martes, 30 de agosto de 2011

UN POEMA DE PEDRO SALINAS


Dame tu libertad.
No quiero tu fatiga,
no, ni tus hojas secas,
tu sueño, ojos cerrados.
Ven a mí desde ti,
no desde tu cansancio
de ti. Quiero sentirla.
Tu libertad me trae,
igual que un viento universal,
un olor de maderas
remotas de tus muebles,
una bandada de visiones
que tú veías
cuando en el colmo de tu libertad
cerrabas ya los ojos.
¡Qué hermosa tú libre y en pie!
Si tú me das tu libertad me das tus años
blancos, limpios y agudos como dientes,
me das el tiempo en que tú la gozabas.
Quiero sentirla como siente el agua
del puerto, pensativa,
en las quillas inmóviles
el alta mar. La turbulencia sacra.
Sentirla,
vuelo parado,
igual que en sosegado soto
siente la rama
donde el ave se posa,
el ardor de volar, la lucha terca
contra las dimensiones en azul.
Descánsala hoy en mí: la gozaré
con un temblor de hoja en que se paran
gotas del cielo al suelo.
La quiero
para soltarla, solamente.
No tengo cárcel para ti en mi ser.
Tu libertad te guarda para mí.
La soltaré otra vez, y por el cielo,
por el mar, por el tiempo,
veré cómo se marcha hacia su sino.
Si su sino soy yo, te está esperando.

UN POEMA DE ETHEL KRAUZE



Me llevarás, amor, al alarido
de la yedra que canta en la ventana,
al donaire del silbo y de la grana
me llevarás, amor, que te lo pido.

Recorrerás el verso guarnecido
de cadencias y aromas, caravana,
aprenderás la voz de la campana
que apacienta en su vértice el sonido.

Y encontrarás el ápice del fuego
que recorre en su ruta la cigarra,
volverás a la orilla del sosiego

cuando vibre en tu lecho sin amarra
y mi vena se yerga con el juego
apacible que surge de tu parra.






viernes, 12 de agosto de 2011





Tu dolor es mío. Yo quiero,
Amor mío, darte pastillas como besos
para que tu dolor sea mío.
Para que las gotas de agua fría
de tu frente fría
se recojan en tu regazo
y ahí yo las beba como si fuera gato.

Tu dolor me duele,
tu mente que piensa que no acaba,
tu alma que siente que no acaba,
tu corazón que te duele en las manos
y lejanas están las mías pa recogerlo.

Tu dolor me duele como el agua helada
y es mío en la distancia.

Nada tengo hoy de ti más que tu dolor,
y te sigo amando pues tu dolor,
también, lo amo.

martes, 9 de agosto de 2011

POEMA LVII DE DULCE MARÍA LOYNAZ


No te nombro; pero estás en mí
como la música en la garganta del ruiseñor
aunque no esté cantando.





lunes, 8 de agosto de 2011

SARRIÓN, 9pm

la ensalada
tomate queso fresco
la ensalada encarnada
como el rojo sol
que vimos
allá en el Javalambre

y espaguetis
berenjena
anchoas y largos espaguetis
tal cascada en Pirineo
Monte Perdido y Aínsa
y te dije que te quiero

lomo de cerdo,
kilo de lomo
y alitas de pollo
harina en tu delantal
y gaseosa en el mío
cortado a la medida

Amor, Amor mío,
si cuando tú duermes yo sueño
y cuando tú sueñas yo duermo
solo queda despertar
al infinito
desde una almohada

que se mulla sola
por la mañana
tú y yo
no pensar, no
solo la Vida
enlazada a nuestras manos

INÉS JUST COMING. COMPÁS DE ESPERA DE UN CICLÓN EN EL CARIBE






Fue el primer (y único, creo) libro de Alfonso Grosso que leí. Eran buenos tiempos. Había devorado toda la biblioteca de mis padres (hasta el Salambo de Flaubert me tragué) y me había hecho socio de la biblioteca de Sevilla, entonces en la calle de Alfonso XII, frente al corte inglés y cerquísimo de los baretos de la calle de san Eloy, que abrían más o menos cuando cerraba la biblioteca. Inmejorable plan para el chaval que yo era entonces, y que así, sin solución de continuidad, pasó de los bourbons virtuales de las novelas de Hemingway a las litronas callejeras reales como la vida misma.

