jueves, 30 de junio de 2011

ESTRELLA POLAR

(Estaba tranquilo, creía. Rellené mi jarra vikinga por vez primera. Me dispuse a soñar, despierto y contigo. Y al echar mano al cenicero había ahí dos pitillos encendidos. Recién encendidos, los dos. ¿En qué estaba yo pensando?).

Pues soñaba en tus ojos
saliendo
de la madriguera

ante mi mirada
blanco y negro
pa echarme un paraíso.

Estaba dentro, dentro de ti.
Todo olía a café
y a diente de lechuga
y con tus ojos ví la vida

de otra forma. No sé donde era,
no sé. Sé que era.
Que yo era madriguera.

PRIMERA LUNA DEL VERANO






Cristóbal Colón acababa de terminar la inspección de los motores y, satisfecho, miró a sus oficiales. El 1º, Ulises el astuto, de luenga barba y pocas palabras. El 2º, Oliveiro de Hadoque, un antiguo pirata redimido por una amnistía el día del patrón de su pueblo, aunque la noticia tardó un año en llegarle a Gibraltar, donde estaba exilado.

El buque había sido comisionado por Astilleros Calipso e iniciaría singladura al día siguiente, con luna nueva en el cangrejo hacia mediodía, lo que les pillaría en Despeñaperros, el punto de no retorno.

No tenía miedo. El equipo era excelente, aunque estaba echando de menos al contramaestre, Baldomero Buñuelo, que también estaba citado para la inspección y la posterior cena de gala. Bueno, estaría repasando el aparejo o arengando a la tripulación.

Ulises el astuto estaba algo nervioso ante la inminencia de la acción. Había preparado escrupulosamente los planes de acuerdo con la teoría, con sus reglamentarias alternativas por si había desviaciones del rumbo trazado. Pero sabía bien, perro viejo, que buenos vientos y bravas tormentas iban muy juntos en el diccionario, y aun más en alta mar.

Oliveiro de Hadoque estaba satisfecho y deseoso de llegar a puerto. Lo había organizado todo para el desembarco y su talento negociador no era desconocido para ninguno de los presentes. La Esfinge, le llamaban, por su cara de póker en las mesas de reuniones. Pero esta vez, en el fondo, tenía miedo de quedarse sin ases en la manga.

La luna salía por oriente, ya casi llena, mientras Baldomero Buñuelo apuraba su copa en la cantina y sonreía abiertamente a su nuevo piloto, Manolo Correcaminos, natural de un pueblico de Málaga, al que había contratado el día antes rescatándolo de una trifulca con la autoridad portuaria por unas yerbas de más que traía en sus bolsillos. Lo intuía hombre en quien se podía confiar y sabía que él los llevaría a buen puerto a todos, tripulación y jefes.

Él, por su parte, era el que recibía los planes de los jefes, a bordo y en puerto, y los explicaba a la tripulación, después de corregirlos, naturalmente, pues sabido es que no se llega a jefe si no se es capaz de errar muchas veces. La tripulación ejecutaba las maniobras según sus correcciones y todo acababa bien. Y si algo se desmadraba, pues para eso había que contar con un buen piloto capaz de no quitar brazo del timón en toda la noche, si era necesario.

Invitó a la penúltima ronda a toda la tripulación y se retiró a su aposento, pues le correspondía cama propia aunque en pensión en vez de hotel como los jefes. Le parecía justo porque le daba tiempo para un poco de soledad.

Con la habitación a oscuras abrió la ventana y encaró el norte, y mirando la Polar le llegó el fulgor de una estrella fugaz. Cruzó los dedos y formuló un deseo. "¡Que me lleven los demonios!", murmuró, remedando al 2º, "que con luna o sin ella, mañana zarpamos, y es rumbo Norte".

Otra vez en la brecha, sintió, y cerró los ojos, y durmió feliz.

viernes, 24 de junio de 2011

san Juan, 2011

huelo tu mano
siento tu aliento
veo tu mirada
no tus ojos

siento tu mano
no tu mirada
veo tu aliento
siento tus ojos

veo tu mano
no tu aliento
y tu mirada
sin mis ojos

mirada sin ojos
aliento sin palabras
manos, manos
unamos las manos

pa que manos
sin ojos
y aliento
sin mirada

sean tú
sean yo
mis manos
y tu aliento

miércoles, 15 de junio de 2011

LOS DOS LLEGAMOS, LOS DOS



(Los hombres son libres y la vida humana comienza al otro lado de la desesperación, J.P. Sartre, Las moscas)

En su despacho Ulises repasa los hexámetros de la Ilíada y escucha a Vangelis. Sabe que no podrá aguantar hasta el eclipse, sabe que la luna ya lo se lo ha comido. Pero espera.

Sabe que ya está en el laberinto, nuevo, y que es un callejón sin más salida que al Amor o a la Muerte. Sabe que no más termine de escribir esto se enfrentará a la primera de las pruebas, y que ya no cabe demorarlo. Se ha sentado para escribir su pasión y ya no hay más flujo que el teléfono.

Y tiene miedo. El miedo viejo de todos los hombres, el miedo nuevo ante la Voz. Ulises, el astuto, tiembla, enciende un pitillo, mira la nevera y dice: después. Y el miedo sigue.

El miedo le puede y demora el momento, sigue escribiendo, lo que sea, con tal de no parar, mas sabiendo que no hay tiempo, se le echa encima, ya la luna entra en Sagitario.

