave, sutilmente. El ladrillo de la luz. El ladrillo de la esperanza. El primero que se rompe. El último que se olvida.

Estos días los indios (hindúes, shiks y jainistas) celebran el diwali o deepalaji. Para los hindúes es la fiesta de la Luz. De la Luz interior que despierta y se reconoce como Atman. La fiesta del ladrillo. Me cuentas de tus trabajos con el mundo onírico y no puedo menos que temblar de emoción. Nunca tuve sueños lúcidos, pero gran parte de la “mitología” de mi vida está forjada con sueños ancestrales, de la más antigua infancia. En el fondo del mí mismo (atman) sé que un día me tocará resoñarlos en este mundo y que el salto, el vacío, el vuelo, serán el túnel definitivo hacia lo otro.

Sí que llevé, durante años, un diario de sueños, y ha sido una de las más importantes fuentes de conocimiento, y lo sigue siendo, aunque ya no hay apuntes, pues no sueño, o no lo recuerdo (¿deconstrucción?), o no sé cuando hay sueño y cuando hay vigilia, o no estoy seguro de ello. Como no lo estoy de saber nada.

Volvemos a la conciencia. Cada vez me aturde más no poder comunicarme con personas porque estamos en diferentes niveles de conciencia -¡y me refiero sólo al trabajo profano! Tendría que emplear horas en explicar cómo he llegado a una determinada conclusión (que sé sin lugar a duda que es una verdad en la obra profana). Y ello para al final escuchar: vale, y volviendo a lo de antes……

El trabajo con los sueños cambia la conciencia. Nos puede proporcionar más conciencia, o mejor conciencia (en el sentido que le daba al principio de esta carta), o un nivel diferente de conciencia (en el sentido al que me acabo de referir de imposibilidad de comunicación, de “mundos” distintos). Cuidado pues. El trabajo persistente y bien dirigido con lo onírico cambiará algo en ti. Que el cambio, cuando llegue, te encuentre preparada.

En mi caso el trabajo con los símbolos ha sustituido al de los sueños (te darás cuenta de que no me refiero ya a cosas distintas). En este sentido entiende mis anteriores palabras de no saber cuándo es sueño o cuándo vigilia. El universo construído analógicamente con los símbolos (no sólo con los herméticos) es tan consistente como el de la física “real” y en ambos me muevo sabiendo y sintiendo que son trama y urdimbre del mismo sueño.

Solo conozco un deber y es el de amar (sic, Camus). ¿Cómo pretendemos lograrlo? Intentándolo. Te mando mi poema.


ATMAN

Aquí mi piedra bruta, a la talla ofrecida,

aquí mi escuadra y aquí mi regla trazadora.

Aquí adelanta mi coche un camión con fruta.

Y sobre la fruta

ella, sentada,

y en cada bache un bote.

No me sirve aquí el dorado mazo,

adorno sin par en singular tenida.

Si en su camino al mercado,

lleva puestas,

como yo las veo,

sus mejores joyas,

y es de oro el brazalete,

son de oro los pendientes,

y es de plata su sonrisa,

y es de plomo mi tristeza.

Miro adentro y no veo nada,

más….,

un montón de compases,

de madera.

Esto es lo que se “heló”, y aquí está ahora, esperando. Que no te inquiete el matiz triste, contraste necesario de la alegría que me produce tenerte hoy tan cerca, tan dentro, mi querida S, ladrillo, sueño, hielo. Y Fénix.

lunes, 21 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 4




Madras, 17 de junio de 2007

Se levantó a las cinco y cuarto, como todos los días. Un primer aseo, lento, concienzudo, no por necesario, sino para empezar a sacralizar el día. El conductor pone el coche en marcha al ver apagarse las luces del primer piso, y le transporta, en la vaguedad luminosa del orto tropical, hasta el Jardín del gran banano, como todos los días.

Jardín casi rectangular, de proporción aúrea, campus de estudios avanzados sobre religiones y filosofías orientales, lugar mágico en el que sus regidores le permiten caminar a diario. El coche le deja tras el portal de entrada, y empieza el ejercicio.

