Hoy hace cuarenta años de mi iniciación en la
Vïa. Parece una cifra profana, pero no lo es. Es una crisis, pero veo al sol
alzarse tras las montañas del oriente.
He hecho muchas cosas en estos años. He visto
y oido mucho. He sentido mucho. He vivido (y el sol, justo ahora que escribo,
me golpea la cara y me baña de luz) mucho.
Recuerdo la caída a la cámara secreta. El
resbalón en la hierba húmeda de la Selva Negra. El aferrarme a las raíces que
brotaban del terreno, gritando de pánico, pues sabía que abajo me esperaba la
sima al vacío.
El último brote, sólido, al que pude
agarrarme. Mirar abajo y evaluar la situación: no se puede subir, no se puede
bajar. Y, si me quedo, el brote se romperá, tarde o temprano. La duda eterna
del hombre que se enfrenta a sí mismo.
La mano amiga tendida hacia la mía: un poco,
un poquito más. La salvación. Y luego la explicación de la gran Mentira vital,
el diálogo interno que sostiene el mundo, que construye el universo.
Luego fue el túnel, el aire que faltaba, la
luz al final de la caverna. Los símbolos grabados en la piedra: Hermes, Caín,
Judas, la serpiente de fuego que deviene salamandra. La ecuación fundamental de
la Vía: para toda luminaria L existe un y sólo un metal M, tal que L=M.
La recapitulación permanente, el baño de agua
calentada en el atanor, las destilaciones naturales y forzadas, el fuego
secreto de los filósofos, el milagro del baño maría, los colores del pavo real.
El blanco, blanquísimo, el rojo, las heridas sin sangre. El Silencio, el
Universo.
En cuarenta años he aprendido algunas cosas
que valen la pena. Que las jornadas de la felicidad son como las de la mar:
iguales. Que el sufrimiento, como todo, tiene dos caras, y podemos siempre
elegir cual enfrentamos. Que el infinito cabe en la palma de la mano,
literalmente. Que basta una canción para sentirlo.
He aprendido a hablar con los pinos y a
interrogar a las piedras del camino. Me siguen fascinando las nubes que dibujan
el cielo. He escrito con palabras lo que soy para no dejar de serlo. He olido a
una rosa resurgida de ceniza. He comprendido, que a pesar de la falsedad de la
apariencia y de la maldad humana, este sigue siendo un mundo hermoso.
Mi mejor consejera camina conmigo, a mi
izquierda, tres palmos por detrás. La miro todos los días. Ella sonríe y me
guiña el ojo: todavía no he venido a por ti. Y yo me abrocho el zapato como si
fuera lo último que voy a hacer en la vida.
He visto a niños comer el vómito de su
hermano muerto. He visto a niños condenados al orfanato, por la ambición de los
hombres malos, sonreír y reconocer la esperanza en un abrazo y un pequeño gesto
de ternura. Esos ojos me han mirado. Llenos de Luz.
Pero lo más grande que me sucede lo hace
todos los días. Como hace un rato, antes de sentarme a escribir. La aurora
presagiaba la salida del sol. Y me planté en la terraza de mi casa en los
valles de Sarrión y miré al oriente, desafiante: yo estoy aquí, Sol, ¿te
atreverás a salir?
Y el Sol me trató de tú y salió, porque
estaba dentro. La otra ecuación fundamental de la Vía: atmán es bramán. En
silencio. Esto es la Vía: saber reconocer en el Silencio lo que verdaderamente
somos, y vivirlo en todas sus consecuencias.
Y, humildemente, callar.