Aquel año Jesús Torbado había ganado el Planeta y Alfonso Grosso fue finalista con La buena muerte. Con esta no pude, pero sí con la de Torbado, En el día de hoy, que empezaba con un remedo del último parte de guerra que Gonzalo Fernández de Córdoba radió el uno de abril desde Burgos: "en el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército faccioso, las tropas republicanas han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado." Franco aún vivía, y ni Torbado ni Lara pudieron echarle más napia al tema. Pero todos lo leímos.

A lo que voy. El Inés me fascinó desde el principio, me hizo sentir que tal vez la carrera que me habían elegido no era tan mala. El libro se divide en tres partes, y en cada una su protagonista (implicado en el argumento con los otros dos) relata unos mismos hechos desde su punto de vista. Algo así como lo de Durrell en El cuarteto de Alejandría, que leí muchos años después, aunque más ligero, desde luego. Grosso no era Durrell, aunque en el Inés lo bordó.

El protagonista de la primera parte es un ingeniero español que se había marchado a Cuba a trabajar, años sesenta/setenta. Por amor al arte. Al comienzo del libro está en su cuarto de hotel (sin aire acondicionado que funcionara), absorto ante su mesa de dibujo (no tenía delineante, desde luego), diseñando una pieza para que el taller la fabricara y sustituyera a la averiada en un grupo electrógeno de provincias. Una pieza que en Europa habría encontrado en 24 horas pero que los rusos tardaban meses en suministrar y no era plan de que la gente se quedara sin luz hasta entonces. Así que le echaba ingenio al asunto, y eso me gustó.

No fui a Cuba nunca, a pesar de mis sueños, pero el tiempo y la vida me empujaron a otros lugares más sórdidos y míseros, y ahí, más que en los sitios y tiempos de prosperidad, me fui haciendo lo que, para bien, para mal, más o menos, ha sobrevivido hasta hoy.

Pero la lección profesional más impresionante, la que más me ha servido en la vida real, me la dio mi padre en mi primer día de trabajo en la empresa. Por correo interno me llegó un sobre, estando yo en una reunión (en mi primera reunión de trabajo). Dentro del sobre solo había un recorte minúsculo del periódico de Bilbao que recibía mi padre por correo, con dos o tres días de retraso sobre la fecha ordinaria. Decía:

El director llega a la fábrica en medio de un gran revuelo. - "Señor director, señor director", le dicen, "la caldera principal ha estallado!!!"- "Diablos, ¿lo sabe el ingeniero?" contesta el aludido, con forzada calma. - "Claro que sí, ¡estaba dentro!"

Años después, cuando trabajaba en mantenimiento, viví en mis carnes lo que era estar en caldera que podía estallar, o ponerse el traje de luces para bajar a la fosa séptica a explicar a los chavales cómo tenían que desmontar la bomba averiada, o meter el brazo entre las barras de 400 voltios, el vello del brazo en chispeante punta, porque mi operario era chiquitín y no llegaba con la pinza amperimétrica.

Pero lo importante fue aplicarlo a la vida entera. Saber que había dos formas de vivir, y que en una, desde la cresta de la ola en el ojo del huracán, se veían las cosas como las ven los dioses, y que el riesgo, si elegía esa forma, siempre estaría ahí, y que todo riesgo es potencialmente mortal. Pero la pasión de la naturaleza se desata siempre ahí, arriba, y esa vida vale tanto la pena que el riesgo se vuelve parte de ti, te saluda todas las noches a la izquierda, un metro atrás del hombro, y dice: "Tranquilo, todavía no, tienes un día más". Y entonces nos recostamos, sonreímos, acariciamos la moneda que llevamos en el bolsillo (para Caronte, cuanto toque), y sabemos que todo está bien, a pesar de que el mundo se empeñe en demostrarnos lo contrario.