Los senderos del jardín, efectivamente, se bifurcan, pero la intuición y el aviso del alba le hacen avanzar en la dirección correcta, la que le es propia. A pesar de lo temprano, el calor aprieta y el sudor se hace pronto presente; un primer aviso de que no se trata de un paseo dominical por el parque María Luisa en aroma de azahar.

Hay que avanzar con rapidez, al fin y al cabo, es la única forma de hacer algo de ejercicio físico, aparte la aburrida bicicleta estática de su casa. Una ardilla trepa como un rayo por un tronco desnudo (ya empiezan los milagros), las primeras flores son blancas, con una corola amarilla, como un jaral florecido en miniatura.

El descampado de las palmeras, altas, viejas, altivas, buenas, rodeadas de cocos recién ofrecidos. Una mangosta se cruza en el camino, el sudor brota ya a borbotones (y de eso se trata), las piernas notan el esfuerzo y se dejan llevar por la simple voluntad de llegar allí.

Las flores se tornan rojas, la obra va dando un viraje, la última cuesta arriba, el camino se torna arenoso, el muro, la puertecilla, el otro umbral…..cien metros de arena y tierra, una alfombra de plantas trepadoras, vueltas aquí reptiles; después, la playa, simplemente, como las de allí, como las de todo el mundo.

Los barcos, lejanos, esperando entrar a puerto, la rompiente del noreste, las redes y las chozas de los que las reparan, las barcas de pesca, más a lo lejos, al sur. La brisa ni es suave ni es fresca, ni trae olor a salitre. La playa no está precisamente limpia, pero ellos están ahí, en todas partes, en su loto particular o como buenamente pueden, con sus mudras y sus gestos, inmóviles, respirando, en silencio. Aguardando el día, el nacimiento de la luz sobre el golfo de Bengala.

Porque el Sol que ahora recibo sí es el mismo, mi querida S, que el que tú ayer despediste en tu playa de El Rompido, al dejar que te envolviera la noche que yo acabo de despedir. Y el beso que me trae es el que tú me mandas, sin palabras y cargado de Amor, como el cielo que recibe al Sol, como las estrellas que se despiden en silencio.

Descubrí este jardín a poco de llegar a India, pero necesité varios meses para poder penetrarlo y obtener permiso para visitarlo a diario, de cinco y media a seis y media, de la mañana. Desde unos días antes de recibir tu carta ya venía a diario a caminar. En primer lugar, por el ejercicio físico. En segundo lugar, porque no es lo mismo caminar por mi barrio (y es de los mejores) que por aquí, donde solo hay árboles y edificios callados que son santuarios de estudio y meditación. Y en tercer lugar, porque el tipo de personas que vienen aquí, a caminar, estudiar, o vivir, es precisamente el tipo de gente que me gusta conocer.

La temprana caminata matutina tenía su sentido per se, por la hora, por el esfuerzo; por llevarles, cuando los otros combaten su pereza, un par de horas de delantera, por la orientación este/oeste del jardín y sus caminos…..pero le faltaba algo. Lo notaba desde el primer día, al caminar, que algo se me escapaba, que aquello tenía otra cosecha, más profunda. Y empecé a buscar, en lo simbólico, qué podía ser aquello.

¿Acaso estaba el secreto en el camino de vuelta? El mismo camino que me lleva al Oro, recorrido luego al revés, más cansado –aunque reconfortado-, de vuelta al trabajo profano. Llevar a Poniente el fuego recibido en Levante. Sí, claro, pero no. No era tan sencillo. A mi me faltaba algo, allí. Personalmente a mi. Algo mío. Y no sabía qué.

Y en esto recibí tu carta, en el correo de media mañana. Desde luego que el deseo me envolvió, todo pasó a segundo plano en ese instante. Pero tu recuerdo y la promesa de su contenido me ayudaron a seguir con lo que era mi deber, en ese lugar y momento; y a guardar celosamente tu carta para saborearla en su lugar y su momento adecuados.

Y así, cumplidas todas las obligaciones del día, para con todos, envuelto ya por el dulce silencio estrellado que me anticipabas, te leí. Como en anteriores ocasiones disfruté, me regocijé, pensé, intuí, sentí, lloré. Pero esta vez había algo más.