Busca otra canción, mira el reloj, desea que sea más temprano, pero ya no hay salida. Se vuelve, mira el reloj de nuevo, se alegra de que no haya espejos, piensa que qué más da si ya está en el laberinto. Se siente Minotauro y Teseo a un tiempo, y de pronto la tormenta se aclara porque ve, como hace una semana vio, unos ojos azules que le invitan a seguir. Llega Telémaco y mira sorprendido a su padre. Ulises se decide y marca el teléfono.

Y la Voz estaba, y contestó.
Y Ulises supo que había llegado.

martes, 7 de junio de 2011

ROLLING TERUEL




El viaje fue soberbio pues también lo era el cuarteto protagonista, perfectamente acompasado, como los músicos de Bremen, aunque estos fueron burro, perro, gato y gallo, y nosotros éramos perro, cerdo, cabra y ratita. El trío inicial, perro, cabra y rata, ya era sobradamente conocido en todos los circuitos, pero en Sarrión se unió una voz nueva, una vocecita alegre y jovial que poquito a poco se fue convirtiendo en mi Voz.

En Sarrión empezó la gran serenata, trío y Voz invitada, pero lo mejor de la Vida se confabuló para que al día siguiente se uniera al grupo y ya fuimos cuarteto. A todos nos habría dolido que no hubiera podido ser así, pero cuando quedó el trato cerrado fue como si a mi me cayera un rayo de esperanza del cielo directo a mi corazón.

La primera noche en Bilbao fue rápida y tranquila, tras una frugal cena no pudimos resistirnos a compartir un trago y allá que nos metimos en un bailongo colombiano, menos mal que con poca gente, pero aun así lo estridente de la música y que fuera non stop hacían que toda conversación fuera imposible.

Pero la Voz no calló, pues también sabía baliar, y su armonía perfecta me deleitó viéndola a través del espejo, como regalando al mundo su gracia y su frescura.

El trabajo al día siguiente fue impecable, y tuve hasta tiempo para sentir que estaba en Rodríguez Arias, en la calle de la última casa de mi padre en la ciudad. Me habría gustado tanto abrazarle en esos momentos, y que supiera que, por fin, me iba sintiendo feliz. El paseo por el parque fue un torrente de emociones, desbordado cuando ví un Seíta idéntico al que montábamos cuando me llevaba al colegio, hace tanto tiempo.

En la cena el cuarteto empezó a demostrar ser el mejor del mundo, y después tuvimos una velada espléndida en la intimidad pletórica de risas y de complicidades que ya eran de todos y para siempre. La Voz se movía en tan corto espacio con gracia y devoción, como ardilla de rama en rama tomando y dando lo mejor de lo mejor. Cuando me fui a dormir, ya la tenía en mis oídos, y al cerrar mis ojos el brillo de los suyos me acunó y me dio dulces sueños.

El día siguiente fue para el cuarteto de bodega en bodega, ¡sin soplar!, y ahí está el imán simbólico que nos recordará siempre a los cuatro, pase lo que pase, lo hermoso que fue este viaje. Fue esa noche, ya en Sarrión, que la Voz nos hizo renacer perro, rata, cabra y cerdo, y yo empecé a encontrar mi verdadero nombre, como en el noveno arcano del tarot. Disfrutamos la noche, como si fuera la última, pues así lo temíamos. Y había dolor al acostarnos en los corazones.

Pero la Vida ayudó otra vez. Me hizo levantarme hacia mediodía, y tras mi desayuno empezó a llover. La tormenta se paseaba por el valle. Comimos, tristes. Y siguió lloviendo hasta el granizo. ¡Qué pena!, dijo la Voz, qué pena para mis rosas, qué pena para el campo. La ternura se me vino encima y no lo pude resistir. Amaba esa Voz. Todos la amábamos. Y el cuarteto se quedó.

Y ahí sí fue una noche, más corta, pero más maravillosa. Todo estaba ahí y fluía. Fuimos felices como niños. La Voz se sentaba, se levantaba, hablaba, callaba, se cubría los ojos con las manos, retiraba las manos y era como si Dios abriera el Universo. Volaba por la casa, todos la queríamos y éramos felices. A la hora pactada, medianoche en punto, nos fuimos a las camas, pero yo tenía el peta en subidón y me tuve que levantar para ayudarme con el vinillo que quedaba a tener un sueño despierto en el que no paré de hablar, solo para mi, esta vez, pero no estaba solo, estaba feliz. Hasta que la Voz me susurró, desde dentro: ahora, y allá que me fui a dejar que la tierra me abrazara en forma de colchón de lana. El que habíamos mullido, ella y yo, por la mañana.

Al otro día la despedida sí que era real pero ya no había tristeza. Éramos un cuarteto, consolidado. Tantas vivencias compartidas, y tanto que era ya como si fuéramos uno. Cierto que había nostalgia de un futuro incierto, pero ese deje de melancolía la Hermana lo transformó en esperanza cuando manipuló su Ipod, (creí que mandaba un sms), y el otro cuarteto empezó a tocar.

Paint it black. La canción justa y perfecta cuando el trío miraba hacia atrás con lágrimas en los ojos. El Universo sigue, me dijo la Hermana. Me recosté y sonreí, la Voz cantaba en mis viejas y cansadas orejas, y la veía con su mono azul, sumergiendo brocha y rodete en la lata de 15 kilos de pintura, para pintarme a mi, entero, pero de blanco. Aprendiz de Amor.