Ha llovido mucho desde entonces, al estudiante soñador le han salido muchas canas, pero mantiene intacto el espíritu y la decisión de seguir en primera línea. Solo que ahora es mi turno, ahora me toca a mí. Sé qué y a quien y a quienes quiero y sé por qué. Estoy sentado, fumo y espero. Busco en el horizonte las nubes que sé que están en el Norte (no hoy), pero yo las siento muy cerquita.

Cuando llegue el ciclón estaré preparado. Pero esta vez estaré, también,.......feliz. Seguiré luchando por ellos, mexicanos, bosnios, indios o españoles. No me rendiré nunca. No pediré nada a cambio. Quizá, solo, que seas tú quien acaricie mi nariz cuando me muera.

jueves, 4 de agosto de 2011

MIL SILENCIOS PA UNA PALABRA




Brotaron las palabras del silencio
emergió el silencio de las olas
de las olas de tu mar
y me dijiste
eso que ni tú querías saber

Silenciaron las olas mis palabras
esas olas floridas de la mar
que me llevan, golondrinas, tu tejado
y pa decirte
eso que yo no supe ver

Mas callaron tu casa y mi palabra
y surgió de su cimiento el arcoíris
brotando de ese pliegue de tus labios
y nos dijimos
eso que no habíamos podido ser

UN TEXTO DE CAMUS





Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa; luego perdí el mar y entonces todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable. Aguardo desde entonces. Espero los navíos que regresan, la casa de las aguas, el día límpido.

Aguardo pacientemente pues soy civilizado con todas mis fuerzas. La gente me ve pasar por las hermosas calles; admiro los paisajes, aplaudo como todo el mundo, estrecho la mano de los conocidos, más no soy yo quien habla. Se me alaba, yo, mientras tanto, sueño un poco; se me ofende, y apenas me asombro. Luego lo olvido y sonrío a quien me ha ultrajado o saludo con demasiada cortesía a quien amo.

¿Qué hacer si no tengo memoria para una sola imagen?

Por último se me exige que diga quién soy. “Nada todavía, nada todavía…”

Es en los entierro donde yo me supero a mí mismo. Allí verdaderamente sobresalgo. Voy andando con paso lento por las afueras de la ciudad florecida de hierro viejo.

Tomo amplias avenidas bordeadas con árboles de cemento que llevan a agujeros de tierra fría. Allí, bajo el cielo apenas enrojecido, contemplo cómo compañeros audaces inhuman a mis amigos a tres metros de profundidad. La flor que una mano gredosa me tiende entonces no deja nunca de ir a parar a la fosa si la arrojo. Alimento la piedad precisa, la emoción exacta, mantengo la nuca convenientemente inclinada. La gente admira el que mis palabras sean tan justas.

Más no tengo mérito alguno: espero.



Espero mucho tiempo. A veces tropiezo, pierdo el pie y el éxito se me escapa. Ello no importa, pues entonces me quedo solo. Me despierto así por la noche y a medias dormido me parece que oigo un ruido de olas, la respiración de las aguas. Ya despierto por completo, reconozco el viento en el follaje y el rumor desdichado de la ciudad desierta. En ese momento, no es suficiente todo mi arte para ocultar mi zozobra o vestirla a la moda.

Otras veces, en cambio, recibo ayuda. En Nueva York ciertos días, perdido en el fondo de esos pozos de piedra y acero donde erran millones de hombres corría de uno a otro agotado, sin lograr ver su fin. Ahogaba entonces el grito que el pánico quería lanzar, pero cada vez que esto me ocurría, a lo lejos el llamado de un remolcador me hacía recordar que esa ciudad, cisterna seca, era una isla y que más allá de la punta de la Battery, el agua de mi bautismo me esperaba, negra y podrida, cubierta de corchos huecos.

Y así, yo que no poseo nada, que he dado mi fortuna, que me detengo en cualquier lugar poco tiempo, estoy sin embargo satisfecho cuando lo quiero, me acomodo a cualquier hora y me ignora la desesperación. El desesperado y yo no tenemos patria. Sé que el mar me precede y me sigue. Aquellos que se aman y tienen que separarse pueden vivir en medio del dolor, mas este sentimiento no es desesperación, pues saben que el amor existe. Y he ahí por qué yo sufro, con los ojos secos, a causa del destierro.