Ahora sentía que estaba en un camino de vuelta. Leyendo me daba cuenta de que lo mismo que yo “tengo” cuando recibo tus cartas, lo “tienes” tú cuando recibes las mías. Y eso me producía un éxtasis indefinible, la conciencia de haber sido capaz de transmitir un fuego de levante a poniente, la conciencia de haber sido capaz de recibir un fuego de poniente a levante, la conciencia de que levante y poniente son términos relativos, la conciencia de que el fuego, recibido y transmitid0, es el mismo fuego. El fuego del amor. El Amor.

Con esta conciencia dejé que me llegara el sueño, y no sé dónde me llevó esa noche. Pero la caminata del día siguiente ya no fue la misma. Ahora había comprendido, y mucho más, había encontrado lo que me faltaba por las mañanas. Sabía que el fuego no era suficiente, pero sabía que el Amor era suficiente. Y había aprendido (tarea del adepto) a recibirlo y a transmitirlo, a ser su vehículo, flexible, amoldable. Cuatro meses y pico en Madras para esto. Perfecto. Ahora a por la segunda etapa. Empiezo a saber (sólo a “saber”) para qué estoy aquí.

Ya no me asusta como lo hacía al principio de nuestro epistolario, ¿te acuerdas? Las raíces van prendiendo en lo desconocido, la materia se va redestilando, la perspectiva cambia, el corazón se olvida de sí mismo, lo importante pierde su importancia, y, sin importancia, ¿qué es el ego? Como exclamaba Nietzsche, mi viejo amigo: ¿era esto la vida? Bien, ¡otra vez!

Me dices que no hemos hablado de los contrastes de India. Cierto, ni de las paradojas que se alojan en ellos. País puro contraste, ni siquiera es un país, es un proyecto de país. Desde los fríos de la Himalaya hasta el calor tropical de Madras, un país marcado por una religión común al 82% de sus mil millones de habitantes. La primera religión que habló del amor como algo esencial en la vida y para la vida. Pero la religión que condena a la quinta parte de sus miembros a la miseria más absoluta, sin más esperanza que la de renacer en una casta superior.

No puedo identificarme con ello, desde luego. No sólo por natural aversión a la pobreza tolerada, sino por la premisa de igualdad que rige mi forma de vida. Pero también esta religión tan antigua, autora de los textos más viejos de la humanidad, tiene sus humanas miserias, en la forma de clases sacerdotales que con tal de ser perennes son capaces de todo, hasta de institucionalizar la pobreza. O de mantenerla institucionalizada, pues el origen de ello debe estar miles de años atrás, cuando brahmines y kaisrayas se reparten el poder, y se atienen a las leyendas védicas para inventar a los intocables. (Esto es mi teoría).

Con los años los brahmines han perdido poder social (pero siguen siendo iniciados, como los kaisrayas), se han visto relegados, en la moderna India, a astrólogos (de increíble influencia en todos los estratos de la sociedad) y cuidadores de templos. Pero el sistema sigue vivo, los templos llenos (mejor es decir: los corazones llenos de templo), y el amor incondicional presente en la vida diaria de ese 82% de la población, ovejas negras aparte.

Al lado de mi casa, en lujoso barrio del sur, están construyendo otra, y el solar cobija, como todas las obras en India, a los obreros y a sus familias que viven ahí mientras dura la construcción. Cada vez que salgo del supermercado (pan integral, fresas, queso, soda para el escocés) me encuentro al mismo intocable que extiende sus manos pidiendo las monedas del cambio. Las recibe en silencio, y se lleva las manos al corazón, murmurando algo. Tiene la piel enferma, es mayor (no viejo, aquí no hay viejos, y menos entre los pobres), usa barba y.....huele bien. Esto es un puro, profundo, perpetuo contraste. Todos los días me asombro una docena de veces.

Pero lo que más me ha interesado de tu carta ha sido el discurso tan rico que haces de la película de la vida. Dando vueltas a la metáfora, diría que es en nuestra memoria, hecha de eventos pensamiento/lenguaje, donde está nuestra particular filmoteca y donde, en la vida diaria de la mayoría, regida por el inconsciente, se recogen fragmentos de películas que son proyectados bajo las consignas de los impulsos externos, y que repiten, una y otra vez, el mismo guión.

