En primavera en abril siempre me acuerdo de
la primera vez que vi Lisboa. Había embarcado con el aita en el Covadonga, mercante de altura que hacía
la ruta Bilbao-Santander-Vigo-Lisboa-Cádiz-Nueva York, ahí es nada.
En Bilbao acababa de conocer a la familia del
aita, a mis primos, al tío Leopoldo, ingeniero industrial de Euskalduna y
profesor de la academia militar del Ejército de Euskadi en el 37, a mi tía
Pilarín, al padre Ubieta, primo de mi padre, desterrado con monseñor Añoveros
años más tarde.
Nada más embarcar en el viejo puerto de
Bilbao (el de María matrícula de, aun no estaba construido el superpuerto) dio
la cara una pulmonía (neumonía sí, no un simple catarro) incubada en Castelldefels,
donde había yo pasado el verano en el Deutsches Kinderheim. El médico de a
bordo era tan bueno en lo suyo como el capitán del navío en los rumbos y
derivas, y consiguió que no me muriera esta vez, ni hubiera que llamar a los
guardacostas para la emergencia.
Pero me perdí el desembarco en Santander, ni
me bajé de la cama, el aita sí, y me trajo dos bólidos de regalo (alguno queda,
en la cesta de mimbre). Y me perdí el de Vigo, allí ya me podía levantar sin
salir del camarote y tuve atisbos del puerto desde el ojo de buey, el puerto en
el que repostaban de contrabando los U-Boot en los primeros 40. De su paseo por
Vigo el aita me trajo los mejores bombones de mi vida.
Pero en Lisboa ya fue otra cosa: ¡pude saltar
a cubierta! Bueno, lo de saltar es un
decir porque aun no podía con mi cuerpo, pero desde la amura de babor vi el
puerto, y las luces, y el puente, el castillo, intuí el bullicio de las calles,
la saudade, el fado, sentí nostalgia por
primera vez, y supe que allí siempre me sentiría en casa.
Así ha sido, cada vez que he ido a Lisboa, y
han sido muchas. El aita trajo dos navajas de su paseo, una pequeñita para mi y
otra más grande para él. La pequeña me acompañó al menos 40 años, hasta que se
diluyó en la sombra, pero aun conservo la esperanza de que esté en una de mis
cajas en la planta baja de la casa de Sarrión. He recortado más Montecristos
con esa navajita que vocales escribió Dumas.
La navaja del aita era una multiuso, de puro
acero portugués, nada que ver con las suizas o las de Solingen. Una navaja
recia, sobria, de esas que nunca te traicionan. Una navaja para toda la vida,
que, por azares del destino, ahora disfruto yo, y con ella corto los bocadillos
que me almuerzo en la Ford de Almusafes, gracias al nuevo bombón de mi vida.
En Cádiz ya sí pude desembarcar para
despedirme del Covadonga y de su tripulación.
En el muelle estaba la amatxu, para mi sorpresa, y tras un breve paseo por La Caleta
volvimos a embarcar, esta vez los tres, en el talgo que nos llevó a Sevilla.
Fantástica singladura la mía, con tormentas
incluidas, y aun sin apenas bajarme de la litera con los pulmones derengados,
tengo en el corazón las historias marineras que me contaba el aita para
ayudarme a dormir, sobre todo la de la batalla del cabo Machichaco, contra el
invencible Canarias.
En el talgo a Sevilla ama y aita hablaban de
sus cosas y un niño de ocho o nueve años miraba pasar el mundo por la ventanilla
del tren, paisaje mínimo comparado con el de la mar que acababa de vivir. Yo
era, todavía, Juantxu, no sabía qué me esperaba a la vuelta de la esquina, pero
ya no tosía y ¡había navegado con mi padre!