Espero aún. Un día vendrá, en fin…

Los pies desnudos de loa marineros golpean suavemente sobre el puente. Partimos al romper el día. Desde que salimos del puerto un viento breve y espeso golpea vigorosamente el mar que se revuelve en olillas de espuma. Algo más tarde el viento refresca y siembra el mar de camelias, que pronto desaparecen. Y así, durante toda la mañana nuestras velas chasquean por encima de un alegre vivero. Las aguas son pesadas, escamosas, cubiertas de babas frescas. De vez en cuando las olas alborotan contra la roda del barco; una espuma amarga y untuosa, saliva de los dioses, corre a lo largo de la madrea hasta el agua donde se esparce formando dibujos moribundo que vuelven a renacer, pelaje de alguna vaca azul y blanca, animal extenuado, que deriva aún largo tiempo detrás de nuestra estela.

Desde que partimos las gaviotas siguen nuestro navío aparentemente sin esfuerzos, casi sin mover las alas. Su hermosa navegación rectilínea se apoya apenas sobre la brisa. De pronto un plus brutal por el lado de las cocinas despierta una alarma golosa entre las aves, desordena su hermoso vuelo y pone llamas a un brasero de blancas alas.

Las gaviotas giran locamente en círculo y en todos sentidos, luego sin perder nada de su velocidad se separan una a una del lugar de confusión para lanzarse hacia el mar. Unos segundos después, ya están de nuevo reunidas sobre las aguas, corral lleno de disputas que dejamos detrás de nosotros encerrado en el hueco del oleaje que deshoja lentamente el maná de los desperdicios.

A mediodía, bajo un sol agobiador, el mar, extenuado, apenas se levanta. Cuando vuelve a caer en sí mismo hace silbar el silencio. Basta una hora de tal cocción para que el agua pálida, gran chapa de hierro puesta al blanco, se achicharre; se achicharra, humea, por fin arde. Dentro de un momento va a volverse para ofrecer al sol su faz húmeda, húmeda ahora en las olas y en las tinieblas.

Atravesamos las puertas de Hércules, la punta donde murió Anteo. Más allá el océano se extiende infinito; doblamos el cabo de Buena Esperanza, los meridianos se casan con las latitudes, el Pacífico bebe del Atlántico. Entonces, con la proa puesta hacia Vancouver nos dirigimos lentamente hacia los mares del sur. A algunos cables de distancia, desfilan ante nosotros Pascua, Desolación y las Hébridas. Una mañana, de pronto, desaparecen las gaviotas. Estamos lejos de toda tierra y solos con nuestras velas y nuestras máquinas.

Solos también con el horizonte. Las olas llegan una a una pacientemente del este invisible; llegan hasta nosotros y pacientemente vuelven a partir hacia el oeste desconocido, también una a una. Largo camino, nunca comenzado, nunca acabado… El arroyo y el río pasan. El mar pasa y permanece. Así sería menester amar, siendo fiel y fugitivo. Me caso con la mar.

Aguas plenas el sol desciende; queda absorbido por la bruma mucho antes de la línea del horizonte. Por un breve instante el mar se presenta rosado a un lado, azul al otro. Luego las aguas se oscurecen. La goleta se desliza minúscula por la superficie de un círculo perfecto de un metal espeso y empañado. Y a la hora de la mayor calma, en el anochecer que se aproxima, centenares de marsoplas surgen desde las aguas, caracolean un momento alrededor de nosotros para huir luego hacia el horizonte sin hombres. Una vez que han partido sólo queda el silencio y la angustia de las aguas primitivas.

Un poco más tarde aun, encontramos un iceberg en el trópico. Invisible por cierto después de su largo viaje en esas aguas tibias, aún es eficaz: Recorre nuestro navío a estribor donde las cuerdas se cubren brevemente de un rocío de escarcha mientras que a babor muere una jornada seca.