Por eso somos tan buenos actores de nosotros mismos. Todo está ahí, en ese grandioso y preparadísimo estudio cinematográfico que es nuestro cerebro. Tenemos todo lo necesario para, cada día, realizar un episodio nuevo de la aparentemente tan interesante serie “La importante vida de mí mismo”. Pero si analizamos con una mirada profunda, vemos que la serie es más bien pobre, el argumento superficial, los personajes mediocres, el guión repite situaciones pues no es capaz de crear nada nuevo.

Y a lo más a lo que llegamos, atanor y alambique listos, es a reinventar el personaje y a depurar los guiones. Pero no nos engañemos, si nos quedamos ahí, todo sigue siendo una película. Es preciso, como tú apuntas, señalar al director, poner en evidencia que todo es un fraude, que la verdadera vida está en otro nivel, que quizá sea el del director, o quizá sea otro, aún desconocido, aún sin intuir.

Ahí es nada, se trata de darse cuenta. Y no sólo de eso. Después hay que atreverse, lo que no es poco difícil, pero es otra historia. Lo que aquí quiero resaltar es que para lo primero, para darse cuenta, para eso esta tierra es única, precisamente por sus paradojas. Es como ver una película de Bresson o de Buñuel, de pronto las piezas no encajan y hay que buscar la respuesta en otra parte, fuera del celuloide, pero no hay referencias fuera y sólo podemos mirar dentro de nosotros mismos (precisamente donde se proyecta la película, donde está todo el laboratorio de cine). Y vemos, por un instante, el celuloide, el proyector, la luz.

Los que hemos trabajado en el teatro lo podemos entender así: después de la representación o del ensayo, nos quitamos su ropa y nos olvidamos del personaje hasta el día siguiente. Pero con el ego no lo hacemos igual: seguimos ensayando a todas horas, hasta el hastío. Maya, la terrible (pero inofensiva) Maya, vigila el teatro y mantiene cerrada la puerta del vestuario, en el que deberíamos dejar, por un rato, las ropas del personaje. Así seguimos siempre con la máscara.

Y para darse cuenta no basta con avivar el fuego. No hay fuego (plenitud) sin vacío ni vacío sin plenitud, pero el fuego en el vacío no calienta nada más que a sí mismo, como sabe todo el que ha buceado con antorchas. En el abismo submarino, cuando no se ve nada y la luz no ilumina nada…..hay que iluminarse a uno mismo, en silencio, respirando. Solo del silencio puede brotar el darse cuenta.

Y ese darse cuenta es el que me brindan a diario las magníficas paradojas de India. Así como en el Zen el satori es disparado por un hecho eventual, trivial, mundano; así, a mi mucho más modesto nivel, los contrastes que me ofrece continuamente el país me provocan un caer en la cuenta de que hay algo más allá de la película (de conocer esto, no meramente de “saberlo”).

Y es duro porque, con cada darse cuenta hay una vieja estructura que se rompe y cae a tierra, muerta para siempre, a menos que me ponga otra vez la ropa del personaje y lo resucite, de sus propias cenizas. Encontrar la vía del medio en esta paradoja es el gran desafío que ahora me plantea India.

Y así tiene que ser. Lejos, que parezca que el Sol de la mañana es otro sol, aunque sabemos que es el mismo, en otro ciclo. Por eso ahora, en lo más íntimo, mi hilo de Ariadna en este laberinto (como todo templo hindú) es el lazo profundo, puro Amor, con mi amiga, única, tú misma, mi querida S, que desde su playa despide al Sol que yo recibo en la mañana del golfo de Bengala.

domingo, 20 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 3







Madras, 20 de mayo de 2007


Una vez más releo tu última carta y dejo que el aroma del jazmín chino, que evocas en su principio, llegue hasta mi para recordarme que ya hace más de tres meses que estoy en este lugar. ¡Qué atrás parecen quedar esos primeros días en que me asomaba a la ventana abierta que es la ciudad, con infinito cuidado, como con miedo de lastimarla con mi falta de capacidad para entender cuanto veía, percibía, sentía!

Al poco de llegar, abrumado por el recuerdo de los fantasmas que ese día (creía yo) me dejarían en paz, descontento por no encontrar la clave que separaba mi (inconsciente) ideal indio de lo que se representaba ante mi, (o ante lo que yo creía ser “mi”); opté un sábado por volver desde el despacho al hotel a pie, lo que todo el mundo me había recomendado no hiciera jamás.

