¿De cuánta luz es capaz un ser humano? Todos los meses me hago esta pregunta cuando llega la luna, sobre todo si la noche es nublada, como ésta lo es, y no está nada claro si la luz es este resplandor o el recuerdo de su ausencia (sic, Albert Camus, El enigma, 1954).
Olvidamos, sí, que la luna es la ausencia del sol, como la oscuridad es la sombra de la luz, como la ambición es sombra de una sombra (sic, Hamlet, acto II, escena II). Olvidamos también los matices de la luz, sobre todo nosotros que vivimos en tierras de mucho sol, de sol apolíneo, sol de mediodía, sol sin sombras.
Y la ambición crece despacio, sin darnos cuenta, con una aparentemente honesta modestia que la hace llegar a dominar todo nuestro horizonte, hasta borrar el recuerdo de la luz del amanecer, la luz anaranjada del crepúsculo, la luz dionisíaca, luz con sombras.
Nos ciega entonces esa luz, se desborda su flujo como río con la lluvia. El monzón interno toma las riendas de nuestras vidas y quedamos abocados a la deriva, entre las olas, frente a los vientos cambiantes, y nos ocurre lo que a Ulises cada vez que le sorprende una tormenta: nunca sabemos qué nos espera al otro extremo del túnel que nosotros mismos estamos excavando.
No es así como hemos de viajar. No, debemos largar amarras y, gobernando la nave, dejarla sin embargo caer a la ventura. Es maniobra difícil y arriesgada. Pero cuando es correctamente desarrollada nos permite encontrar esa marea cuya corriente nos lleva a la fortuna (Brutus, Julio César, acto IV, escena III).
Podemos confiar en esa marea, pero esta confianza no es una fe ciega, sino que va a ser pacto, tratado, trabajado de acuerdo con la Naturaleza para, por un lado, completar su trabajo, por otro, para aprovechar su fuerza en la construcción de las decisiones que nos hacen ser lo que somos.
Completar el trabajo de la Naturaleza quiere decir saber que el oro del que el sol es símbolo no es el Oro verdadero, pues éste está en nosotros, está oculto en la piedra, por bruta que sea. Es, verdaderamente, sombra de una sombra de una luz que es el sol, pero buscando con humildad, non nobis, domine, alcanzaremos a fabricarlo en una obra en la que el conocimiento de nosotros mismos y el conocimiento del mundo se intercondicionan, hasta hacerse una sola y maravillosa cosa.
En esa cosa pensaba Ulises cuando le dijo a Calipso que, antes que ser dios a su lado, prefería, a pesar de las penas y esfuerzos que ello iba a costar, gozar de la luz del regreso al hogar. Lo que no impidió que, ya cuando el sol se ponía y vinieron las sombras, marcharan los dos hacia el fondo de la cóncava gruta y en la noche gozaran de amor uno al lado del otro (Odisea, canto V).
En la caverna los dioses son dioses y las diosas son diosas, o jugamos a serlo. Pero nuestra condición humana es talar el olivo hasta hacerlo nave y tejer el cáñamo hasta hacerlo vela y con esto y el coraje de vivir la vida, que nada más hace falta, hacernos a la mar con la confianza del marino experto y la prudencia del marino viejo.
¿Nos atrevemos?