La noche no cae sobre el mar, sino que desde el fondo de las aguas que un sol ya ahogado ennegrece poco a poco con sus cenizas espesas, sube la noche hacia el cielo aún pálido. Por un breve instante Venus permanece solitaria por encima de las olas negras. En el tiempo que lleva cerrar y abrir de nuevo los ojos, ya las estrellas pupulan en la noche líquida.

Ya la luna está en lo alto. Ilumina primero débilmente la superficie del mar; todavía sigue subiendo mientras escribe suavemente sobre las aguas. Al llegar al cenit ilumina todo un corredor de mar, rico río de leche que con el movimiento del navío, desciende hacia nosotros, inextinguiblemente, en el océano oscuro. Allí está la noche fiel, la noche fresca, que yo invocaba en las luces llenas de ruido, en el alcohol, en el tumulto del deseo.

Navegamos sobre espacios tan vastos que nos parece que nunca llegaremos a término. El sol y la luna suben y bajan alternativamente al mismo hilo de luz y de noche.

Las jornadas sobre el mar son todas semejantes como las de la felicidad.

Ésta es la vida rebelde al olvido, rebelde al recuerdo de que habla Stevenson.

El alba. Cortamos perpendicularmente el Cáncer. Las aguas gimen convulsas. Rompe el día sobre un mar revuelto lleno de lentejuelas de acero. El cielo se presenta blanco de brumas y de calor, de un destello muerto pero insostenible, como si el sol se hubiera licuado en la espesura de las nubes sobre toda la extensión de la bóveda celeste. Cielo enfermo sobre un mar descompuesto. A medida que avanza la hora crece también el calor en el aire lívido. Durante todo el día la roda descubre nubes de peces voladores, pajarillos de hierro, a quienes hace salir fuera de sus montones de olas.

Por la tarde nos cruzamos con un paquebote que vuelve a las ciudades. El saludo que cambian nuestras sirenas que con sus tres gritos de animales prehistóricos, las señales de los pasajeros perdidos en el mar y vueltos atentos por la presencia de otros hombres, la distancia que poco a poco crece entre los dos navíos, la separación por último sobre las aguas malévolas, todo eso hace que el corazón se contraiga. ¿Quién, amando la soledad y el mar, dejará de amar a esos dementes obstinados, aferrados a plancha de hierro, lanzados sobre la cabellera de los océanos inmensos en busca de islas a la deriva?

Exactamente en el centro del Atlántico doblamos bajo vientos salvajes que soplan interminablemente de un polo a otro. Cada grito que lanzamos se pierde en el aire, vuela a los espacios sin límites. Pero ese grito, llevado día tras día por los vientos, llegará por último a uno de los extremos chatos de la tierra y resonará largamente contra las paredes heladas hasta que un hombre, en alguna parte, perdido en su concha de nieve, lo oiga y contento, sonría.

Dormía a medias bajo el sol de las dos cuando un ruido terrible me despertó. Vi el sol en el fondo del mar; comenzó a arder. El sol corría a grandes pasos helados en mi garganta. A mi alrededor los marinos reían y lloraban. Se amaban los unos a los otros pero no podían perdonarse. Ese día hube de reconocer el mundo por lo que era; decidí que su bien fuera el propio tiempo pernicioso y que sus crímenes fueran saludables. Ese día comprendí que había dos verdades del las cuales una no debía decirse nunca.

La curiosa luna austral, un poco recortada, nos acompaña desde hace muchas noches, se desliza rápidamente del cielo hasta el agua que la traga. Allí quedan la Cruz del Sur, las estrellas raras, el aire poroso. El cielo rueda y cabecea por encima de nuestros mástiles inmóviles; con el motor parado y el velamen al pairo, silbamos en la noche caliente mientras el agua golpea amigablemente nuestros flancos. No hay ninguna orden que dar. Las máquinas están calladas y en efecto, ¿por qué proseguir y por qué volver? Estamos satisfechos; una muda locura nos adormece invenciblemente. Al fin llega un día en que todo se cumple; entonces hay que dejarse ir, como aquellos que nadaron hasta el agotamiento. ¿Cumplir qué? Desde siempre, me lo callo a mí mismo. ¡Oh, cama amarga, lecho principesco, la corona está en el fondo de las aguas!