Desde luego no era un paseo agradable. De noche desde las seis de la tarde, con aceras de 40 centímetros para paliar las inundaciones del monzón, con un calor que ya empezaba a ser insoportable, con el riesgo del siempre peligroso tráfico rodado, y con su ruido; tras pasar uno de los muchísimos transformadores eléctricos que pueblan las calles, en un recodo oscuro un denso aroma de jazmín me abrazó inesperadamente mientras caminaba despacio.

Saboreé el milagro, tratando de no pensar, dejándome llevar por esa mano que había juntado tantos y dispares elementos en ese instante y en ese lugar, creando una ocasión única. Pasados esos primeros, fugaces, y eternos segundos, busqué con la mirada el origen del aroma y hallé, sentada en el suelo, envuelta en la oscuridad, a la señora que confeccionaba los collarines de flores de jazmín con que las mujeres indias adornan su cabello cada mañana.

Fascinado, sabiendo que Dios prolongaba el milagro para “algo” (algo que ya tendría su tiempo, no ese momento), me agaché a la vera de la señora para mirar lo que hacía.

Allá abajo todo era fragancia, y además unos dedos viejos y expertos que entrelazaban las flores unas con otras, creando otro milagro que no vería la luz hasta la mañana siguiente. Sabiendo lo que iba a pasar a continuación, me regocijé hasta que ella detuvo su labor y me miró sonriendo. Ví el mismo rostro de las otras veces, el de la señora en el puesto de fresas del mercado de Huelva, el de la de la cola del pan en el Mostar de la guerra, el de Dios hecho Mujer ofreciendo la dosis justa de Amor, indiscriminadamente.

Algo dije entonces, brotando las lágrimas a mis ojos, porque la señora también dijo algo, bajito pero con voz firme, y tocó mi frente, haciéndome comprender que podía y debía irme, otros milagros aguardaban en otros lugares o a otros hombres.

Ahora, hoy, recordando todo esto siento que tal vez ese jazmín, ya tan familiar, sea para mi como el loto para el canasto vacío de Tagore.

Pero creo que es con flores nuevas con que hay que llenarlo. En tu carta comentas sobre tu lectura de mi blog, lo que leo no sin cierto pudor; ya te dije que lo que allí encontrarías era muy íntimo, era como mi alambique, pero es algo más: es el alambique preparado para la destilación de lo viejo, del Amor viejo destinado a convertirse en flor nueva con que llenar el canasto.

Por eso es algo dinámico, no se trata de fantasmas del pasado puestos por escrito, sino de una realidad presente en mi vida de cada día. Y por eso es la verdadera materia prima, es la esencia más íntima de lo que es mi fuego, el que me ha tocado avivar.

Me hablas de los “lazos de dependencia inherentes al deseo (de llenar el canasto)”, a “dejar que este Amor sustituya al impulso deliberado de dirigir la propia búsqueda” (entre uno y otro entrecomillado está, desde luego, lo esencial de tu mensaje). Así lo he creído yo también y por ello mi actitud no ha sido (aquí) de búsqueda insaciable (hay tantas ocasiones, tantos caminos, tantas escuelas, tantos maestros…), sino de estar a disposición, de mantener las manos abiertas, sin codicia, de dejar que las cosas ocurran cuando deben, como el aroma del jazmín de aquel sábado de febrero.

Pero no es bastante. Existe el riesgo de quedarse ahí, contemplando, encerrado como crisálida sin alimento almacenado. Creo que a veces hay que tomar las riendas y espolear un poco a ese caballo que somos, tirando de nuestro propio carro. Así que estoy planeando dos viajes, uno a cabo Comorin, en el sur, donde se juntan los tres océanos; otro a una estación de montaña en Kerala, el jardín de Dios en el sur. Mi plan, mi proyecto.

Y cierro mi carta como la empecé, releyendo esta vez el final de la tuya, el poema “SABOR”. Querría hacer muchos comentarios, pero no lo van a enriquecer; y a mi…..¡me ha hecho tan feliz!. Lo dejo estar, pero sí que te digo: gracias, mi querida S, por este regalo. Lo saboreo con deleite, con ilusión, con esmero….todo está aquí.

Marcharé ahora al jardín del Amatista, quizá por última vez en varios domingos, si sale bien lo de los viajes. Allí seguirán las ardillas en los árboles, la lluvia de florecillas blancas, el graznido de los cuervos, la sopa de tomate y el agua de la Himalaya. Un ambiente que hace que en lo más profundo de mi corazón resuenen los versos de Juan Ramón: “…y en el rincón aquél de mi huerto blanco y encalado, mi espíritu errará, nostáljico…”

viernes, 18 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 2





Madras, ocho de abril de 2007

Ahora que la emoción de tu carta ha dado paso a serena vivencia, a dejar que su frescura se mezcle con mis visiones y percepciones para tintarlas con “eso” que nos une y que va y viene, de Madrás a Sevilla, de Sevilla a Madrás, regularmente como las cigüeñas en la marisma del bajo Guadalquivir, sutilmente como las garzas que se cruzan con ellas, allá, en lontananza.

Pero todo ello es incomparable con el día en que al abrir el buzón encuentro en él tu carta envuelta en el Amor y en el misterio. Por que además de Heliópolis, ahora nos une “eso” que ambos llevábamos siempre en el corazón, “eso” que tiene sus fuentes en India y que, con generosidad, se esparce por el mundo, “eso” que yo ahora tengo aquí casi a mano, tan cerca y tan lejos; y que torpemente trato de hacerte llegar. Quizá solo te alcancen los últimos matices de este perfume que a mi me envuelve, pero son los más profundos, los más duraderos.

A medida que me voy aclimatando voy también profundizando, mi mirada se va liberando de la fascinación y se hace receptiva, contemplativa, acumuladora de percepciones que sólo después, cuando puedo además ser consciente de las relaciones entre ellas, me atrevo a analizar, a evaluar, a tratar de ir más allá de la apariencia.

Esta apariencia que es ya de por sí estremecedora: la tierra que ha dado a la Humanidad el más grande de los regalos, que ya sabía que el Amor es todo (miles de años antes de ese otro gran regalo que es el Amor hecho hombre, en el hombre de Galilea); la tierra en la que ya sabían que para llevar el espíritu del hombre a su destino divino hay que moverlo con energía (Amor), miles de años antes de que los chinos desarrollaran métodos para manipular esta energía en la vida diaria; la tierra en la que llevan milenios estudiando psicología mirando dentro de sí mismos, tan antes de que en Occidente aparecieran Freud, el inconsciente, etc.

¡Qué potencial de sabiduría, cuánto que aprender! Y sin embargo, esto es sólo la apariencia. Me estoy dando cuenta (creo) de que esta tierra es un laboratorio permanente, en el que todos están involucrados en el juego de maya, y lo saben; en el que todos saben tan bien lo que es el Absoluto (dentro de lo que se puede “saber”) que ni hablan de ello; en el que todos tienen una relación de Amor con el Universo, personalizada en adoración por un avatar de Vishnu o por el propio Shiva y su Shakti. Pero creo que saben muy bien lo que hacen cuando juegan el ritual en el templo y dejan que les tinten la frente con el color del dios.

Frenaré un poco, no quiero idealizar. No todos lo saben. Hay niveles. Hay quien queda en lo exotérico, en una fe sin más, aunque vivida plenamente, sin contradicciones entre creencia y comportamiento. Otros entran, unos más y otros menos, en lo esotérico. Pero los Maestros están aquí. Lo sé, lo voy presintiendo cada vez más.

He conocido a una persona. Una mujer india que, tras quince o veinte años de experiencia profesional como experta en comunicación corporativa, en Europa y países árabes; ha dejado el mundo de la empresa para volver a sus raíces indias en una explotación agrícola ecológica (lo que aquí no es novedad, sino la tradición agrícola de siempre).

Esta mujer investiga con nuevos métodos agrícolas, como nuevos abonos naturales, por ejemplo. Investigar quiere decir que ella misma, con sus trabajadores, pasa de sol a sol realizando todas las tareas que se requieren para preparar (con las manos) tres o cuatro metros cúbicos de abono que luego es usado en la explotación agrícola. Y la experiencia adquirida la divulga a otros campesinos empleando para ello medios de comunicación habituales en la empresa que ella tan bien conoce. Todo ello gratuitamente, por supuesto.