Por la mañana nuestra hélice hace que el agua tibia levante espuma. Volvemos a cobrar nuestra velocidad habitual. Alrededor del mediodía, llegados de lejanos continentes, nos cruza una manada de ciervos que pasando por delante de nosotros, nadan regularmente hacia el norte seguidos por aves multicolores que de cuando en cuando, reposan en sus bosques. Esta selva ruidosa desaparece poco a poco en el horizonte. Poco después el mar se cubre de extrañas flores amarillas. Al atardecer nos precede un canto invisible durante largas horas. Me adormezco con sensación de familiaridad.

Con todas las velas abiertas a una brisa definida, nos deslizamos rápidos sobre un mar claro y musculoso. Alcanzamos la mayor velocidad llevando la barra a babor. Y al terminar el día, aumentando aún nuestra carrera, y en posición tal que nuestro velamen casi toca el agua, recorremos raudos un continente austral que reconozco por haber volado en otro tiempo sobre él ciegamente en el bárbaro féretro de un avión. En aquella ocasión, rey holgazán, esperaba ver el mar sin nunca alcanzarlo. El monstruo aullaba, despegaba de los guanos del Perú, se precipitaba por encima de las playas del pacífico, volaba sobre las blancas vértebras rotas de los Andes y luego por la inmensa planicie de la Argentina cubierta de insectos, unía con un solo aletazo los prados uruguayos inundados de leche con los negros ríos de Venezuela, aterrizaba, aullaba aún, temblaba de codicia frente a nuevos espacios vacíos que pudiera devorar y con todo eso no dejaba nunca de avanzar o por lo menos de hacerlo con una lentitud convulsa, obstinada, con una energía huraña y fija, intoxicada. Yo entonces me sentía morir en mi celda metálica y soñaba con carnicerías, y con orgías. Sin espacio no hay inocencia ni libertad… La prisión para quien no puede respirar es muerte o locura. ¿Qué hacer, pues, sino matar y poseer? Hoy, en cambio, me satisfago con los soplos de aire, todas nuestras alas chasquean en el aire azul. Voy a gritar por la velocidad; arrojamos al agua nuestros sextantes y nuestras brújulas.

Bajo el viento imperioso nuestras velas son de hierro.

La costa desfila veloz delante de nuestros ojos. Selvas de cocoteros regios donde los pies se mojan en lagunas esmeraldinas, bahía tranquila, llena de velas rojas, arenas de lunas. Surgen edificios ya agrietados bajo el impulso de la selva virgen que comienza en el patio de servicio; aquí y allá un árbol de ramas violetas forma una ventana y Río se hunde por fin detrás de nosotros y la vegetación vuelve a cubrir sus ruinas nuevas donde los monos de la Tijuca estallarán de risa. Aun más rápido, a lo largo de las grandes playas donde las olas se difunden y se resuelven en gavillas de arena, aun más rápido los corderos del Uruguay entran en el mar y lo hacen de pronto amarillo. Luego, sobre la costa argentina, grandes y groseros maderos, dispuestos a intervalos regulares, elevan hacia el cielo medias reses que hacen asar lentamente. Por la noche los hielos de la Tierra de fuego golpean nuestro casco durante horas, el navío apenas disminuye su velocidad y vira de bordo. Por la mañana la ola única del Pacífico, cuya fría lejía verde y blanca hierve en millares de kilómetros de costa chilena, nos levanta lentamente y amenaza hacernos naufragar. La barra lo evita y doblamos las Kerguelen. En la tarde dulzona las primeras barcas malayas avanzan hacia nosotros.

“Al mar, al mar!”, gritaban los maravillosos muchachos de un libro de mi infancia. He olvidado todo el contenido de ese libro menos este grito: “¡Al mar!”. Y por el Océano Índico hasta la avenida del mar Rojo donde se oyen estallar, una a una en las noches silenciosas, las piedras del desierto que se hielan después de haber ardido, volvemos al antiguo mar donde se callan los gritos.

Por fin una mañana hacemos escala en una bahía colmada de un extraño silencio, abalizada de velas fijas. Únicamente algunas aves marinas se disputan en el cielo trozos de carne. A nado llegamos a una playa desierta. Durante todo el día nos introducimos en el agua y luego nos secamos en la arena. Al llegar la noche, bajo el cielo que verdea y retrocede, el mar ya tan calmo, se apacigua aún. Breves olas exhalan un vaho de espuma, sobre el arenal tibio. Desaparecieron ya las aves del mar. No queda sino un espacio ofrecido al viaje inmóvil.

Se dan algunas noches cuya dulzura se prolonga, sí, ayuda a morir el saber que tales noches volverán a darse después de nosotros sobre la tierra y el mar. ¡Gran mar siempre trabajado, siempre virgen, mi religión con la noche!. El mar nos lava y nos colma en sus surcos estériles. Nos librea y nos mantiene erguidos. A cada ola nos hace una promesa, siempre la misma. ¿Qué dice la ola? Si tuviera que morir, rodeado de frías montañas, ignorado del mundo, renegado por los míos, en fin, al cabo de mis fuerzas, el mar vendría a último momento a llenar mi celda, vendría a sostenerme por encima de mí mismo y a ayudarme a morir sin odio.

Es medianoche, estoy solo en la ribera. Espero aún, luego partiré. El mismo cielo está al pairo, contadas sus estrellas, como esos paquebotes cubiertos de fuegos que a esta misma hora, en el mundo entero, iluminan las aguas sombrías de los puertos. El espacio y el silencio pesan con un solo peso sobre el corazón. Un amor repentino, una gran obra, un acto decisivo, un pensamiento que transfigura, en ciertos momentos nos producen la misma intolerable ansiedad reforzada por un atractivo irresistible.

Deliciosa angustia de ser, exquisita proximidad a un peligro del que no conocemos el nombre; ¿quiere entonces decir que vivir es correr a la perdición de uno mismo?

De nuevo, sin espera, corramos a nuestra perdición.

Siempre tuve la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el corazón de una magnífica felicidad.


(Albert Camus, Diario de a bordo, El verano, Buenos Aires 1961)

POEMA DE PEDRO SALINAS



Horizontal, sí, te quiero.
Mírale la cara al cielo,
de la cara. Déjate ya
de fingir un equilibrio
donde lloramos tú y yo.
Ríndete
a la gran verdad final,
a lo que has de ser conmigo,
tendida ya, paralela,
en la muerte o en el beso.
Horizontal es la noche
en el mar, gran masa trémula
sobre la tierra acostada,
vencida sobre la playa.
El estar de pie, mentira:
sólo correr o tenderse.
Y lo que tú y yo queremos
y el día - ya tan cansado
de estar con su luz, derecho -
es que nos llegue, viviendo
y con temblor de morir,
en lo más alto del beso,
ese quedarse rendidos
por el amor más ingrávido,
al peso de ser de tierra,
materia, carne de vida.
En la noche y la trasnoche,
y el amor y el transamor,
ya cambiados
en horizontes finales,
tú y yo, de nosotros mismos.

(de La voz a ti debida, Madrid 1989)

lunes, 1 de agosto de 2011

Sarrión, 5 am

ser gato es
en la noche estrellada
maravilla
ser gato
en la noche estrellada

noche estrellada es
maravilla
en tus brazos
gato, gato es,
noche estrellada

maravilla es
gato, gato ser
en tus brazos
noche, noche es
y no se acaba

estrella ser, son
las que el gato ve
desde tus brazos
maravilla
gato en tus brazos

baba, baba es,
solo de gato
gato en tus brazos
maravilla
baba en tu mano

Mas
ni gato ni baba
ni noche estrellada
maravilla
si son los tuyos
los que a mí abrazan

a mí abrazan
maravilla
gato estrellado
noche que no acaba
pues no hay baba
solo manos