Y uno de los colectivos con los que está relacionada son los campesinos de Auroville, la ciudad cercana a Pondicherry (muy cerca de Madras) desarrollada a partir de las ideas de Sri Aurobindo y La Madre. La Madre, justo ahora en que releía sobre el Aghora/Tantra en el libro de Svoboda. Y Aurobindo, emergiendo justo después de leer un artículo que escribí este verano, y en el que planteaba la evolución de la consciencia en términos muy similares a los suyos…..sin saberlo.

Más coincidencias (aparentes), más atanores en los que atemperar un poco más el fuego. A veces me siento como si estuviera siendo guiado. No conducido o empujado, simplemente guiado en un entramado de raíles, en el que alguien hace de guardagujas y yo cambio de vía según su plan.

Sigo haciéndome las preguntas: “Por qué y para qué estoy aquí”. Pero el tono de la pregunta ha cambiado. Ahora sé más cosas e intuyo muchas más. El ego me hace que me pregunte menos veces, pues ahora, veladamente, empieza a haber respuestas. Y no son las respuestas que al ego le agradan.

Me preguntas por los blogs y sí, tengo dos. El español es el más antiguo, en él hay un poco de todo; las dos últimas entradas se refieren a India. Pero el inglés es el que me interesa más. Es un laboratorio personal de experiencia con el simbolismo del lenguaje, alimentado con lo que sale de mi particular atanor, así que no hay allí nada que admirar, aunque quizá sí que curiosear (sic). Puedes visitarlo, desde luego, en http://naturadeficit.blogspot.com, el español en: http://fortunamutatur.blogspot.com.

Así debes entender que cuando te pedía traducirlo no me refería a poner en inglés las palabras, sino a tomar el mensaje, que ya es mío (y tuyo, pero nuestro por “eso” de lo que hablaba al principio), y jugar con él, con las ideas, las palabras….y los sentimientos (los míos).

Mi querida S, ya es mediodía, el descanso dominical me llama. En los jardines de acacias del café Amatista disfrutaré del agua espesa del Himalaya mientras preparan mi sopa y mi pescado. Y el calor quedará amortiguado por las ráfagas de brisa fresca que nos bañan, y por esas nubes de florecillas blancas con las que el árbol nos obsequia tras recibir, él también, la suave caricia del viento de verano.

jueves, 17 de noviembre de 2011

CRÓNICAS INDIAS, 1






Madrás, 17 de febrero de 2007


Me siento al fin ante un papel y no sé cómo empezar, cómo acercarme con la palabra a este universo nuevo y frondoso que he encontrado. Cualquier cosa que diga va a desmerecer la realidad, pero sé que tú también harás un esfuerzo para que entre los dos nos acerquemos a ese punto de rocío en el que el poeta transforma el grito de dolor del pájaro Karuna en pura poesía.

Aunque no he salido de Madrás desde que llegué, no me siento en un lugar, me siento peregrino. Y todo peregrinaje empieza con una pregunta, yo formulé la mía hace 33 años, y ahí ha estado, latente, a sabiendas, desde entonces. Una peculiar intuición me ha llevado durante estos años a no buscar la espiritualidad india. He estudiado el Vedanta, me he deleitado con la B. Gita y algunas Upanishads, pero no he tratado de profundizar en esa vía de trabajo.

Siempre me ha parecido extraño que, a pesar de mi fascinación por India, que nació cuando no tenía quince años, que fue el primer deseo de trascendencia de mi vida, que se fue moldeando con el tiempo, adaptándose y adaptando cuanto otras vías fueron aportando a esta especie de Ganga en el que se está convirtiendo mi vida; no haya necesitado buscar en sus fuentes lo que he buscado por todos los caminos. India siempre estuvo ahí, esperándome; yo lo sentía, pero sabía que había que esperar el tiempo adecuado. Y esperé, ya sin deseo.

Y es que fueron un cúmulo de casualidades las que me llevaron aquí. No te cansaré ni lo haré yo relatándolas, ya están en un pasado remoto. Pero cuando los acontecimientos se precipitaron Ello se ocupó de que hubiera signos suficientes para poder reconocer que, escondida tras las aparentes casualidades, estaba Su llamada. Algunos de esos signos te tocó a ti transmitírmelos. Regocijémonos un instante en ello.

Hubo más signos, de manera que cuando llegué a India ya no me cabía la menor duda de que todo había sido por Su voluntad, pero no podía evitar hacerme la pregunta que aún me hago: ¿Dios mío, para qué me has traído aquí? La pregunta tal vez esté mal formulada, quizá no haya un para qué, acaso tampoco un por qué. Pero sí que hay una interrogación, seguramente un enigma que a mí me toca recorrer. También sé que, a su debido tiempo, el velo caerá.

Por eso he decidido hoy huir de la prisa y, en vez de correr a visitar templos o a buscar un lugar o un alma sagrada; o a establecer contacto con alguno de los muchos ashrams que hay aquí; en vez de hacer lo que en cualquier otra ocasión hubiera hecho, urgido a sabiendas de que el tiempo es limitado; en vez de todo eso he preferido dejar que las aguas remansaran para pasar un rato contigo en la más sabia intimidad.

Desde el primer día me he sentido como en casa, como no me había ocurrido en ninguna de las muchísimas ciudades en las que he estado. Algunas de ellas me han cautivado nada más llegar, otras me han parecido, y lo siguen pareciendo, entrañables lugares para pasar una vida; a algunas las recuerdo con deleite por momentos de pasión sobrehumana, a una de ellas, en fin, incluso la empecé a echar de menos antes de haber llegado. En casi todas las ciudades grandes, nada más llegar, he tenido que explicar, sin siquiera conocerlo, la manera de llegar a uno u otro sitio con el transporte público; siempre he salido airoso de la prueba, lo que ha hecho que, allí donde estuviera, siempre me sintiera seguro y pisara terreno firme. Pero sabía que no era mi casa.

Aquí es distinto. Aquí no veo volar cigüeñas sino cuervos en el taichi de la mañana, pero son los cuervos de mi casa. Aquí veo que las más grandes aspiraciones se pueden corromper hasta la miseria, pero es la miseria de mi casa. Aquí me llega, en medio del ruido ensordecedor del tráfico, los transformadores y el aire contaminado, de pronto, la suave esencia del jazmín, y es el jazmín de mi casa. Aquí miro a un lado y estoy cenando en un hotel de lujo, miro al otro y encuentro al gato cazando una paloma de hermoso cuello verde; voy a la obra y espero en cualquier momento ver salir al tigre de la maleza, pero es el tigre de mi casa en cuya piel está escrita la historia de la Vida.

El viejo mercader me mira y no me trata como a turista. En vez de atiborrarme de alfombras me muestra sólo tres, pero es como si me mostrara el universo entero. Compartimos un café y me marcho en paz, él sabe que algún día volveré a por mi alfombra, y si no fuera así, también estará bien. Estoy en casa.

Sé siempre las respuestas a todas las pequeñas preguntas que los colegas se hacen sobre el país, su historia, su geografía, sus costumbres, sus dioses. Pero me callo, y les dejo hacer. Huyo de su prisa tan pronto puedo, como hay cierta diferencia de edad no les extraña, incluso lo agradecen. Pero cuando encuentro en la calle una mirada profunda me resulta más afín que cualquiera de las suyas, y sé que estoy en casa.

En un calor que empieza a ser insoportable hoy ha llovido por primera vez y he fotografiado una paloma volando a resguardarse. Ahora atardece y el sol se ocultará tras las montañas que dicen que hay en occidente. Al sur está Kerala, por donde el monzón de verano entra en India, y donde Vivekananda meditó largo tiempo antes de su viaje a América. A oriente, el golfo de Bengala me recuerda que, también aquí, el esplendor de la luz es de Dionisio más que de Apolo.

Pero mis ojos buscan el norte, donde a varios miles de kilómetros se encuentran los lugares más sagrados de la Tierra entera. No sé cual me estará asignado, aun no se detiene el nervio de mi brújula sobre un rumbo preciso, pero sé que está ahí y que lo encontraré aquí, en mi casa, donde empiezo a reconocer cual es el alimento eterno de la esperanza.